—Estoy preocupado por la marcha del gobierno. Siento que hay cosas que se me escapan y que están cambiando muy rápidamente —confesó Ensenada, bajando el tono de voz para asegurarse de que nadie los escuchara.
—¿A qué te refieres?
—Empieza a haber fuerte oposición contra mis planes de rearme de la Marina. Creo que desde Inglaterra, apoyando a algunos leales de Carvajal en Madrid, están jugando bien sus cartas. Ese embajador, sir Benjamin Keene, es extremadamente perspicaz. Me precio de su amistad, pero sé que su principal misión diplomática es defenestrarme y evitar los planes de refuerzo industrial y rearme.
—¿Sospechas de alguien más en concreto?
—Sí. Estoy seguro de que el conde de Valdeparaíso y el duque de Huéscar están haciendo de las suyas. Especialmente Huéscar. No me oculta su inquina, y sé que, como mayordomo mayor del rey, está influyendo sobre don Fernando para poner bajo sospecha mis actividades y decisiones de gobierno.
—No quiero alarmarte, pero me consta que el embajador de España en Londres, ese tal Ricardo Wall, ha venido últimamente a Madrid para visitar al rey. Es un protegido de Carvajal y al parecer don Fernando y doña Bárbara le han hecho muchos honores.
De sobra es conocida la predisposición anglófila de la reina, pero es evidente que Inglaterra está inclinando la balanza a su favor en esta corte —añadió Goyeneche.
—Por supuesto que estoy al tanto de todo lo que cuentas —contestó tajante Ensenada, seguro como estaba de su eficaz red de espionaje.
—¿Y cómo van las cosas con Fernández de Isla? —inquirió Goyeneche.
—Con tu permiso, y después de tu padre, es el mejor empresario que ha dado este país en muchas décadas. La construcción de los navíos crece a una velocidad sorprendente.
—¿Y de sus ferrerías? ¿Algo interesante?
—Voy a intentar influir para que su hierro comience a suministrar las necesidades de la obra de palacio. A cambio de ello, su colaboración con tu proyecto podrá ser interesante. Ya ves que ha sido capaz de innovar con el uso del carbón piedra y lo hará con muchos otros elementos. Todo, claro, si ese extraño francés, Jean Baptiste Platón, no pone impedimentos.
—Los pondrá. Recuerda que viene favorecido y protegido por Carvajal.
—Lo sé. Y por ello es un hombre bajo sospecha… —concluyó el marqués de la Ensenada.
Francisco se había marchado pronto del banquete. Cuando la condesa de Valdeparaíso, que había deseado provocar un breve encuentro con él para adelantarle sus últimos descubrimientos sobre el manuscrito, quiso darse cuenta, ya había desaparecido de entre los invitados. María lo lamentó enormemente. Después de su fría despedida la última vez que se encontraron a solas, en el laboratorio alquímico, le echaba extraordinariamente de menos. Aunque no le había hecho caso, recordaba muchas veces los consejos personales que aquel lejano día Francisco le había proporcionado. Asimismo, le dolía dejar pasar las escasas ocasiones que tenía para seguir avanzando en las ideas que compartían. Puesto que su afición al teatro era de sobra conocida, pensó que nadie vería extraño que departiera durante un rato con el cómico Pedro Castro. Así que le abordó en cuanto pudo y simulando mantener una conversación sobre comedias y comediantes, pidió que la escuchara con atención y tomara buena nota de cierta información que debía transmitir a Francisco Barranco. Confiaba en su amistad y discreción. Pedro juró que así lo haría y puso sus cinco sentidos en retener el mensaje de la enigmática condesa.
Tan pronto amaneció, el cómico estaba ya plantado frente a la puerta del hogar de Francisco. A través de una ventana, Josefa le vio merodeando por la calle y le invitó a pasar. El desayuno estaba a punto en la mesa, y Pedro se sumó al convite. Había dormido poco esa noche, pero tenía el hambre bien despierta. De inmediato dio a entender a su amigo que traía noticias que contarle, y cuando tuvieron el estómago saciado, pasaron a la fragua familiar a charlar, sin que nadie les molestase.
—La condesa te estuvo buscando anoche…
—La vi bien acompañada por su esposo, e incluso algún otro caballero que la rondaba. No creo que necesitara nada de mí.
—Te equivocas. Tenía gran interés en verte. De hecho, me pidió que me entrevistara contigo sin pérdida de tiempo. Tiene urgencia por compartir contigo una serie de descubrimientos, como si tuviera miedo a que pudiera pasarle algo y se quedaran perdidos en el olvido.
—Tú dirás. Soy todo oídos.
