Su plan era osado e inusual, máxime estando presente la marquesa de Aitona, encargada como camarera mayor de la estricta vigilancia de las etiquetas reales. Entre artistas la reina se sentía más ligera de ataduras y se hacía más asequible abordarla, tal como pretendía Francisco. Y tal como imaginaba, lo logró. Saludó con humilde cortesía, hizo una reverencia a la soberana y, ya de pie, esperó a que ella le instara a hablar, apartándose ligeramente de la camarera mayor.
Francisco le relató con sencilla lucidez y emoción su preocupación sobre los acontecimientos ocurridos últimamente, que no sólo le afectaban a él, sino que podían tener mayor trascendencia de la imaginada en la corte. Le confesó sus conjeturas sobre la muerte intencionada de la condesa de Valdeparaíso, que dejaron a doña Bárbara con el semblante demudado. Únicamente a ella se atrevió a mencionarle la implicación de la dama en la investigación alquímica, a sabiendas de que la reina protegería con su silencio el honor de María, a la que tanto afecto había profesado. Le habló de Félix Monsiono y, sobre todo, de Jean Baptiste Platón, de quien tenía serias dudas sobre sus verdaderas intenciones en España. Le rogó que no minusvalorara lo que estaba ocurriendo en las reales fraguas, porque detrás de la aparente insignificancia de un taller donde se trabaja el hierro, podía esconderse una trama de trascendencia política.
—Es necesario purgar esa institución, majestad. Su ambiente corrupto puede afectar, de abajo arriba, hasta las más altas instancias de la corte. Lo primordial es expulsar al maestro Platón, a mi entender, un farsante.
—Me gustaría ayudarte, Barranco. Pero debes ser consciente de la gravedad de tus acusaciones. Lo único que puedo decirte es que si demuestras que lo que dices es verdad, todo se resolverá a tu favor.
Te doy mi palabra —concluyó la reina, dando su mano a besar, en señal de que daba la entrevista por terminada.
Pedro Castro apareció unos días después en la fragua de Francisco.
Estaba dispuesto a seguir ayudando a su amigo y traía noticias frescas que podrían interesarle.
—Vengo de la calle de Postas, ya sabes, donde entregan el correo —le comentó, mientras el cerrajero seguía trajinando con sus herramientas en el banco de trabajo.
—Ya. ¿Alguna carta para ti? —preguntó Francisco, sin prestar mucha atención al comentario.
—Bueno, ya sabes que una vez que retiran la correspondencia oficial, confeccionan una lista con los nombres a quienes van destinadas las restantes cartas. Mi nombre estaba desde ayer en esa lista, y un avispado voluntario ha pretendido traérmela para ganarse alguna monedilla, pero he preferido ir personalmente a buscarla. Es de un comediante que hace tiempo conocí y quiere venir a la corte a trabajar, me pregunta si yo puedo pedir al empresario Luis de Rubielos que le dé un papel en alguna de sus comedias.
—Vaya, qué interesante… —volvió a contestar el cerrajero, sin demostrar en realidad el más mínimo interés por lo que escuchaba.
—Francisco, no mientas. Espabila, que no he venido a contarte eso —dijo Pedro, algo enfadado.
—¿Entonces?
—He visto que en el listado de destinatarios, figura el nombre de Jean Baptiste Platón. Le ha llegado una carta de París. Si te das prisa y actúas antes de que un repartidor le dé aviso, a lo mejor podrás hacerte con ella.
—Magnífica idea, Pedro. Sé quien nos puede ayudar. Vamos, hagámoslo rápido.
Caminaron con rapidez hasta las tapias que cercaban la obra de palacio, que ya comenzaban a ser demolidas por algunas zonas para dejar espacio libre al adecentamiento urbano del entorno. Al llegar a la puerta por la que Francisco solía entrar, se detuvo a saludar al centinela habitual y le ofreció un trato. Debía avisar al oficial Santiago García, en las reales fraguas, y ordenarle que le acompañara, como si hubiera sido llamado por el intendente de la obra, para que pudiera abandonar el taller sin levantar sospechas. Los dos, guardia y oficial de cerrajero, iban a salir beneficiados económicamente del encargo.
Al rato, Santiago García apareció escoltado por el centinela. El oficial se alegraba siempre de volver a encontrarse con su antiguo maestro, que esta vez le encomendaba una misión simple y rápida.
Debía acercarse a la calle de Postas y solicitar al cartero mayor la misiva a nombre de Jean Baptiste Platón, alegando ser su subordinado en la fragua, cosa fácilmente creíble por la simple vista de sus manos todavía ennegrecidas del carbón y el olor a hierro. Iba a llevar además unas monedas, por si hiciera falta persuadir al funcionario de la conveniencia de entregarle esa carta destinada a otro.
El oficial cumplió con su palabra. Una hora más tarde, el papel doblado y lacrado procedente de París se encontraba en manos de Francisco. Se trataba de un papel grueso, de calidad y buen tintado.
