—Debo reconocer que esta escalera tiene nobleza y grandiosidad, majestad —dijo sir Benjamin Keene a doña Bárbara.
El embajador británico acompañaba esa mañana a la reina en su paseo por el palacio y los jardines. Keene sentía admiración por la soberana. No le dolían prendas en admitir que si Bárbara no hubiera nacido princesa, hubiera triunfado igualmente en la escala social. Le parecía una mujer inteligente y sabia, cuya conversación resultaba siempre interesante.
—Tienes razón, Keene. Ha sido un acierto ordenar que se terminara. Es obra de Bonavía, como sabrás, y del cerrajero Barranco; dos talentos de los que se siente orgullosa la Corona. Hay quien opina que es incluso demasiado grandiosa para este palacio.
—No les falta razón, aunque soy de los que piensan que la escalera principal es siempre el corazón de un edificio. Sus curvas y sus rectas, su amplitud o su estrechez, su oscuridad o su luz, son los elementos que proporcionan emoción y magia a una casa.
—Te veo muy filosófico, Keene —sentenció entre risas la reina—. Es siempre un placer hablar contigo…
Pasaron entonces a comentar las noticias intranscendentes de la corte. El rey había salido esa mañana de caza, y había abatido una loba, dos jabalíes y cuatro zorros; la flota de las Indias había arribado a La Coruña con un extraordinario cargamento de millones de reales en especias, principalmente índigo destinado a la exportación, lo cual iba a suponer una magnífica entrada de riqueza para el país en las próximas semanas; la casa de Alba se sentía molesta porque el hermano del duque de Berwick había contraído matrimonio con la viuda de José de Campillo, antiguo ministro de Felipe V, mujer elegante y fina, pero de menor condición social que su futuro esposo. Hablaron del viaje a Zaragoza que la reina pensaba realizar próximamente, si su salud se lo permitía, para postrarse ante la Virgen del Pilar, de la cual era gran devota y, finalmente, de las damas favoritas de Bárbara, de quienes el embajador se preciaba de ser amigo: las duquesas de Solferino, de Béjar, de Sesto, de Medina Sidonia y la condesa de Valdeparaíso.
—¿Puede ser que esa bella condesa, vuestra dama, esté en relaciones con el marqués de la Ensenada? —preguntó Keene con astuta curiosidad.
—Mi querido sir Benjamin, me estás pidiendo una información, que aun en el caso de que la tuviera, jamás haría uso de ella —contestó con elegancia la reina—. María es una mujer encantadora. Ha sido un gran apoyo para mí y la adoro, pero… ¿qué te hace pensar que eso es así?
—Acabáis de decir que no deseabais hablar de ello, majestad…
—Keene, prosigue, te lo ordeno.
—Ya conocéis la facilidad de Ensenada para engatusar a las señoras. No es una novedad que yo os cuento. Y más que engatusarlas, diría… manipularlas. ¿No os preocupa que una de vuestras damas pueda estar pasando información al ministro?
—Sé que María jamás haría eso…
—De todas formas os digo que la condesa está jugando con fuego. ¿No es su marido un hombre de Carvajal? Entonces, ¿cómo es posible que se complique en amoríos con su principal enemigo?
—Carvajal y Ensenada no son enemigos. Son las dos personas más valiosas del reino; se respetan y complementan. Por eso al rey y a mí nos convence, mientras sea viable, este gobierno con dos cabezas.
—Bien, admito que ellos no quieran mostrarse en público como rivales, pero sus camarillas no tienen reparos en hacerlo. Y no olvidemos, majestad, que representan dos tendencias de política internacional opuesta… y de gran trascendencia para Europa —sentenció Keene, cuyo rostro había comenzado a denotar excesiva seriedad para un plácido paseo con la reina. Se percató inmediatamente de ello y decidió relajar el tono—. Insisto, si tanto apreciáis a la condesa de Valdeparaíso, deberíais aconsejarle que tenga cuidado con su actividad entre camarillas.
—De cualquier manera, Keene, ¿cómo puedes asegurar que lo que insinúas sobre María y Ensenada es cierto?
—Majestad, ¿aún no conocéis los entresijos de vuestra corte?
El marqués de la Ensenada había logrado convencer a Fernando VI de las cualidades extraordinarias del brillante empresario cántabro, Juan Fernández de Isla. El ministro andaba desesperado ante la lentitud con que los astilleros estatales llevaban a cabo la construcción de los primeros navíos que inauguraban el programa de refuerzo de la Armada. Decidió por ello proponer al rey traspasar el proyecto a la gestión privada de aquel empresario.
Urgieron a Fernández de Isla a personarse en Madrid, y en presencia de Fernando VI, el marqués de la Ensenada le explicó los graves problemas a los que el país se enfrentaba, a la vista de la amenaza de una guerra. Le confió secretos de Estado y le rogó que se encargara personalmente de levantar en la pequeña localidad cántabra de Guarnizo, donde sólo existía un modestísimo puerto y una playa desierta, un astillero capaz de construir allí para la Marina nada menos que ocho navíos en un plazo de dos años.
