El cerrajero del rey (81 page)

Read El cerrajero del rey Online

Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

—No sé, señora. Yo recojo los libros que nadie quiere. Esos que están a punto de perecer en la hoguera, porque a todo el mundo estorban —contestó el librero lacónicamente, levantándose pesadamente de su taburete. Al observar el manuscrito por el que María inquiría, bajó su tono de voz—. Ese que tiene en sus manos, creo recordar que me lo trajo un obrero de los que hicieron las zanjas del palacio. Digo yo que habrá sido robado de la biblioteca real, pero al parecer estaba enterrado… Ni siquiera sé de qué se trata y lo vendo barato…

María no se entretuvo en discutir el precio. Pagó los dos reales que le pidió y se llevó otros tres ejemplares, con estampas de geografía y botánica, que le servirían igualmente para disimular la otra adquisición. Con los libros en el regazo, marchó de vuelta a su casa, deseando estar a solas cuanto antes para estudiar con tranquilidad y avisar a Francisco de tan asombroso hallazgo.

Al entrar por la puerta, Teresa la regañó con la autoridad que le permitían sus muchos años de servicio, porque la suciedad de los libros que la condesa traía abrazados contra su pecho le había manchado el corpiño. La doncella los tomó en sus manos, los puso encima de una mesa y con el delantal que ella misma llevaba puesto, fue limpiándolos uno a uno, permitiéndose la licencia de curiosear los extraños ejemplares que había adquirido su señora.

Un rato después, enfundada ya en un vestido limpio y cómodo, María se encontraba encerrada en su laboratorio de alquimia, dispuesta a analizar el famoso manuscrito de los Flores. Encendió las velas necesarias para alumbrase, moviéndose con elegante parsimonia, como si de un rito se tratara. Se sentó ante la mesita de madera y cerró los ojos durante un rato, buscando lucidez y concentración. El libro mostraba evidencias de páginas arrancadas y a medio quemar. Esperaba encontrar el dibujo original que ya conocía, pero la mala fortuna había hecho que precisamente esa hoja hubiera desaparecido. No se dio por vencida. Tenía la intuición de que en algún lugar, algún párrafo, podía figurar la explicación a esos símbolos, aunque fuera sucinta, así como la conexión entre ellos, de forma que fuera válida y utilizable para los miembros de las familias que poseyeron el preciado texto. Anhelaba que fuera así y que esa información no se hubiera perdido en la transmisión oral entre parientes. Estaba segura de que las figuras que le faltaban por estudiar, el reloj de arena, junto a las imágenes del sol y la luna, eran medidas de tiempo. Por los conocimientos que ya tenía, imaginó que el triángulo exterior que enmarcaba el dibujo, junto a la forma de una gran cubeta, podían ser alegorías del fuego y del horno. Siguió pasando hojas con cuidado de no dañarlas más de lo que ya estaban. De repente, saltó a su vista un texto extraño. Estaba escrito en latín, pero tenía intercalados números del alfabeto árabe.

Intentó descifrarlo, pero había frases enteras a las que no encontraba sentido. Salió un momento a buscar diccionarios a la biblioteca principal de la casa, y allí escogió varios de latín, árabe y lenguas muertas que pertenecían a su esposo.

Con paciencia, palabra a palabra, fue descifrando la explicación y la fórmula de la fabricación del mejor acero.

Al darse cuenta de que ya lo tenía, alzó la vista al techo, dando gracias a Dios al tiempo que sus ojos se nublaban embargados por la emoción.