Lo abrió y desdobló con ansiedad en la intimidad de su fragua, pero, para su decepción, era imposible de leer, porque venía cifrado. Las cosas se complicaban para Francisco, pero estaba dispuesto esta vez a resolverlas por sí mismo. Entendió que se hacía necesario entrar de alguna forma al real martinete. Aquel taller, en el cual debería estar ejerciendo la labor de dirección que merecía por su categoría profesional, se había convertido para él, exclusivamente, en el lugar que escondía las pruebas para defenestrar a Platón y a Félix Monsiono.
Obsesionado con ello, su mente se dispersaba en el trabajo más de lo necesario. Sólo tenía energía para pensar en la oportunidad de asaltar aquellas fraguas. No tardó mucho en decidirse.
Se tomó la molestia de averiguar los turnos de noche de los centinelas en las tapias de palacio. Esperó a que llegara el día en que tocara vigilancia nocturna al guardia que le apreciaba bien y se dejaba comprar a cambio de favores. Salió de su casa cuando era ya noche cerrada. Josefa quiso averiguar adónde iba a esas horas, pero Francisco le rogó que no pidiera explicaciones; simplemente debía confiar en él y tener la seguridad de que lo que hacía era por el bien de todos. Antes de salir, llenó sus bolsillos con una vela, la carta birlada a Platón y algunas herramientas de cerrajero que podrían serle útiles.
Se presentó ante la puerta del centinela y, según lo acordado, le dejó pasar a cambio de unas monedas. Avanzó rápido, escurriéndose entre los restos de la obra inacabada, hasta llegar a la puerta del real martinete. Por suerte, conocía aquel solar como la palma de su mano y no dio ningún traspié, ni siquiera andando a la luz de las estrellas. Por fortuna también, desde que desapareciera su primer perro guardián, Platón no lo había repuesto, y en la fragua, supuestamente vigilada por los guardias, no dormía ya nadie.
Se acercó con sigilo a una pequeña hoguera que ardía de noche cerca de ese lugar, para que los centinelas tuvieran siempre un fuego disponible, y encendió su vela. Nadie había reparado en él. Regresó a la puerta de la fragua e iluminó la cerradura, dispuesto a emplear en ella sus peculiares ganzúas. Pero su experiencia como cerrajero le sirvió para darse cuenta de que se trataba de una cerradura de alta seguridad, con resortes ocultos que harían saltar una alarma si eran forzados. Platón era listo; confiaba en sus mecanismos de cierre más que en perros y centinelas. Observó bien por el agujero de la bocallave con la iluminación que le permitía la vela. Introdujo una ganzúa de finísimo diámetro y fue tanteando, con extremo cuidado, la forma de los resortes que la cerradura tenía dentro, logrando que ninguno de ellos saltara. Era de esas que al forzarse, hacía sonar unas campanillas. Aunque estaba seguro de poder abrirla con serenidad y tiempo, prefirió no arriesgarse, para que no se le echara encima la madrugada. Admitió que Platón le ganaba esta batalla. Asumió el contratiempo y buscó sobre la marcha una alternativa. Fue tanteando las ventanas del taller que daban a la fachada. Quizás fuera casualidad, pero esa noche una de ellas estaba mal cerrada. La empujó sigilosamente y saltó al interior. Mientras lo hacía, pensaba en la indignidad de un cerrajero teniendo que acceder por una ventana al ser incapaz de forzar una cerradura. «Menos mal que no me ha visto mi hijo», se dijo a sí mismo.
Una vez dentro, se dio prisa en actuar. Buscó ese famoso armario que guardaba las sustancias, según indicaciones del oficial Santiago García. Antes de abrirlo, se percató igualmente de que su cerradura también tenía truco. Se había colocado sobre la bocallave otra chapa adicional con la misma forma, cuya única misión era aprisionar un pelo. De esta forma, si se introducía una llave, la ruptura del cabello actuaría como chivato de haber sido manipulado. Esta vez se encargó de desmontar el ingenio con facilidad; al terminar volvería a colocar el pelo en su sitio.
Los estantes del armario podían asustar a cualquier extraño.
La acumulación de las más variadas sustancias químicas, guardadas en tarros, desprendía un fuerte olor, a veces nauseabundo e insoportable, que hacía muy difícil resistir mucho tiempo ante ellos. Se decidió a buscar rápido. Abrió bote a bote con celeridad, teniendo en mente reconocer ese fuerte aroma a almendras amargas que hacía tan reconocible el cianuro. Ninguno de los examinados parecía contenerlo. Empezaba a aturdirse por la inhalación de tanto efluvio raro, pero no quería desistir. Finalmente, detrás de los botes más grandes, le pareció entrever un pequeño saquito de tela. Logró alcanzarlo con la punta de los dedos. Al abrirlo, ese olor a almendra amarga que buscaba le inundó la nariz, haciéndole toser y revolviéndole el estómago. La imagen de la condesa de Valdeparaíso en la capilla ardiente le asaltó en ese momento. Sintió ganas de vomitar, pero logró contenerse, tapándose la boca con la mano. La providencia quiso que no hubiera tocado el mortal cianuro, pero Francisco había sido imprudente, y sus manos estaban impregnadas de restos de las otras sustancias. El malestar físico no le impidió, sin embargo, tomar una muestra del cianuro en su propio pañuelo, que guardó en el bolsillo. Acto seguido, procedió a cerrar el armario, restituyendo con cuidado el mismo delator que antes había desactivado.