Aceptar el proyecto parecía una locura, cuando los propios astilleros del Estado, con todos los materiales necesarios ya provistos y el personal cualificado en marcha, no estaban siendo capaces de llevarlo a cabo. Fernández de Isla tendría que empezar desde cero y exigir a sus colaboradores tremenda energía y excesivo trabajo. Se sintió presionado, pese a ello, por la deferencia y el honor que le hacía el rey al confiar en él. Acabó aceptando. No sabía a ciencia cierta de qué manera iba a organizar la empresa, cuál sería su coste económico y ni siquiera si iba a suponerle la ruina, como alguno de sus socios vaticinaba; confiaba ante todo en su celo y capacidad para los negocios. Fernández de Isla calculó mal, sin embargo, la animadversión que el favoritismo del rey hacia él iba a despertar en los demás astilleros, a quienes de un día para otro se suprimió el trabajo. La envidia por el éxito repentino del empresario se extendió como una gota de aceite. El cuerpo general de la Armada hizo causa común, y tanto desde dentro como fuera del país comenzó a fraguarse contra él una conspiración. Los rumores sobre las interesadas relaciones financieras entre Fernández de Isla y Ensenada emborronaron de malas intenciones el programa de rearme ideado para España.
La realidad fue que con la puesta en marcha del astillero de Guarnizo y la construcción de la flota de guerra, Fernández de Isla revolucionó el mercado del hierro.
El marqués de la Ensenada convocó una reunión en su casa madrileña para brindar con el empresario cántabro por su buena fortuna. Miguel de Goyeneche y Francisco Barranco fueron igualmente invitados a conocer al personaje y compartir con él conocimientos e intenciones. Para el cerrajero, la sabiduría y el empuje de este caballero, de su misma generación, resultaba sorprendente. Fernández de Isla habló con propiedad sobre el enorme proyecto que se traía entre manos y el despliegue de gestión económica que había producido en su entorno. Los cuatro se habían sentado en grandes sillas de brazos, alrededor de la mesita donde reposaban los vasos con el vino de rioja, traído de la tierra natal del marqués de la Ensenada.
Éste pidió a sus invitados que se pusieran cómodos. Estaba cansado tras una agotadora jornada de papeleos de Estado y deseaba disfrutar de una reducida y tranquila tertulia. No hizo falta que Francisco se despojara de la peluca, puesto que en su condición de artesano jamás la había utilizado, pero sí lo hicieron los otros tres caballeros, dejando al aire sus cabezas despejadas.
—Habréis de saber que Juan ha puesto del revés el comercio internacional del hierro —comenzó alabando Ensenada a Fernández de Isla.
—No exageres, Zenón. Me atribuyes más importancia de la que tengo —contestó el empresario cántabro.
—¿Acaso no es revolucionar el mercado del hierro el hecho de lograr la fuerte subida de precios que ha experimentado recientemente? —volvió a insistir Ensenada—. Hacía décadas que el quintal de hierro no costaba tanto. Y ello se debe al aumento de la demanda que tú has propiciado para la urgente construcción de los barcos.
—¿Es verdad que las ferrerías de Cantabria han empezado a desbancar con este asunto a las tradicionales de las Vascongadas?
—inquirió Goyeneche.
—Sí, es cierto. No cabe duda de que hemos necesitado aumentar el número de ferrerías en mi tierra para poder abastecer al astillero. Y no voy a negarlo, muchas son de mi propiedad; algunas de nueva fundación, otras las he adquirido en desuso y las he restaurado con motivo del reciente negocio —explicó Fernández de Isla—.
Tampoco me duelen prendas en reconocer que se ha logrado aumentar en ellas la productividad, gracias a la introducción que hemos hecho del carbón de piedra desde Inglaterra, donde llevan utilizándolo décadas por su falta de bosques.
—Aquí donde lo veis, Juan es todo un pionero de la industria metalúrgica en España —apuntó Ensenada.
—Pero, ¿no es cierto, don Juan, que el carbón de piedra es caro y eleva mucho los costes? —preguntó con interés Francisco—. Entre nosotros no hay tradición de su uso, porque requiere extracción en minería y teniendo carbón vegetal de calidad y en abundancia, no nos resulta rentable…
—Tienes razón, Barranco, su extracción es cara, pero produce temperaturas más elevadas en el horno y por lo tanto es más efectivo. Sin duda, será el futuro de las fundiciones, estoy seguro.
—Tomaremos buena nota —añadió Miguel de Goyeneche.
—Y sin embargo, Juan, estamos recibiendo quejas en el ministerio desde los astilleros de El Ferrol y Cádiz por la mala calidad de los herrajes que salen de tus fraguas para los navíos. Lo achacan precisamente al uso de carbón de piedra, ¿qué dices a eso? —preguntó de nuevo Ensenada.
