Con las manos anudadas y esa preciosa llave entremedias, que se convertía en el símbolo de su unión, se miraron primero a los ojos y después fijaron su vista en el altar mayor. Y allí, en silencio, parecieron oficializar su vínculo en secreto, con Carlos V y Felipe II como privilegiados testigos.
—Francisco, pase lo que pase, nuestros corazones nunca se separarán —dijo María, extasiada—. Aunque no podamos estar juntos, ante Dios misericordioso, tú y yo somos uno. Creo que es el destino el que nos une, queramos o no queramos. Somos almas gemelas.
—Así sea —contestó él—. Que Dios nos proteja y me permita cuidaros, aunque sea en espíritu. Juro que jamás olvidaré este momento. El más hermoso de mi vida.
Con las manos aún atadas, permanecieron unos instantes, con la mirada fundida uno en otro.
Mientras esto ocurría, desde una nave lateral de la iglesia donde se admiraban impresionantes obras de arte en las capillas, una dama que acudía a rezar los había observado por detrás de las columnas. Conocía la identidad de ambos y por ello quedó asombrada al ver unida a esa inusual pareja.
Para Jean Baptiste Platón, la muerte repentina de su benefactor, José de Carvajal supuso un duro golpe. Pensó que todos sus planes en España se vendrían abajo y estuvo tentado de poner rumbo a otro país cuanto antes. Los oficiales y aprendices del real martinete estaban hartos de escucharle maldecir su suerte, ya que supuestamente no podía regresar a Francia con su familia y estaba meditando la opción de emigrar otra vez con sus secretos hacia el norte de Europa.
Platón desconocía qué opciones tendría con el nuevo gobierno al mando de Ricardo Wall. Por esa razón, se extrañó al recibir una carta del conde Valdeparaíso, en la que le dirigía palabras de ánimo para proseguir en los cometidos que prometió a Carvajal, tanto en la obra de palacio como en la fabricación de hierro mediante sus ingenios en esas fraguas.
Jamás había intentado ganarse la simpatía de nadie. Platón tenía la rara virtud de provocar siempre animadversión en sus interlocutores. Los más de cien trabajadores de su taller compartían miedo y rechazo hacia el maestro francés, que siempre los había tratado con frío autoritarismo y desconfianza. Todos menos uno: Félix Monsiono, en quien, por su agrio carácter, había encontrado la horma de su zapato.
Incluso con Ensenada en el destierro, muchos servidores de palacio seguían siendo fieles en espíritu a aquel personaje arrollador, que siempre había tenido una palabra ocurrente y amable para todo el que se cruzaba en su camino. Algunos de éstos no descartaban vengar por su cuenta el desahucio del ministro y tratar de borrar a su vez la huella de Carvajal y sus colaboradores. El intendente de la obra de palacio, Baltasar Elgueta, era uno de ellos. Y la ruina de Jean Baptiste Platón, que dependía de él para asuntos de la obra, su principal objetivo. La inquina de Elgueta contra el francés era tan profunda y contagiosa, que comenzó a extenderse a otros profesionales, como el joven arquitecto Ventura Rodríguez, ayudante de Sacchetti, que también parecía empeñado en expulsar al francés y devolver a Francisco Barranco su antiguo cargo.
Cualquier propuesta del cerrajero francés había sido siempre atendida en el despacho del secretario de Estado por la vía reservada.
Sólo Carvajal había consentido sus abusos, que ahora, por obra y gracia de Baltasar Elgueta y Ventura Rodríguez, comenzaban a desvelarse. Una inspección del dinero destinado por Carvajal a la venida de Platón y la construcción del real martinete arrojó la escandalosa cifra de más de dos millones de reales, y la comparativa de su salario le situaba como el maestro mejor pagado después del arquitecto mayor. Elgueta pretendió ponerle en evidencia, discutiendo su excesiva potestad para contratar, despedir y pagar a los oficiales, según su capricho; un privilegio que le había concedido Carvajal, para mayor humillación de los maestros que le habían antecedido en el cargo, Flores y Barranco, a quienes jamás se otorgaron tales prebendas.
Ventura Rodríguez hizo correr el rumor de la mala calidad y previsión de sus trabajos, que siempre ralentizaban la obra.
Platón estaba harto de críticas y maledicencias, pero mientras el conde de Valdeparaíso le protegiera y mediara para que el rumor de su mala fama no llegara hasta los reyes, no pensaba abandonar su proyecto. Era hombre de carácter duro; estaba seguro de ser el mejor artista del hierro que había pisado España en mucho tiempo y luchaba hasta el final antes de admitir una derrota.
