El cerrajero del rey (74 page)

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

—Vuestra señoría me ha mandado llamar y supongo que se trata de esta cuestión, pero necesitaría más detalles para saber de qué estamos hablando exactamente —contestó Francisco.

—De la provisión de hierro a las obras de palacio, Francisco, de eso estamos hablando —contestó impaciente el ministro—. Carvajal acaba de aprobar la concesión de ese negocio a un tal Joaquín Benito Sáez, un comerciante de la lonja de Madrid. Jean Baptiste Platón ha elaborado un informe aprobatorio de la calidad del hierro que ofrece y se le ha firmado una contrata en exclusiva, con importante reducción de impuestos y grandes beneficios económicos.

—Conozco a ese tipo. No tiene ninguna vinculación con el mundo del hierro, pero goza de fama como mediador de transacciones dudosas en otros sectores. No me extrañaría que fuera simplemente la cara visible de un amaño más turbio.

—Es exactamente lo que yo creo. Están buscando la forma de acusarme de enriquecimiento ilícito, pero empiezo a pensar que Carvajal, a quien tenía por hombre honesto, así como su camarilla, está cayendo en lo mismo que quieren imputarme. No se dan cuenta de que realmente a quien benefician es a nuestros enemigos internacionales.

—Os referís a Francia e Inglaterra, supongo —dijo Francisco—. Por lo que entiendo, les interesa que el gobierno español malgaste su tiempo en peleas internas y no se ocupe de la política exterior.

—Eso es. Gracias a la diligente gestión de Fernández de Isla en su astillero, nuestra Armada estaría lista bien pronto para proteger la posesión y el comercio de nuestras colonias, lo único que hace grande a España y presentar cara a franceses e ingleses en igualdad de condiciones. Tenía prevista la concesión de esa misma contrata del hierro para Isla; era importante para favorecer sus ferrerías, sus industrias, sus avances pioneros y, en definitiva, el rearme de la Marina —decía enfadado Ensenada—. Pero el cerrajero francés ha venido a culminar el desastre.

—Entonces, es probable que os interese cierta información…

—sugirió Francisco, en tono misterioso.

—Juzgaré el interés cuando lo escuche…

—Han visto a Jean Baptiste Platón entrando de noche por una puerta lateral de la embajada de Francia. Le estaban esperando…

El ministro se alzó de su silla, como empujado por un resorte.

Con las manos cruzadas en la espalda, se giró para observar los jardines del Buen Retiro a través de la ventana. El detalle que acababa de comunicarle Francisco podía ser de vital importancia en determinados enredos políticos. Así permaneció callado y pensativo durante unos segundos, que a Francisco se le hicieron eternos.

—Barranco —dijo Ensenada, volviéndose hacia él con resolución—, te lo encomiendo: vigila los pasos de Platón, averigua qué se trae entre manos y analiza con lo que experimenta en su fragua.

Es una petición que te hago como colaborador, o si lo prefieres, una orden que te doy como ministro. Elige la que te convenga. Sólo te exijo que la cumplas.

—Creo que puedo hacerlo —contestó Francisco meditabundo—, aunque desde luego necesitaré respaldo.

—Cuenta con mi protección, hasta donde alcance a dártela.

Pero será mejor que busques tus propios cómplices, si es que los necesitas. Cuantos menos rastros dejes que te lleven hasta mí, mejor será para tus intereses. No te falta el dinero; adelántalo para los sobornos y yo te reintegraré lo gastado. Basta con que me informes con la máxima discreción de lo que descubras.

—Está bien. Así lo haré, señor ministro.

Sólo había una persona a quien Francisco se atrevía a confiar su misión, con la total seguridad de que nunca traicionaría su secreto: Pedro Castro. Después de tantos años de amistad y confidencias, el cómico era su más sólido apoyo moral. Por otro lado, era indudable que Pedro tenía habilidad y experiencia para sonsacar información de cualquier parte y manejarse en la frontera entre lo legal y lo peligroso. Por ello escuchó con atención sus consejos sobre las acciones que podría emprender en el seguimiento al cerrajero francés. Él mismo le ayudaría a comprobar si las visitas de Platón a la embajada francesa eran frecuentes.

Francisco siempre había tenido a su cargo en las reales fraguas a un oficial de cerrajero, Santiago García, un joven aplicado e inteligente, a quien consideró su principal ayudante y discípulo mientras ejercía como director de estos talleres. Santiago debía su empleo y progresión al maestro Barranco, por quien conservaba su más alta consideración y lealtad, a pesar de trabajar ahora para Jean Baptiste Platón, como muchos otros de estas fraguas. Francisco conocía bien al padre del muchacho, un modesto cerrajero perteneciente al gremio, y le fue fácil localizar su domicilio, en la cava baja de San Francisco, donde abundaban las tiendas de cerrajería. Hasta allí se encaminó una tarde y esperó deambulando por la calle hasta que Santiago regresara del trabajo, ya casi anochecido. El oficial se asombró de encontrar al maestro junto a su casa. A petición de Francisco, se retiraron discretamente a un callejón contiguo y allí le informó de las circunstancias por las cuales requería sus servicios. Necesitaba que el oficial espiara a Platón en su taller, que sustrajera muestras de las sustancias que probablemente añadía al hierro en sus trabajos, que se fijara con atención y disimulo en todos los procedimientos.

