A lo mejor no era lo que yo pensaba —se excusó compungido el oficial.
—No, Santiago, el error ha sido mío. Debí comprobar antes el carácter de esos polvos. A fuerza de experimentar, he adquirido un conocimiento químico básico. Creo que eso que has traído es fósforo, un elemento descubierto por alquimistas, que se encuentra como impureza en el acero, y que resulta incompatible con el fuego. De ahí la llamarada que ha estado a punto de abrasarme —explicó Francisco—. Con las ansias de descubrir algo nuevo, me he precipitado.
Debí haber pensado esto mismo antes.
Pedro estaba pensativo, dando pasos sobre sí mismo alrededor de la estancia y escuchando las palabras de uno y otro. Parecía haber llegado a una conclusión sobre lo que estaba pasando.
—Santiago, ¿puedo preguntarte algunos detalles? —dijo el cómico.
—Claro, señor.
—¿De dónde cogiste esos polvos? ¿Los tenía escondidos Platón en alguna parte?
—No, señor. La verdad es que esta vez pude tomar la muestra con cierta facilidad, porque el maestro la había dejado sobre un banco de trabajo que tiene para su uso exclusivo.
—Es evidente… —dijo Pedro.
—Evidente… ¿el qué, Pedro? ¿De qué hablas? Explícate —le instó impaciente Francisco.
—Antes de que apareciera esta tarde Santiago me contaste lo de los falsos robos denunciados por Platón; y ahora se deja casualmente una sustancia altamente peligrosa a la vista, puesta a propósito para que alguien se la lleve…
—¿Crees que todo es intencionado? —preguntó el cerrajero.
—Desde luego. Estoy seguro de que lo que ha ocurrido hoy no es una casual fatalidad. Es una trampa. Creo que Platón sabe que uno de sus trabajadores le está espiando. Es listo. Probablemente conozca hasta la identidad del espía y para quién lo hace. Es decir, que ha hecho que muerdas su anzuelo y ha procurado, incluso, hacerte daño. Podrías haberte quemado de veras, o haber incendiado tu casa con el experimento.
—Es decir, que me está entreteniendo y haciendo perder el tiempo en pistas falsas sobre los experimentos que realiza con el hierro —comentó desilusionado Francisco.
—Eso creo —sentenció Pedro.
—¿Y la conversación con el maestro español al cual explicaba el uso de esa sustancia? —preguntó intrigado el oficial.
—Seguro que es su cómplice. Simularon, a sabiendas de que lo oirías. Pensándolo bien, creo que buscaban comprobar que eres tú quien está sustrayendo las muestras. ¿Te conoce ese maestro español? ¿Sabe de tu antigua relación con Barranco?
—No estoy seguro, señor. Podría ser… Realmente no sé quién es.
Tanto Francisco como Pedro Castro concluyeron que el asunto se estaba volviendo peligroso. Iba a ser necesario, a partir de ahora, extremar la cautela y la vigilancia sobre su entorno y sobre ellos mismos.
Por suerte para Francisco, el ambiente de efervescencia creativa de la corte se mantenía, a pesar de las intrigas cortesanas, muy vivo.
Y él había sabido conservar y seguir consolidando su prestigio como artista del hierro. De la noche a la mañana, y para compensarle de tantos sinsabores, le llegó un interesante encargo con el cual ya no contaba. Fernando VI había aprobado la ejecución de una monumental puerta que abriera paso desde Madrid al cercano real sitio de El Pardo. Un ingeniero francés, de apellido Nangle, sería el encargado de su construcción, y al afamado escultor Olivieri, autor de la ingente obra de escultura en las fachadas del palacio real, le correspondería elaborar su bella decoración externa. Lo más importante para Francisco era que él iba a ser el encargado de confeccionar una hermosa reja a modo de puerta. Y fue tanto el afán artístico que volcó en esa pieza, que tuvo el honor de que el conjunto se conociera a partir de entonces por la obra debida a Francisco, es decir como «Puerta de Hierro». El rey alababa la pieza cada vez que atravesaba por aquel lugar en carroza para ir a sus jornadas de caza en El Pardo, y con tal nombre se acabó designando el entorno.
Este trabajo le había hecho olvidar con rapidez las heridas sufridas durante el fatal experimento del fósforo. Con el fin de elaborar con perfección y urgencia el encargo, había preferido encerrarse en una de las fraguas de su propiedad que tenía en alquiler en la casa que heredó de Sebastián de Flores. Sin interrupciones ni visitas, había permanecido allí enclaustrado, hasta que no se curara la quemadura sufrida en su cara. Si es que alguien le vigilaba, cosa posible a estas alturas, no quería dar muestras evidentes de haber caído en la trampa tendida por Platón.