Escuchó entonces de Pedro, con máxima atención, la historia de los siguientes símbolos alquímicos del manuscrito que recientemente María había hallado: la figura del león, por el azufre, y del collar de eslabones en forma de S que el animal luce al cuello, por las sales. Como buen cómico, Pedro escenificó bien la forma en que la condesa había llegado a este convencimiento, a través de la conversación con el doctor Piquer y sus posteriores pesquisas en los libros de alquimia. Pero esta vez el asunto no quedaba en la mera comprensión del significado de las figuras.
—Francisco, la condesa cree que a los símbolos del manuscrito les falta explicar la conexión que existe entre ellos, que sin duda será la clave de una posible fórmula. Está segura de que en el libro de donde salió existía una hoja adicional, relacionada con los dibujos, con anotaciones de tiempos, temperaturas, medidas de cantidad y relación de unas sustancias con otras. Y si no figura por escrito, es que esa parte de la información era transmitida de forma oral en el seno de la familia…
—Tiene lógica lo que dice —argumentó el cerrajero—, pero, por desgracia, ni sabemos el paradero del libro, ni tenemos opción a la tradición oral, cuyo rastro parece haberse perdido por sucesivas muertes en las dinastías que poseyeron ese manuscrito…
—Entonces sólo cabe la posibilidad de seguir investigando y esperar un milagro. A veces ocurren casualidades, apariciones fortuitas, quién sabe.
—No creo en los milagros, Pedro. Lo sabes. La condesa está haciendo una excelente contribución. Es una dama extraordinaria desde todo punto de vista. Pero aún se me ocurren nuevas acciones con estos últimos hallazgos.
—Si te sirve de algo, me dijo también que te instara a seguir experimentando con las sustancias, especialmente con las que figuran en el manuscrito. Eso fue todo.
—¿No te dijo nada más? —inquirió Francisco.
—No, no me dijo nada más. Pero si lo que pretendes indagar es si preguntó por ti y tus asuntos personales, de una forma íntima, te digo que no.
—No sonrías por mi pregunta, Pedro. Eres mi amigo y sabes lo que siento y lo que pienso.
—Y precisamente porque te conozco bien y sé lo que piensas respecto a ella, te seguiré insistiendo hasta que me muera que debes olvidarla. No te conduce a nada, Francisco.
—Antes muerto que olvidarla, Pedro. Sólo el fin de mi vida podrá hacer que deje de pensar en ella. Desde que la conocí, es lo más hermoso que he tenido siempre en mis pensamientos.
—Tiene mérito lo tuyo. Debe de ser lo que llaman el verdadero amor, el que nada espera de la persona amada, más que verla feliz. En el fondo, tendré que acabar envidiándote por ello. Me las doy de listo, pero tú conocerás algo de la vida, ese sentimiento tan profundo, que quizás yo no llegue a experimentar.
—Gracias, Pedro. Eres un buen amigo.
—¿Quieres que le lleve algún recado de vuelta? Me está divirtiendo este papel de celestino de la ciencia…
—Tú y tus bromas… Descuida, buscaré la manera de hacer llegar personalmente mis noticias a la condesa, cuando sea necesario —concluyó el cerrajero, que ya estaba inquieto por poner en práctica la sucesión de ideas que tras esta conversación se le estaban ocurriendo.
Tras despedir a Pedro, volvió de inmediato a sus anotaciones, realizadas en tantas horas de lectura y estudio, sobre el libro de Réaumur. Tal como recordaba, el francés mencionaba precisamente azufres y sales como las dos sustancias presentes en el acero, cuyo exceso era la causa de que éste se volviera malo y quebradizo. Y para reducir su proporción, el francés remitía al uso de polvo de carbón y de hueso calcinado, cuyos símbolos ya habían determinado como el árbol con el dragón y la calavera, en el manuscrito. Las piezas empezaban a encajar poco a poco, pero la condesa tenía razón. Faltaba atar cabos con los detalles de uso y conexión entre las sustancias.
Durante los siguientes días se atrevió a probar en pequeña escala con la mezcla de hierro en fundición con manganesos, silicios y azufres, tal como suponían figuraba en el viejo libro de los Flores.
Todo resultaba infructuoso. Sin tiempos, temperaturas ni medidas se hacía de momento imposible.