Cuanto mayor fuera la precisión en los detalles, mejor sería la recompensa económica que recibiría de Barranco. El joven no dudó en jurar al admirado maestro su total compromiso a hacer con eficacia y discreción lo que le pedía.

De hecho, a las pocas semanas, Santiago García ya se las había ingeniado para salir de las reales fraguas con los bolsillos de su vieja chaquetilla llenos de unos papelitos doblados que contenían muestras de variadas sustancias. Prefería no dar explicaciones a Francisco sobre sus métodos para conseguirlas. Unas veces se las arreglaba para llegar antes que nadie a la fragua; otras para salir más tarde que ninguno y otras para simular quedarse dormido dentro a la hora de la siesta, aprovechando cualquier descuido para acceder al cubículo donde Platón guardaba herramientas de calidad, botes con diversos polvos y sus cosas del oficio. Con suma rapidez tomaba muestras de cuanto podía en esos papelitos doblados, que escondía entre sus ropas.

Era difícil, sin embargo, seguir de cerca los movimientos del maestro francés en la zona del martinete donde trabajaba, ya que con mucha frecuencia lo hacía intencionadamente solo, sin permitir que nadie le observara.

Francisco había acordado con Santiago que cuando tuviera algo que entregarle lo introdujera en un hatillo de tela, y fuera al encuentro casual del pequeño José Barranco, a su salida de las clases de dibujo en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. El niño, que era espabilado y cumplidor con sus responsabilidades, tomaría el hatillo del oficial, sin detenerse siquiera a hablar, y lo llevaría con rapidez a casa a su padre. Francisco era consciente de que estaba implicando a su hijo en un asunto de cierto peligro, pero el niño pasaría totalmente desapercibido en la calle y nadie sospecharía de este intercambio. Al fin y al cabo, parecía la manera de contactar más adecuada para la seguridad de todos.

Algunas de las sustancias así obtenidas por García eran ya conocidas para Francisco: harina de huesos, sal marina, hollín, incluso azufre; nada nuevo, aunque siguiera empeñado en experimentar con sus cantidades y mezclas.

Jean Baptiste Platón se percató una mañana de que alrededor de esos tarros, en los que guardaba sustancias traídas por él desde Francia, había partículas esparcidas de su contenido. Le extrañó mucho. Él era sumamente cuidadoso con estos elementos. Según había aprendido en algún libro de química, ciertas sustancias podían ser peligrosas al mezclarse con otras. Cuando él manipulaba sus botes, cuidaba bien de no dejar caer restos por fuera, y si lo hacía, lo limpiaba después a conciencia. Era evidente que alguien estaba hurgando en sus cosas. No dijo nada dentro del taller; simplemente tomó nota y se mantuvo alerta.

A los pocos días los centinelas encargados de la guardia de palacio entraron por sorpresa en la fragua. Traían permiso de José de Carvajal para revisar, uno a uno, a todo el personal que allí trabajaba.

Los oficiales y aprendices protestaron al unísono. Se sentían ofendidos por la desconfianza y el maltrato. Amenazaron con abandonar conjuntamente la fragua, pero sus quejas fueron del todo inútiles.

El maestro Platón había denunciado varios robos y otros tantos intentos frustrados dentro del propio martinete. Según él, faltaban materiales, herramientas, e incluso algún dibujo de los antepechos de hierro que estaban fabricando para las ventanas de palacio. Constaba en su declaración que alguien había asaltado el taller de noche, entrando por las buhardillas, y había llegado a matar cruelmente al perro guardián del maestro, que dormía habitualmente encerrado en la fragua. Los guardias registraron las ropas de todos los empleados.

Nadie, sin embargo, pudo ser acusado ni detenido por ladrón. La buena fortuna había evitado que Santiago García fuera descubierto.

Ese día no había accedido al cubículo de Platón y tampoco había traído la chaquetilla que solía usar a diario, y que podría estar manchada en el interior de los bolsillos con restos de polvos que lo hubieran delatado. Santiago dio gracias a la providencia por haber escapado de la guardia, pero esa tarde salió de la fragua con la extrañeza y la preocupación reflejada en su cara.

Varios días después Santiago García volvía a la carga con la misión de espionaje encomendada en el real martinete. Pasaba ahora más miedo que nunca, pero necesitaba el dinero que le había prometido el maestro Barranco. Al cruzarse una tarde en la calle con el pequeño José, como hacían habitualmente para la entrega de información y sustancias, el niño le dio recado de que se presentase más tarde en la fragua de su padre. El oficial había respondido a la petición y, en efecto, dos horas después estaba delante de Francisco Barranco.