Según rezaba el texto, la fórmula ahí expuesta era originaria de la India, desde donde, hacía ya muchos siglos, se había extendido al Oriente Próximo, constituyendo allí el verdadero secreto de los míticos aceros de Damasco. Un antepasado de los Asquembrens, había viajado en el siglo XVI desde Alemania hasta aquella legendaria ciudad, trayendo consigo esta fórmula robada a ciertos artesanos árabes, que quiso perpetuar enmascarada para beneficio de su familia en este libro manuscrito. El uso de silicio y manganeso era la clave de la fórmula, ya que ambas sustancias, unidas al carbón vegetal y la cal, lograban reducir el exceso de azufre y sales que hacían malo el acero. Ése era el secreto, que en Europa aún se desconocía. Las cifras en árabe ofrecían las proporciones adecuadas de cada elemento y los tiempos necesarios de calor fundente en el horno.

—¿Cómo es posible que todo este conocimiento estuviese perdido durante siglos? —se preguntaba la condesa en la soledad de su laboratorio—. Tengo que informar a Francisco de esto cuanto antes.

Los bellísimos jardines del palacio de Aranjuez habían reclamado la atención del cerrajero Barranco en los últimos días. Giacomo Bonavía le había hecho trasladarse a aquel sitio, para encomendarle la obra de enormes puertas-rejas, de un hermoso diseño barroco, que acotaran las diferentes partes del jardín, a modo de salones independientes al exterior, pero que no impidieran la vista del grandioso conjunto. El encargo había despertado una nueva motivación en Francisco, que se hizo acompañar a Aranjuez por el pequeño José, para que fuera tomando el pulso a la profesión y demostrara su aprendizaje del dibujo, al colaborar en el diseño de estas obras de arte. Instalados padre e hijo en las habitaciones destinadas a criados y personal de los oficios, emplearon el tiempo justo, sin prisas, para elaborar y emplazar en los jardines las rejas.

Uno de esos días, la condesa de Valdeparaíso pidió a Teresa que saliera a buscar a Francisco Barranco a su casa y le trajera consigo. Al igual que otras veces en los últimos tiempos, la criada tardó en volver más de la cuenta. El ladronzuelo a sueldo con quien Félix estaba conchabado sabía ya cómo avisarle en la fragua de palacio y el maestro hacía lo indecible por salir al encuentro de la doncella y acosarla con halagos. Teresa volvió del recado envuelta en vanidad y deseos de amor, pero con la decepcionante respuesta para María de que Barranco estaba en Aranjuez y no regresaría a la corte hasta un par de semanas más adelante.

Mientras tanto, Félix Monsiono iba reconcomiéndose en sus malévolos planes. Su complicidad con Jean Baptiste Platón se había ido afianzando día a día. A nadie le extrañaba, puesto que el mal carácter de ambos los convertía en almas gemelas. Al margen de su mujer, amargada desde su venida a España, y desaparecido su protector Carvajal, el maestro francés no tenía a nadie a quien trasladar sus quejas. Félix era el único que, en ocasiones y siempre por el interés de estar bien informado, le aguantaba sus improperios.

Platón se lamentaba del trato humillante que había recibido en este país, incapaz de valorarle a él, un afamado maestro en Francia, con más de treinta años de aprendizaje en academias y escuelas, y autor de las mejores obras. Lo achacaba todo a las envidias y el retraso profesional de los artesanos nacionales, a quienes Carvajal pretendió que enseñara, pero ya se había dado cuenta de que era del todo imposible. Nadie en España podría estar jamás a su altura.

—Maestro, si me enseña sus secretos del oficio, le juro que yo sabré corresponder con el mayor beneficio que pueda imaginar para su carrera —se atrevió a proponerle Monsiono, después de escuchar a Platón su larga perorata.

—¿El mayor beneficio para mi carrera? ¿De qué beneficio hablas? —preguntó el francés, que no pudo evitar la curiosidad, aunque los gestos y la dura mirada de su ayudante le ponían a veces muy nervioso. Le soportaba a su lado como un mal necesario, pero jamás había llegado a fiarse de él plenamente.

