Con enorme vergüenza, la mujer reconoció que Bonavía estaba arruinado. Los pagos de la casa real se habían retrasado tanto, que se encontraba sin dinero para dar de comer a sus hijos. Alguien en la administración de palacio tenía interés en provocarle esta situación de impagos. Había recurrido, como buen italiano, al propio Farinelli, rogándole protección y mediación ante los reyes, pero el cantante andaba ahora henchido de gloria y no había respondido a su petición de auxilio. No querían abusar de las amistades de siempre, como la de Francisco. Y esperando a que la situación se resolviese pronto de algún modo, no les quedaba más remedio que acudir mientras tanto a la caridad del Estado.
—No puedo consentirlo —contestó Francisco—. Vamos a mi casa. Allí podréis comer hasta saciaros. ¿Cómo es posible que Giacomo no me haya confesado la gravedad de su situación?
—El orgullo y la dignidad, Francisco… —musitó cabizbaja la esposa del arquitecto.
—De orgullo y dignidad no se come, así que de momento llenemos el estómago. Luego pensaré qué puedo hacer por mi amigo.
Estoy en deuda con él, y no merece pasar por esto.
Mientras la familia de Bonavía se acomodaba en casa del cerrajero para engullir en un santiamén el sabroso almuerzo que Josefa preparó para todos, Francisco tomó pluma y papel y se dispuso a escribir varias notas. La primera, para el propio Bonavía, regañándole entre líneas por no haberle confesado antes su desesperada situación, y prometiéndole ayuda económica y mediación, desde su modesta condición, en la corte. La segunda iba a dirigirla a la condesa de Valdeparaíso. Estaba seguro de que ella no le fallaría.
Al día siguiente se sirvió de un aprendiz de confianza para hacer llegar su misiva a casa de la condesa. En ella describía con emoción la injusticia de que un genio como Bonavía se viera abocado al desamparo económico, por un oculto afán de venganza contra él, urdido entre sus rivales artísticos. El aprendiz llegó de vuelta con la contestación, acompañada de una bolsita de terciopelo, que contenía una generosa cantidad de dinero. María Sancho Barona adelantaba por su cuenta los suficientes reales para que Bonavía saliera del apuro; prometía, además, hablar a la reina de ello, aunque otra vez se presentaban malos tiempos para las recomendaciones.
Con la llegada del otoño de 1750, doña Bárbara sufrió una fuerte recaída de salud. La muerte de su padre, Juan V de Portugal, la había afectado mucho. El luto decretado por el funesto acontecimiento iba a privar a la corte de óperas y bailes durante seis meses.
La prolongada sequía del verano y el calor agobiante de la capital agravaron los sofocos y el crónico cansancio de la soberana. Fue sangrada varias veces por una fluxión en su dentadura y a las pocas semanas contrajo unas tercianas dobles que la mantuvieron en cama con fiebre durante varios días. La condesa de Valdeparaíso no se apartaba de su lado, colaborando con la marquesa de Aitona, solícita camarera mayor, en la atención a cualquier capricho regio. El proyectado viaje a Zaragoza de los soberanos quedó suspendido, al igual que la subsiguiente visita al convento de Santa Teresa de Ávila, donde Bárbara pensaba hacer votos y rogativas por su propia salud.
El marqués de la Ensenada apareció un día en la antesala de la reina. Venía acompañado por un caballero de rostro arrugado e interesante, enmarcado bajo los rizos de una elegante peluca. La condesa de Valdeparaíso, que se hallaba de guardia en los aposentos, fue quien casualmente les hizo los honores del recibimiento. María se sintió sacudida por intensas emociones. La primera, por la mirada abrasadora del ministro, que parecía a veces empeñado en demostrar en público la complicidad íntima que existía entre ellos. La segunda, al reconocer en el acompañante de Ensenada al erudito Andrés Piquer, médico y académico de la Universidad de Valencia y uno de los más prestigiosos científicos que contaba España en ese momento. Le había sido presentado con anterioridad en una de las tertulias de la «Academia del buen gusto». Ensenada le había convencido, honrándole con el cargo de médico de cámara, para que se instalara definitivamente en Madrid para tratar los males de la pareja real. Fernando VI ofrecía ya síntomas leves de la misma enfermedad mental que había sufrido su padre; mientras que Bárbara, obesa, asmática y cada vez más extrañamente enferma, comenzaba a ser una sombra de la mujer brillante que siempre había sido.
Para entonces, Piquer era ya el autor de célebres volúmenes, como
Lógica moderna,
Física moderna, racional y experimental
y el famoso
Tratado de calenturas.