Una esperada noticia alegró a la familia Barranco. A sus nueve años, el pequeño José Barranco y Flores, y gracias a la saneada economía y condición de examinador perpetuo del gremio que gozaba su padre, fue aprobado como maestro cerrajero. Sólo le bastó contestar algunas preguntas referentes al oficio, que tenía bien sabidas. La perversión de entregar a un niño un título de maestría que a otros costaba toda una vida era un privilegio únicamente al alcance de maestros influyentes, como el propio Francisco. Se suponía que el chico tendría asegurada después una buena formación junto a su padre. Y el hecho de concederle este título no era sino una forma curiosa de favorecer otra aspiración aún más alta. Porque de acuerdo a lo que Miguel de Goyeneche había prometido, el niño fue también admitido para matricularse en la escuela de dibujo de la Real Academia de Bellas Artes. Giacomo Bonavía, que al fin pudo dejar atrás el mal trago de su ruina económica, había sido nombrado director del ramo de arquitectura en esta institución. Su mediación paralela para que el hijo de Barranco fuera aceptado fue la manera que encontró de agradecer al cerrajero su apoyo, en momentos del reciente pasado, especialmente duros para su familia.
Se estrenaba en el escenario de los Caños del Peral una obra de teatro novedosa, a medio camino entre la comedia y la ópera. Pedro Castro había animado a Francisco a acudir. Pensaba facilitarle la entrada gratuita al recinto, siempre ocupado al completo por el público cortesano. El cerrajero acudió puntual a la cita con su amigo, con tiempo suficiente para ver cómo se ultimaban, poco antes de dejar pasar a los espectadores, las tramoyas del escenario. Entre órdenes de última hora, Pedro se acercaba de cuando en cuando a conversar con Francisco, apartado a un lado de la sala.
—No quiero asustarte, pero creo que esta vez te ha surgido un competidor bien fuerte en tus aspiraciones —le dijo de pasada Pedro.
—¿Te refieres al francés, acaso?
—A ese mismo. Jean Baptiste Platón. Se codea con lo mejorcito de la corte. Le reciben hasta los embajadores, cosa que tú aún no has conseguido…
—¿De qué estás hablando? ¿Qué embajadores? —preguntó muy extrañado Francisco.
—Lo imaginaba… Creo que tengo, una vez más, información que puede interesarte…
—Pedro, de verdad, no sé cómo haces para estar siempre al tanto de cosas.
—Escucha. Anoche, cuando regresaba a casa después de cerrar el teatro, me topé por casualidad con ese individuo, Platón, andando solo por la calle. Le he visto salir otras veces por las puertas de la tapia de palacio y sé quién es. Su aspecto es inconfundible…
—¿Y…? —indagó con extrema curiosidad el cerrajero.
—Dado que no se había percatado de mi presencia, decidí seguirle un rato. Entró en la casa que ocupa el embajador de Francia.
No lo hizo por la puerta principal, sino por la de servicio. Le estaban esperando, para que no se entretuviera en llamar en la calle.
—¿Estás seguro de que era él?
—Que me parta un rayo si me equivoco —afirmó el cómico—.
No sé si tiene importancia, pero su comportamiento me pareció extraño y por eso te lo cuento.
—La tiene, Pedro. Te aseguro que la tiene, y mucha…
Según Francisco tenía entendido, Jean Baptiste Platón era un supuesto renegado de Francia. Bajo esa condición primordial había entrado a servir al rey de España, favorecido por salarios, privilegios y honores, a cambio de conocimiento y secretos de manufacturas.
La visita a la residencia del duque de Duras, embajador de su país, aprovechando la oscuridad de la noche, ponía en duda su versión.
Y si Platón escondía una verdad diferente a la que había contado al ministro Carvajal, responsable de su contratación, ante Francisco aparecía ahora la posibilidad de desenmascararle.
Fue avisado para que se presentara con urgencia en el despacho del ministro. Era evidente, pensó Francisco mientras se encaminaba hacia el encuentro con el marqués de la Ensenada, que algo relativo a su oficio no marchaba bien. La habitual simpatía de don Zenón empezaba últimamente a brillar por su ausencia. La seriedad de su rostro denotaba según los días una profunda preocupación, tanto por los asuntos de gobierno como por su propia situación personal. Se presagiaban luchas internas y complots entre camarillas. Nadie parecía estar a salvo en su puesto.
Junto al ministro, Francisco sentía siempre la necesidad de permanecer constantemente alerta. A su lado todo era intenso y enérgico. Era imposible no sentirse inmerso en la vorágine de las intrigas de la corte.
—Tal como me temía, Carvajal se ha salido con la suya en este asunto del hierro. Ese francés, Platón, está sirviendo de maravilla a sus fines. No sé qué ocultos intereses tiene en ello, aunque creo que el primero y primordial es favorecer mi ruina política. Y para eso cualquier medio y situación les parece válido —arguyó Ensenada, con la tensión marcada en el rostro, según Francisco tomaba asiento al otro lado de la mesa de trabajo.