—Yo puedo proporcionarle los secretos con que han trabajado en los palacios reales los cerrajeros de cámara durante muchos reinados. Y aún más importante, quizás fórmulas y conocimientos sobre el hierro y el acero, procedentes de los mejores artífices de este país, que desde hace muchos siglos nadie ha puesto en práctica —exclamó Félix con vehemencia.

—Y si puedes proporcionarme todo eso, ¿por qué no lo has hecho antes? ¿Y por qué tengo que confiar en tu palabra? —inquirió escéptico Platón.

—Porque antes no los tenía en mi mano. Pero ahora sé bien cómo conseguirlos y garantizar por siempre el secreto a quien opte por compartirlos conmigo. Por supuesto, no va a salir gratis. Es obvio —sugirió con descaro Monsiono.

—Ponme esos secretos de los que hablas delante de mis narices, y serás largamente recompensado —contestó Platón, cuyo semblante denotaba a la vez seriedad y expectación—. Mientras tanto… permíteme que dude de lo que cuentas.

—Haré lo que me pide. Se lo juro. Voy a demostrar por fin de lo que es capaz Félix Monsiono…

Francisco se enteró de la noticia nada más regresar a Madrid. La corte estaba conmocionada. La condesa de Valdeparaíso había aparecido muerta el día anterior, a la caída de la tarde. Al regresar de palacio, su esposo la había encontrado recostada sobre la mesa de su gabinete, con un libro entre las manos. El conde creyó que dormía, vencida como otras veces por el sopor de la lectura, y no quiso despertarla. Fue Teresa, quien extrañada al ver que su señora tardaba en salir de la habitación para disponer los detalles de la cena, la que se decidió a entrar, encontrándola ya sin vida. Aun fallecida, María tenía el semblante bellísimo, como si estuviera dormida. Se acercaba a los cuarenta años de edad, pero incluso en este trance final tenía el aspecto de una mujer más joven.

Desencajada por la terrible sorpresa, la criada llamó a gritos al conde, que al contemplar la palidez mortuoria de María, ordenó a su cochero ir en busca del médico de familia. Por desgracia, nada podía hacerse ya, más que ratificar su defunción. Ante la falta de enfermedad previa y cualquier otro síntoma que pudiera explicar la causa, el doctor dictaminó que se trataba de muerte natural por una posible afección de corazón, hasta ahora desconocida en ella. Imposible saber más, a no ser que el conde quisiera dejarla en manos de los cirujanos, para que la abrieran y examinaran sus órganos, cosa a la que se negó radicalmente.

El cuerpo de María Sancho Barona fue vestido con un sobrio traje de gala por su doncella Teresa, que no dejaba de llorar, entre incrédula y desconsolada, por la muerte de su señora. Se dispuso así la capilla ardiente, durante dos días, en el propio dormitorio de la condesa, que estuvo abierto al oficio de misas por su alma en aquel mismo lugar y a la visita de aquellos cortesanos que quisieron pasar a mostrar sus condolencias. María había sido querida, admirada e incluso envidiada por muchos. La mayoría, sin embargo, apenas había llegado a conocer esa faceta intelectual y curiosa que desde hacía años la obsesionaba.

Iba a ser enterrada en el convento de las carmelitas descalzas, en Madrid, según ella misma había especificado en un testamento redactado hacía años, en el cual también había dispuesto que su mejor vestido se enviara a la Virgen de Mirabuenos de Almagro, la localidad manchega de donde procedía su riqueza y patrimonio familiar.

Por suerte, Francisco había llegado a tiempo de visitar la capilla ardiente, mezclado en la casa de los Valdeparaíso con otras personas del servicio de palacio, que habían acudido a rendir homenaje a la dama. Hizo un esfuerzo sobrehumano por soportar la visión de María muerta. Sólo una inexplicable fuerza interior le mantuvo en pie frente a ella, mientras rezaba una oración, sintiendo cómo el corazón se le desgarraba por dentro. No le hubiera importado en ese momento marcharse al otro mundo con ella. Ni siquiera pensar en Josefa y José, su hijo, hubiera podido borrarle esa idea. No podía creer que esta desgracia hubiera ocurrido. Se sentía vacío, incrédulo, anonadado y casi muerto realmente de amor por ella. Perdía lo más bonito de su vida, de esta forma imprevista, inmerecida y sorprendente. El intenso olor a incienso y cera, procedente de las decenas de cirios encendidos que se habían instalado en el cuarto, embriagaba de una forma insoportable porque remarcaba el carácter fúnebre del acontecimiento.