—Santiago, ¿es cierto todo lo que se cuenta de ese robo en las reales fraguas? —preguntó el maestro al oficial.

Se habían sentado junto a la chimenea del hogar. Josefa había ofrecido al chico un tazón de sabroso caldo, que a esas horas y tras una intensa jornada de trabajo agradeció profundamente.

—Es un asunto muy raro, maestro. Ni mis compañeros de fragua ni yo nos atreveremos a contradecir al maestro Platón, vista la protección que goza de las más altas instancias, pero creo que esa denuncia de robo es falsa. Puede que falte alguna herramienta, incluso el perro guardián ha desaparecido de nuestra vista, pero hay detalles en la declaración que no cuadran.

—¿Y por qué habría de inventarse Platón un robo? ¿Para obligar a que refuercen la seguridad de la fragua? —preguntó extrañado Francisco.

—Puede ser por eso, maestro. Platón ha querido meter miedo a los oficiales que trabajamos con él. Ha sido su forma de avisarnos de que está alerta a cualquier cosa extraña que perciba en su entorno.

El caso es que unos días después de que nos inspeccionaran, puesto que no hay suficiente guardia en la obra de palacio, la vigilancia del taller ha vuelto a relajarse.

—Es necesario mantener las pesquisas en torno a Platón, Santiago. Te ruego que cumplas nuestro trato durante algún tiempo más. Sólo debes extremar el cuidado e intentar no dejar huella de lo que haces.

—Así procuro hacerlo, maestro, se lo juro.

Unas semanas más tarde, después de haber propiciado la entrega de otras pequeñas muestras de sustancias sustraídas en las reales fraguas, el oficial se presentó directamente en casa de Francisco Barranco, saltándose las normas acordadas para sus furtivos encuentros. El maestro tenía también visita de Pedro Castro, que había aparecido para informar del resultado negativo de su seguimiento a Platón, que parecía no haber vuelto a pisar por la embajada francesa. Santiago García venía nervioso y justificó su intempestiva presencia a que esta vez creía haber hallado algo importante.

Relató haber visto a Platón hablando con aire misterioso a un maestro cerrajero español que siempre estaba a su lado; «un tipo tan huraño como el propio francés», comentó con cara de desagrado.

Le pareció escuchar que le explicaba cómo al añadir cierta sustancia blanquecina al hierro candente, su calidad mejoraba notoriamente, al proporcionarle una dureza y temple parecido al de los aceros más puros. No le había visto realizar la acción a la que se refería, pero supo poco después que Platón y el otro maestro español se ausentarían de la fragua durante un rato, y aprovechó raudo para tomar una muestra generosa de ese polvo blanco y maloliente al cual el francés había hecho referencia. Lo traía envuelto en un pañuelo de tela.

—Hagamos el experimento, Francisco —sugirió el cómico—, y sabremos qué es lo que se trae Platón entre manos.

—Está bien, entremos en el taller y veamos qué ocurre.

Así lo hicieron. A la vista de sus acompañantes, Francisco tomó con las tenazas una barra de hierro y lo enterró entre las brasas, atizadas con el fuelle, hasta que se puso al rojo vivo. Lo extrajo después con las tenazas, sujetas en su mano derecha, y con la izquierda espolvoreó sobre la barra un puñado de ese polvo blanco. De inmediato, una fuerte llamarada se alzó de improviso hasta alcanzar a Francisco, que cayó al suelo, tapándose la cara con las manos, aturdido y chamuscado. Santiago pegó un alarido, espantado, creyendo que el maestro se había abrasado el rostro. Pedro le ordenó pedir auxilio a Josefa, que trajinaba en la casa, mientras él mismo inspeccionaba las quemaduras que había sufrido su amigo. Por suerte, eran leves; sólo las pestañas y una de las dos mejillas habían sufrido la quemazón de la llamarada.

Sacaron a Francisco de la fragua y quisieron llevarle en volandas a la cama, hasta que se le pasara el sobresalto. El cerrajero, sin embargo, se empeñó en ir por su propio pie a sentarse en la mesa del comedor. Sentía un doloroso escozor en la mejilla, pero tranquilizó a todos. Estaba bien. No había sido más que un susto. Josefa sacó unos vasos y sirvió a todos un poco de vino. Después se fue a buscar un paño limpio y agua fresca, para limpiar la quemadura y el humo negro pegado a la cara de su marido. No había presenciado el accidente, pero estaba terriblemente inquieta por la herida que había sufrido Francisco. Poco a poco fueron recuperando la calma y comenzaron a analizar lo ocurrido.

—Creo que ha sido culpa mía, maestro. Quizás debería haber esperado a enterarme bien de qué sustancia hablaba el señor Platón.

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