Aunque sus aportaciones no eran del todo originales, la condesa de Valdeparaíso lo admiraba profundamente desde hacía tiempo. Estaba al tanto de su obra y tenía el privilegio de contar en su nutrida biblioteca con los trabajos de este humanista ecléctico. Los acompañó hasta el dormitorio de la reina, que reposaba sentada en un cómodo sillón, esperando, enfundada en su lujoso
deshabillé
de cama, alguna visita que la distrajera. Aunque Bárbara era cada vez más reacia a los doctores, éste parecía haber llegado en un momento oportuno. A pesar de su malestar, la soberana tenía ganas de conversación y no había perdido su fino sentido del humor. Piquer procedió a reconocerla con su instrumental médico y a hacerle preguntas sobre el carácter de sus dolores. Después, doña Bárbara invitó a todos a sentarse en la antesala y acompañarla en un agradable rato de tertulia, durante el cual no perdió tampoco ocasión para percatarse de la forma en que Ensenada y la condesa de Valdeparaíso se comportaban al estar juntos.
La conversación versó sobre los experimentos científicos que el doctor Piquer había publicado. María le hizo hablar sobre las propiedades curativas del hierro, de las que tantas veces había intentado convencer a la reina, sin lograrlo. Divertido ante los inusuales conocimientos de la dama, Piquer habló de las novedosas «tabletas marciales», unas píldoras fabricadas con limaduras de hierro, canela, azúcar y goma de tragacanto, recomendadas para las mujeres, y del llamado «bálsamo de acero», bueno para la gota y los dolores de articulaciones de los hombres. Entretenidos por las curiosidades de la ciencia, continuaron su charla hablando sobre la piedra imán, cuya principal propiedad era que atraía al hierro y apuntaba hacia los polos, cualidades que habían permitido la invención de la brújula. Terminaron después escuchando a Piquer relatar cómo había intentado probar el origen de los volcanes y los terremotos, enterrando bajo tierra una mezcla de limadura de hierro, azufre y agua, que a las doce horas provocaba temblores y explotaba en forma de llamas.
—¿Y de dónde sacáis inspiración para vuestros estudios?
—preguntó al doctor, con simulada ansiedad, la condesa de Valdeparaíso.
—De todas partes un poco, aunque, en cualquier ciencia y oficio, es básico conocer bien todo lo que ya avanzaron y experimentaron nuestros antecesores. La lectura y el estudio son primordiales. Yo absorbo cuanto está a mi alcance, incluso los libros de alquimia…
—¿También estudiáis alquimia? ¿No tenéis miedo de que os puedan tachar de farsante y curandero? —volvió a preguntar la dama.
—No tengo miedo alguno. Es más, defiendo que cualquier aportación a la ciencia es válida, venga de donde venga, porque toda experiencia suma, tanto si es un éxito como un fracaso. Y no debemos olvidar que la alquimia ha sido y es, aún en nuestros días, la base de muchos conocimientos —explicó Piquer.
—María siempre anda curioseando cosas raras —bromeó la reina acerca de su dama, observando al mismo tiempo la extrañeza con que Ensenada miraba a su amante, buscando una explicación al interés que ésta mostraba por los asuntos que el erudito exponía.
—A veces, querida condesa —prosiguió Piquer—, la alquimia es incluso más apasionante que la propia ciencia. Reconozco que la averiguación de sus recetas secretas y sus símbolos herméticos puede convertirse en una obsesión para cualquiera que se adentra en ello.
—¿Así lo creéis? —preguntó falsamente la condesa, a sabiendas de que ella era un ejemplo vivo de lo que su interlocutor decía.
—Sí. Estoy seguro. Sin ir más lejos, y ahora que he mencionado el azufre, algunas ideas sobre utilidad y su simbolismo desde la remota Antigüedad las aprendí de un viejo tratado de alquimia.
Claro que gran parte del libro era del todo ininteligible e inútil.
—¿Y de qué símbolos se trata, Piquer? —indagó ahora doña Bárbara.
—En este caso se trata de la figura de un león, cuya representación es sinónimo del azufre.
María tomó buena nota de lo que acababa de escuchar. Se acordó de los dibujos del manuscrito de los Flores, pero no terminaba de creer en su suerte.
—¿Habéis dicho que el león es un símbolo alquímico del azufre? —recalcó la condesa.
—Sí. Eso he dicho. ¿Tenéis alguna teoría que rebatirme?
—contestó el médico.