Un buen día, al término de su jornada, caminaba Francisco hacia su hogar desde la calle de Segovia, donde se hallaban enclavadas las antiguas fraguas de Sebastián de Flores, cuando vio descender de una carroza a la cantante Joyela. La diva regresaba a su casa de un banquete ofrecido por sir Benjamin Keene, en temprano horario inglés, en la embajada de Inglaterra. Se alegró de encontrarse con Francisco, puesto que a pesar de ser vecinos, no era tan frecuente que ellos coincidieran en la calle.
—Querido Barranco, creo que ha sido Dios quien te ha puesto en mi camino —dijo pomposa la cantante—. Esta noche me acordé de ti en la embajada inglesa.
—¿De mí, Joyela? —contestó asombrado el cerrajero, al tiempo que la saludaba con galante cortesía y afecto.
—Pues sí, de ti. Pensaba habértelo contado más adelante, pero lo haré aquí mismo, si me concedes un instante.
—Por supuesto. Voy para casa, pero puedo detenerme lo que haga falta.
—Escucha. Asistí a cenar a la residencia de sir Benjamin Keene, porque tiene intención de conseguirme un contrato para ir a cantar a Londres.
—Mi más sincera enhorabuena… —interrumpió Francisco.
—Gracias, pero no es eso lo que quería contarte. Soy curiosa por naturaleza y estuve indagando por los salones y pasillos interiores de la casa, un poco más allá de donde los invitados podían acceder. Pude ver en un despacho, con la puerta entreabierta, cómo hablaban dos hombres; uno parecía secretario de embajada, el otro con peor pinta. Agitaba las manos, tratando de explicar algo y me fijé en que llevaba la derecha enguantada y le faltaba un dedo.
—Dios mío… Félix Monsiono —musitó Francisco, espantando.
—No sé quién diablos es ése, pero quiero advertirte de que les oí claramente pronunciar tu nombre, Francisco Barranco. Y cuando a uno lo mencionan sin estar presente, sólo caben dos alternativas: halagos o envidias. Me temo lo segundo. Puede que te estén vigilando.
Agradeció la información a su ilustre vecina y marchó raudo a su casa. Según abrió la puerta encontró a Josefa y a su hijo sentados para la cena. No se molestó en ocultar su rabia y preocupación.
—Escuchadme, Félix Monsiono está de vuelta en Madrid. Espero lo peor de él. Por lo que empiezo a saber, estoy seguro de que ha venido a vengarse de mí y va a procurar hacerme el mayor daño posible.
Josefa sintió entonces el peso de la mala conciencia. Quedó demudada ante lo que oía y tuvo que confesar lo que hacía algún tiempo venía escondiendo. Se levantó de la mesa y se acercó a Francisco con gesto de solicitar su comprensión a lo que iba a relatar. Ella ya tenía conocimiento de que Félix y Manuela habían regresado. Su hermana se había presentado en su casa, rogando perdón y pidiéndole consuelo y cariño. No había podido negarse. La quería por ser su hermana, no podía evitarlo, a pesar de su mal comportamiento en el pasado. Manuela le contó que Félix había cambiado y estaba buscando un trabajo decente para salir adelante e instalarse de nuevo en la villa y corte.
Josefa la creyó de buena fe, ignorando que su hermana le estaba mintiendo, puesto que le ocultaba que Félix ya era maestro de cerrajero y había entrado a trabajar en las reales fraguas de palacio.
—¿Cuántas veces ha venido tu hermana a esta casa? —preguntó Francisco indignado.
—No las he contado; varias a lo largo de las últimas semanas.
—¿Ha venido Félix con ella? ¿Ha pisado esta casa? —volvió a preguntar Francisco, fuera de sus casillas.
Josefa se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar, mientras se derrumbada sobre un taburete. Confesó entonces que durante los días que él había estado ausente, encerrado en aquella otra fragua, Félix se había presentado de improviso acompañando a Manuela y a su hijo adolescente. Cuando se quiso dar cuenta, lo tenía metido dentro de casa. No se atrevió a echarlo. Después de tantos años, aún la intimidaba. En un momento dado, Josefa acompañó a su hermana a las habitaciones del piso superior, en donde aún permanecían algunos enseres pertenecientes al fallecido José de Flores; quería enseñárselos a su hijo. Josefa no sabría decir qué había hecho Félix durante ese tiempo que lo perdió de vista.
Francisco se temió lo peor y se dirigió rápido hacia la fragua.