Sobrepasado por ese intenso dolor en el alma, Francisco fue capaz, pese a todo, de fijarse en el cuerpo y el semblante de María con todo detalle. No quería olvidar su imagen. Juró para sus adentros que tendría el rostro de su amada en la mente hasta el fin de sus días. La iba a amar con igual intensidad viva que muerta. Su unión ante el altar mayor de El Escorial sería eterna. Recordaba, tragándose las lágrimas, aquella emocionada ceremonia, cuando de repente, saltó a su vista un extraño pormenor. Aunque la condesa tenía las manos cruzadas sobre su pecho, pudo ver que tenía las yemas de los dedos de un raro color amarillento. Salió de la habitación y fue a buscar a Teresa, que a ratos se retiraba a su alcoba, junto a la cocina, para dar rienda suelta a su llanto.

—Teresa, siento y comparto tu dolor. Ya lo sabes… —le dijo Francisco, al encontrarla sentada sobre la cama.

Pidió permiso para sentarse también sobre el colchón de la doncella, y allí, completamente abatido, lejos de otras miradas indiscretas, dejó escapar las lágrimas por María.

—¿Qué voy a hacer sin ella, Francisco? Mi vida ya no tiene sentido —sollozaba también la criada—. Sé que tú la amabas, lo sé; pero nadie la ha querido y cuidado tanto como yo en todos estos años. ¿Y cómo puede haber ocurrido esto?

—Precisamente de eso quería hablarte —fue capaz de decir Francisco, secándose con un pañuelo los ojos—. Enjuágate tú también las lágrimas y contéstame a lo que te pregunte. Es importante.

—Dime… ¿qué puedo saber yo de esto?

—Si fuiste tú quien la encontró, recordarás… ¿qué tenía entre las manos la condesa? —preguntó Francisco, tratando de darle una explicación a la apariencia amarillenta de sus dedos.

—Tenía un libro sobre el regazo y otros tantos abiertos encima de la mesa. Había estado toda la tarde estudiando, como solía hacer ella, ya sabes… —comenzó a recordar Teresa, mientras se sorbía la nariz y se limpiaba los ojos con un pañuelo—. Antes de eso también había pasado un rato en su laboratorio… Por cierto, ¿qué debo hacer con eso?

—Nada. De momento debes mantener el laboratorio cerrado y en secreto. Pero dime, ¿viste qué libro era el que tenía más cerca de sus manos?

—Bueno, un rato antes entré a llevarle una taza de chocolate y me enseñó uno que acababa de recibir de la imprenta de don Miguel de Goyeneche; seguían enviándoselos puntualmente y ya sabes cómo era ella… le gustaba compartir conmigo muchas cosas —relató Teresa, un tanto asustada y nerviosa, consciente de que ocultaba ciertos detalles que podrían comprometerla.

—Lo sé, Teresa, lo sé. Ahora debes tranquilizarte y ocuparte de sus cosas. Procura que su entierro, en lo que a ti modestamente compete, sea lo más hermoso posible.

—Me ocuparé de ello, Francisco. Después, no sé hacia dónde dirigiré mis pasos…

Other books

One-Off by Lynn Galli
The Hallowed Isle Book Three by Diana L. Paxson
Pennsylvania Omnibus by Michael Bunker
0764213512 (R) by Roseanna M. White
Colm & the Ghost's Revenge by Kieran Mark Crowley