Los paseos por los jardines de El Escorial, envueltos siempre en un intenso aroma a boj recién cortado, eran el principal pasatiempo de la reina y sus damas en esos días. También se había sumado al grupo Antonia de Indaburu, la esposa de Goyeneche. La condesa de Valdeparaíso caminaba cerca de doña Bárbara, pero después de lo vivido en la iglesia, parecía como ausente y mohína. Su unión espiritual con Francisco Barranco le había dejado una profunda huella. Meditaba a la vez sobre la belleza, la emoción, la alegría y la tristeza de ese momento. La soberana se dio cuenta de que María estaba ensimismada en sus preocupaciones y no era capaz de seguir una conversación de cierta altura intelectual. Era su dama favorita y siempre la disculpaba. La animó por ello a abandonar el cortejo y vagar a solas por el jardín, tomándose el espacio y tiempo necesarios para pensar en sus cosas. María lo agradeció y así lo hizo, quedándose rezagada entre los laberintos de parterres. Nada hubiera deseado más que volver a encontrarse con Francisco de inmediato, pero estaba obligada a conformarse con la imposibilidad de hacerlo.
Su rato de voluntaria soledad fue, sin embargo, muy corto.
Al instante apareció Miguel de Goyeneche, que, en vez de unirse a la reina y su esposa, como un caballero galante, avanzó hasta ella, buscando con evidente intención un encuentro a solas con su amante de otro tiempo.
—María, tengo cuestiones importantes que hablar contigo —dijo el financiero.
—Miguel, si te refieres a asuntos personales, hace mucho tiempo que tú y yo no tenemos nada de qué hablar.
—Por suerte o por desgracia, no se trata de eso. Nuestra intimidad podría esperar ante otras cosas trascendentes que voy a pedirte…
—Me extrañaba que esta conversación fuera a ser en balde…
—dijo María, con una sonrisa irónica en sus labios.
—Bien, ya me conoces. Soy hombre de finanzas, práctico y directo —contestó sin rodeos Goyeneche—. Tal como están las cosas en este reino, no hay tiempo para las utopías. Sabes que con la caída de Ensenada y la ruina y embargo del empresario Fernández de Isla, nuestro proyecto de fábrica ha sufrido una merma económica importante.
—Suerte que no han descubierto tu vinculación económica con Zenón. Hubieras corrido su misma suerte.
—Lo sé. Pero el destino ha querido salvarme en esta ocasión.
Ahora debo jugar mis últimas cartas. Tu marido es ministro de Hacienda…
—¿Vas a pretender que él te desvíe fondos de su presupuesto?
Ni lo sueñes. Será más o menos honesto que los demás, pero jamás lo haría por ti. Se te olvida que has sido mi amante y los rumores, incluso tarde, acaban siempre llegando a un marido o una esposa despechada.
—No, no es eso. He alcanzado un acuerdo con el intendente Baltasar Elgueta.
—¿El intendente de la obra de palacio? ¿Para qué?
—Nuestra intención es lograr la expulsión de ese francés, el cerrajero Platón, de las reales fraguas de palacio y situar a Francisco Barranco en su puesto, donde siempre mereció estar.
—Eso es cierto…
—Y no es por mero afecto a Francisco… es porque ansiamos lograr la contrata de hierro para palacio. Es la única forma de obtener dinero suficiente para que este proyecto prospere. Lo conseguiremos ahora asociados con una ferrería, hasta que seamos capaces de producir ese acero industrial, según la fórmula que estamos buscando y seamos capaces de alcanzar entonces monopolios y privilegios de la Corona para mi propia fábrica.
—Y Platón es el principal obstáculo, porque su decisión es primordial para elegir al proveedor, ¿no es así? —afirmó la condesa.
—En efecto. Tu esposo le protege. Ignoro si es por lealtad a la memoria de Carvajal, o por qué ocultos designios. El caso es que debes convencerle para que colabore en el cese del francés y dirija su protección hacia Francisco, además de interceder a favor de la concesión futura de nuestra contrata —propuso con seriedad Goyeneche.
María se quedó pensativa, mientras encaminaba ahora sus pasos decididamente en busca del cortejo real. La idea de su marido como protector de Francisco Barranco le pareció de repente una irónica carambola de la vida. En su interior no sabía si reír o llorar, pero lo que pretendía Goyeneche era un asunto serio.
—No puedo hacerlo —contestó María, segura e intempestiva.
—¿Por qué no? Claro que puedes, María. Es imposible que te niegues.
—No puedo, Miguel, te repito. Las cosas han cambiado mucho para mí en la corte. Mi esposo es ministro y no puedo comprometerle de esa forma. Me expongo a deshonrarle a él ante los reyes, y deshonrarle a él es arruinar a mi familia. Lo siento, pero no me atrevo. No debo. Y Dios sabe que lo haría, aunque sólo fuera por…
—La condesa, que hablaba ya agitada por la presión del financiero, calló de repente al darse cuenta de que sus palabras empezaban a brotar de una manera imprudente.
—¿Por Francisco Barranco…? —sugirió irónicamente el financiero.
—Yo no he dicho eso.
—Pero lo digo yo, que tengo noticias de cierta ceremonia privada que has celebrado con él ante el altar mayor del monasterio. Una extraña boda, ¿podría calificarla así? —dijo ahora en tono amenazante—. Es inútil que lo niegues. Os vio Antonia, mi esposa.