En efecto, encontró allí huellas de pisadas que no eran suyas, puesto que llevaba un tiempo sin trabajar en ella. Alguien había estado merodeando en el taller, y a estas alturas parecía obvio que había sido Félix. Se dio cuenta de que había hurgado en sus papeles, anotaciones y cuentas, que estaban en diferente orden a como él siempre solía guardarlos. Por supuesto, también había abierto el armario en el cual Francisco guardaba las sustancias destinadas a sus experimentos y parecía haber inspeccionado concienzudamente los hornos recientemente construidos para ese fin, puesto que las pisadas se cruzaban y entretenían en ese punto. La conclusión era clara: Félix le estaba espiando.
Francisco no tardó en comprobar en los días siguientes que Félix Monsiono estaba al servicio de Jean Baptiste Platón en las reales fraguas de palacio. Pero su presencia en la embajada de Inglaterra le tenía desconcertado. ¿Actuaba como confidente de los ingleses por mandato de Platón o por cuenta propia? Pensaba Francisco que Félix sería muy capaz de aceptar sobornos de unos y otros, y estar pasando información cruzada, sin lealtad más que a sí mismo, con el mero afán de ganar dinero y hacer daño cuando se presentara la ocasión propicia.
Una gran noticia llegó entonces a la corte. Los cuatro primeros navíos construidos por Fernández de Isla en su astillero de Guarnizo habían sido ya botados al agua. El ingeniero Jorge Juan, hombre de confianza del marqués de la Ensenada, se había desplazado hasta allí para examinarlos exhaustivamente. Su conclusión era determinante: estos navíos eran los mejores que jamás había tenido la Armada.
La calidad de su ejecución y de sus materiales eran superiores a los de cualquier otro barco salido de los astilleros estatales. Todas las condiciones estipuladas en la contrata con el empresario habían sido puntualmente cumplidas con diligencia y ahorro de dinero para el Estado.
Aunque Ensenada tenía intención de mantener los planes de rearme en un cierto secretismo, no pudo evitar confesar su satisfacción por estos últimos logros al engreído y vanidoso duque de Duras, embajador de Francia. Y éste, por el mero hecho de vanagloriarse ante su gobierno de las confidencias con que le honraba el ministro español, exageró cuanto pudo en su correspondencia diplomática sobre este asunto. Según las cartas engoladas de Duras, la fuerza de la Armada española era mucho mayor de lo que Ensenada quería confesar, y estaba ya preparándose para provocar un futuro conflicto bélico con Inglaterra, que obligaría a los reyes a decantarse por una fuerte alianza con Francia, tal como era del gusto del propio Ensenada.
Las indiscreciones de Ensenada y Duras iban a costar a los dos muy caras, puesto que la correspondencia diplomática francesa que salía de Madrid estaba siendo, sin duda, interceptada por agentes de Inglaterra.
La reacción a los éxitos de Fernández de Isla y de su protector, Ensenada, en el brillante asunto de la construcción de barcos y el aumento de la producción de hierro en las ferrerías de Cantabria se dejó sentir de nuevo en Madrid, en forma de luchas ocultas de poderes e intrigas entre camarillas.
Zenón de Somodevilla aún confiaba en lograr para Fernández de Isla, su protegido, la necesaria contrata para suministrar de hierro a la obra de palacio, potenciando ante los reyes las alabanzas al empresario cántabro y criticando, por el contrario, la nefasta actitud de Jean Baptiste Platón en su cargo, así como la sospechosa protección que Carvajal le brindaba. Pero los intentos de Ensenada en este sentido no hicieron sino desatar una incruenta guerra entre los partidarios del ministro y los del secretario de Estado. Si Carvajal atacaba, concediendo a Francisco de Mendinueta —empresario y competidor de los Goyeneche en el proyecto de la fábrica de acero— permiso para hacer sus ensayos en el martinete construido por Platón en palacio, los leales a Ensenada contraatacaban, provocando roturas en las tuberías de plomo que conducían el agua hasta dicho martinete, que quedaba paralizado y sin trabajo durante varios días.
El ambiente de rivalidades, llevadas ya a todos los ámbitos de la corte, ante la ignorancia de los pacíficos y refinados monarcas, Bárbara y Fernando, se hacía cada vez más asfixiante.
Jamás imaginó el duque de Duras que su embajada en España fuera a ser tan compleja. Se había preparado para hablar un mediocre castellano, entender la idiosincrasia de esta corte, negociar sagazmente con los ministros a favor de Francia y halagar a los reyes. Pero su misión diplomática se había convertido en el arte de sobornar y desvelar documentos cifrados. Y tan importante era en Madrid tener espías propios, como protegerse de ser espiado.