—No, por Dios, perdonadme. Es simplemente que no lo había entendido bien y me gusta sacar las nociones claras de estas interesantes intervenciones —explicó María, nerviosa ya por terminar la charla y poder marchar a su casa a comprobar lo que creía tener fresco en su memoria.
Al volver a su palacio, sin apenas despojarse de la capa y los guantes, se dirigió rauda al escondite donde tenía guardada la llave de su pequeño laboratorio secreto y corrió hacia éste. Sólo su fiel doncella, Teresa, conocía siempre, y no sin preocupación, cada paso que daba su señora.
En la penumbra del laboratorio, alumbrada por un candil de aceite, sacó el papel donde figuraba copiado aquel dibujo lleno de símbolos referidos al hierro. En efecto, el león era uno de ellos. Ahora estaba segura de que se refería al azufre. Volvió a revisar precipitadamente sus libros de alquimia y allí lo encontró, tras pasar páginas y más páginas. Un viejo volumen, de letra extremadamente menuda, contenía en un apartado la descripción de los símbolos herméticos del león. Entre ellos estaba el del azufre.
El candil iluminó entonces el rostro emocionado y satisfecho de la condesa. Estaba orgullosa de sí misma y segura de haber descifrado un símbolo más.
Pero, ¿y el collar formado por eses entrelazadas que mostraba el león del manuscrito al cuello? ¿Qué significaba aquello? No se quiso dar por rendida y siguió analizando, una vez más, hoja tras hoja en sus libros, durante muchas horas y hasta bien entrada la noche, aprovechando que en esos días su esposo se hallaba ausente. De nuevo, recorriendo la misma senda que el simbolismo del león había abierto a su entendimiento, creyó encontrar algo. La forma de S era la representación básica de la sal común. Así de sencillo. Aunque todo parecía más simple y obvio cuando ya había sido capaz de desvelar su secreto. Era evidente, en fin, que la fórmula del manuscrito quería llamar la atención sobre la importancia del azufre y la sal en aquel asunto del hierro, en el cual también intervenían el carbón, el silicio y el manganeso. Para ella, era todavía difícil de explicar, sin embargo, la relación de unos elementos con otros. Le daría a Francisco —siempre Francisco—, en cuanto pudiera, la noticia de este nuevo logro y trataría de abrirle los ojos, de una manera intuitiva, a otras vías de experimentación en el hierro.
Los peores presagios de Francisco se confirmaron durante el tórrido mes de agosto de 1751.
José de Carvajal vertió todo su favoritismo sobre el cerrajero Jean Baptiste Platón, al cual se concedieron, en cuestión de pocas semanas, todos los privilegios y cargos por los que Barranco llevaba toda una vida luchando. La supuesta aportación de secretos robados a su país, que el francés iba a hacer en beneficio del Estado español, pesó mucho sobre el ánimo del rey, que se dejó convencer por su primer ministro para colmar al artesano extranjero de honores. Jean Baptiste Platón fue nombrado herrero y cerrajero de cámara, además de director de las reales fraguas de palacio, con un extraordinario salario. No se podía cesar a Francisco como cerrajero de confianza en palacio, un puesto vitalicio y bien merecido. De todos modos, fue relegado en todas sus funciones para la obra de palacio. Por otra parte, el francés recibió encendidas alabanzas de Fernando VI por el martinete para trabajar hierros que había construido junto a la nueva residencia regia. De manos del soberano salió el decreto que le concedió la patente exclusiva sobre la invención de su ingenio:
A don José de Carvajal:
Enterado de la útil e ingeniosa máquina que ha inventado y executado en el recinto de mi nuevo real palacio para toda obra de hierro, Juan Bautista Platón, he resuelto hacerle maestro herrero y cerrajero mío para que como tal haga todo lo que se ofrece de hierro en mi nuevo real palacio, usando de la citada máquina y mandando y dirigiendo todos los que trabajen en esta materia y siempre bajo vuestras órdenes. Asimismo le concedo el sueldo de cuarenta y ocho reales cada día por todos los de su vida, y si él faltare, la mitad que son veinticuatro reales cada día a su mujer.
Mando que ninguno pueda hacer esta máquina sin licencia mía dada por medio vuestro, y convenga el mismo artífice, para que con eso pueda lograr alguna gratificación de su invento.
Cuidad de que se disfrute la máquina y habilidad de su autor en beneficio y ornamento de mi nuevo real palacio y que se apliquen los oficiales de estos reinos a perfeccionarse en los adelantamientos, que uno y otro ofreciere, como lo fío de vuestro celo.