Ya tenía la prueba que buscaba de Félix, pero necesitaba encontrar algo más; y ahora tocaba lo que competía al maestro Platón.
A la luz de la única vela, fue recorriendo los espacios del real martinete. Se hacía raro ver toda esa maquinaria en silencio. Echaba de menos el estruendo de esos martillos trabajando al unísono sobre tantos yunques. La añoranza de su antiguo cargo le llenó de tristeza, pero le proporcionó la rabia suficiente para agudizar su inteligencia en este trance. Entró en lo que parecía el despacho de Platón y, provisto de sus ganzúas, abrió a diestro y siniestro, baúles y cajones.
En uno de éstos, por azar, se dio cuenta de la existencia de un doble fondo. Descorrió la plancha de madera que lo ocultaba y allí, justamente allí, encontró lo que buscaba: varias cartas cifradas, atadas con una cinta, y un papel doblado, con las claves para poder leerlas. Sacó la carta dirigida a Platón que llevaba en el bolsillo y se entretuvo en leer cuantas cartas pudo. Con paciencia, fue sustituyendo mentalmente las cifras por las palabras a las que correspondían, según el papel con las contraseñas, hasta ir conformando frases. Estaban escritas en francés, pero después de las muchas horas pasadas en su vida en el estudio del famoso libro de Réaumur, Francisco era capaz de entender por encima su significado.
Así pudo comprobar que se trataba de comunicaciones con los ministros de Francia. Le daban la enhorabuena por sus pesquisas y le animaban a resistir en Madrid, pese a su descontento. Le recordaban que sólo obtendría la suculenta pensión prometida si cumplía con su misión: entretener al gobierno español lo más posible en la falsa creencia de que les aportaría el secreto de la conversión industrial del hierro en acero. Si fuera posible, debía simular que estaba trabajando en ciertas líneas de experimentación en este asunto, con el fin de desviar a los maestros españoles hacia falsos caminos para la obtención del buen acero. Buscaban con ello obstaculizar los progresos industriales de la metalurgia en España; lograr que no se anticipara a Francia y, de paso, tener información de primera mano sobre los adelantos que se produjeran en este campo. Carvajal se había tragado el anzuelo, como también lo estaban haciendo sus leales sucesores, el duque de Huéscar y el conde de Valdeparaíso.
En la carta más reciente, pudo saber que se le daba a Platón permiso para comprar, a cierto maestro español que trabajaba a sus órdenes, una fórmula desconocida del acero que decía poseer con toda seguridad y le había ofrecido. Se mencionaba incluso la existencia de un manuscrito antiguo, perteneciente a una familia ancestral de artífices del metal, que guardaba interesantes secretos. Se le animaba finalmente a acudir al embajador francés en Madrid, cuando tuviera necesidad de recurrir a negociar espionajes y sobornos, como éste, con fuertes sumas de dinero.
Francisco se quedó atónito con lo que leía. Se sentía, a la vez, orgulloso, excitado y angustiado por el descubrimiento. Jean Baptiste Platón era en realidad un espía al servicio de su país y no un proscrito dispuesto a vender su trabajo a otro reino. Traía la misión de arruinar y entorpecer, a la sombra de la Corona española, los avances de la industria del acero, que tanto bien hubieran hecho a su economía y a su ejército, tal como habían pretendido desde hacía décadas Miguel de Goyeneche, el marqués de la Ensenada y, en su modesta aportación, él mismo. ¡Cómo no lo habían descubierto antes!, pensó con exasperación.
Por otro lado, ya tenía también la prueba de que Félix Monsiono estaba en posesión del libro de los Flores. Era primordial recuperarlo, puesto que al parecer ya negociaba su venta a los franceses.
Con tanta información acumulada en su cabeza, y ya casi empezando a clarear, Francisco salió del real martinete, dejándolo todo tal y como se lo había encontrado. Cuando llegó a casa, consumido por el cansancio y el sueño, comenzó a sentir mareos y vómitos.
Alguno de los tóxicos que habían llegado a su boca por descuido comenzaba a hacer efecto. Desde esa noche, sufriría fuertes dolores de hígado con frecuencia, que lo iban a dejar muy debilitado.
No pensaba, sin embargo, desistir de su investigación ni tirar de la manta respecto al asunto de Platón, hasta no resolver lo que más le importaba desde el punto de vista personal: ajustar sus cuentas con Félix Monsiono y rescatar el libro de los Flores, antes de acusarle con pruebas del asesinato de la condesa de Valdeparaíso. Se hizo a sí mismo el juramento de lograrlo.