¿Prefieres que sea ése el rumor que sobre ti le llegue al conde? La dama y el artesano. Una historia curiosa, desde luego. Si no me lo juran, jamás lo hubiera creído. ¿Así que es Francisco quien te enamora? Quién lo hubiera imaginado. ¿Es ahora la moda que cualquier cerrajero pueda cortejar hasta la cama a una dama de la reina…?
—¡Basta, Miguel! —gritó María, con el estupor y la rabia reflejada en su cara. No le dolía que la hubieran descubierto en su especial relación con Francisco, sino la forma en que Goyeneche se permitía el lujo de ensuciar con sus palabras esa historia, que ella hubiera querido guardar celosamente, también, como el momento más hermoso de su vida.
—¿No quieres que siga, verdad? ¿Qué crees que opinaría la reina, o tu marido, de este asunto?
—¡Está bien! Tú ganas… —dijo, mirándole a la cara con furia—. Jamás hubiera pensado que tú, Miguel de Goyeneche, fueras capaz de hacerme este daño, como pretendes ahora con tu sucio chantaje.
—María, sigues siendo una ilusa del amor. Lo nuestro es el lejano pasado. Lo siento. Sabes que me he vuelto así de pragmático. Se trata de mis negocios y de esta forma se llevan adelante en la corte.
—Haré lo que me pides y que el resultado caiga sobre tu conciencia… —concluyó María abatida, pero con altivez, sin bajar la mirada al hombre que hacía tiempo creyó que la amaba honestamente y que ahora chantajeaba su dignidad a cambio de intereses económicos.
La condesa de Valdeparaíso esperó a que la corte regresara a Madrid, unas semanas más tarde, para intentar hablar con su esposo, con subterfugios y engaños, sobre lo que le pedía Goyeneche. Durante todo el tiempo restante en El Escorial, apenas había visto a Francisco más que una vez y de lejos. Teresa, su doncella, había llevado recado al cerrajero de que habían sido vistos juntos en la iglesia, y no debía intentar acercarse a ella, por si los tenían vigilados. Prefirió no contarle su conversación con Goyeneche. Aun así, para hacer más soportable la idea del chantaje a que se veía sometida, hizo lo posible por pensar que lo hacía exclusivamente en beneficio de Francisco.
Tal como era de esperar, el conde de Valdeparaíso reaccionó ante las sugerencias de su esposa con escepticismo y rechazo. María le había abordado enfocando la conversación acerca de la mala fama del cerrajero Platón, tras provocar una noche un encuentro amoroso, de esos que ya raramente disfrutaban entre ellos. Entre palabras de falso afecto, intentó sonsacar a su marido sobre las razones de su protección al cerrajero francés, y convencerle al mismo tiempo de las virtudes que tendría colocar a un maestro español, como Barranco, en su puesto. Para ella, no cabía duda de que ese Francisco lo haría mejor y favorecería con mayor honestidad los intereses de la Corona española. Todo intento de convencer al conde resultaba infructuoso.
Se debía a su cargo ministerial y no iba a dejarse influenciar fácilmente por nadie. Y menos teniendo la sospecha velada de que con ello podría beneficiar a un enemigo político.
Mientras tanto, el intendente Baltasar Elgueta continuaba en su estrategia de acoso a Jean Baptiste Platón, cada vez más motivado por las promesas de Miguel de Goyeneche de hacerle partícipe de los beneficios que lograran con la contrata del hierro en palacio. Elgueta logró que se encargara a Antonio Ulloa, científico especialista en metales y antiguo espía industrial de la red de Ensenada, para que pasara a examen la calidad de los hierros que Platón había recomendado para palacio. Su dictamen fue claro: el metal que se servía de Molina de Aragón era «agrio y escorioso».
Ignoraba Platón que el resultado de este examen había sido intencionadamente falseado. Un oficial de la fragua, sobornado a costa de Miguel de Goyeneche, había logrado untar disolución de arsénico en las muestras que iban a analizarse a la mañana siguiente, provocando que el hierro fuera, en efecto, quebradizo y débil.
Goyeneche creyó entonces que su oportunidad de lograr la contrata para una ferrería cántabra, encubridora de su propio negocio, había llegado por fin. Los sólidos intereses ocultos del duque de Huéscar y el conde de Valdeparaíso, sin embargo, hacían imposible que nada cambiara en el entorno de Platón.
Tras los fracasos de sus negociaciones en palacio, el financiero hizo llamar a Francisco Barranco a su casa, con la intención de mantener una conversación en la que ambos analizaran las opciones que les quedaban para hacer viable su común proyecto del hierro.
Aferrado a su lado práctico y su marcada obsesión por los negocios, hasta este momento Goyeneche no había echado en cara al cerrajero lo que sabía de su relación con María Sancho Barona. Creía más sabio presionarla sólo a ella, la más débil y más interesada en ocultar ante la sociedad esta historia, y por lo tanto más propicia a ceder al chantaje. Su larga colaboración con Francisco no iba a verse empeñada por un asunto sentimental. En el fondo, admiraba que el cerrajero, desde su modesta posición, hubiera sido capaz de embaucar a tan preciada dama. Pero esa tarde todo iba a torcerse entre ellos.