—Sabes bien, Zenón, que sus razones no son ésas. No saben ya por dónde atacarme y hacer que pierda todos mis contratos con la Corona para proveer de hierro a los arsenales y los astilleros. Sé de buena tinta que los más grandes comerciantes del hierro de Bilbao están deseando defenestrarme. Les pone muy nerviosos mi competencia…
—¿Españoles? —preguntó Goyeneche.
—No, extranjeros. Arturo Lynch y Domingo Kelly, dos irlandeses afincados en Bilbao desde hace décadas. Son los mayores exportadores de hierro de este reino —explicó Fernández de Isla.
—Es una lástima, pero como no hagamos algo, el atraso industrial de este país irá para largo —se quejó Goyeneche.
—Vosotros, los artesanos —dijo Fernández de Isla, dirigiéndose especialmente a Francisco—, debéis promover también grandes cambios. Y gente como tú, que gozas de responsabilidad y liderazgo entre tus compañeros de oficio, debe colaborar con la evolución económica.
—Explícate mejor, Juan. Estoy seguro de que Barranco tomará buena nota —dijo Ensenada.
—La llegada masiva de artífices extranjeros, protegidos por la Corona, será inevitable. De momento, es la única manera de avanzar rápidamente en calidad y conocimientos. Tampoco se podrá evitar que con el aumento de población y demanda comercial surjan cada vez más compañías mercantiles e industrias privadas. Extranjeros e industrias harán una competencia atroz a los gremios locales y no sirve de nada que éstos traten de defender sus tradicionales monopolios.
—Y ante esta situación, ¿cuál es vuestro consejo? —inquirió Francisco.
—En tu caso, adaptarse al nuevo escenario. No trates de defender la exclusividad y los monopolios. Acepta la libre competencia y procura, simplemente, competir con tu calidad y mejores precios.
Así lograrás un mayor enriquecimiento y progreso que el resto de los maestros.
—Isla, eres un utópico… —concluyó Ensenada—. De nada sirve el talento si no va respaldado de una buena estrategia para darlo a conocer al resto del mundo.
—Yo sólo sugiero no perder el tiempo. Creo que es hora ya de poner en marcha determinados proyectos —sentenció Miguel de Goyeneche, cuando la noche empezaba a descender sobre Madrid y el tiempo de las tertulias y las brillantes ideas, por ese día, llegaba a su fin.
La construcción del nuevo palacio real estaba prácticamente acabada, doce años ya después de haberse comenzado. Sólo era necesario seguir ascendiendo los muros hacia los pisos superiores. La gran capilla regia, en el centro de la fachada norte, acababa de iniciarse. Pero a diferencia del palacio de Aranjuez la escalera principal del edificio seguía sin estar resuelta, sometida a intenso debate. La indecisión entre las propuestas de Sacchetti y de Bonavía, en directa competencia, bloqueaba los avances.
La corte, mientras tanto, se preparaba para nuevos fastos. La boda de la infanta María Antonia, hija menor de Isabel de Farnesio y hermanastra de Fernando VI, iba a paralizar momentáneamente la vida política del país, volviendo más festivo y relajado el ambiente cortesano. Hasta Madrid llegaron varias sacas de diamantes, destinados a fabricar las joyas del ajuar que la infanta habría de lucir en la corte de su esposo, Víctor Amadeo III de Saboya. La época de carnaval se sumó a los festejos previstos. Las óperas y los bailes se sucedían a diario en el palacio del Buen Retiro. Con motivo de esta boda hispano-italiana, Farinelli preparó la puesta en escena más impresionante que jamás se había visto en una ópera. La
Armida aplacata,
con música de Mele y libreto de Metastasio fue la elegida para pasar a la historia. Tramoyas dibujadas por los maestros Amiconi y Jolli, llegados a España para pintar en palacio; iluminación con más de dos mil candeleros de diferentes tamaños; orquesta estrenando libreas de escarlata y plata; escenas con paisajes ajardinados y ocho fuentes que vertían verdaderos chorros de agua; final con representación del templo del sol, con globos celestiales de cristal colgando del techo y dos mil estrellas de plata rotando al mismo tiempo. Impresionantes efectos de luz jamás vistos, que causaron tal impacto en los reyes y el público cortesano que valieron a Farinelli la concesión de la cruz de la Orden de Calatrava, que lo consagraba como caballero. Era el reconocimiento máximo que se podía hacer al valor de un artista.
La buena fortuna había endiosado a Farinelli, pero su éxito contrastaba con la lucha que otros muchos artistas y artesanos de su entorno seguían manteniendo por su reconocimiento.
Una mañana de domingo, Francisco, tras dejar atrás la Puerta del Sol, paseaba tranquilamente por la calle de Fuencarral en dirección hacia una zona de huertas donde se acababan los edificios. Mientras caminaba, iba soñando con poder juntar algún día el suficiente capital que le permitiera adquirir casas, como hacían los comerciantes enriquecidos. Se acercó por curiosidad al real hospicio de San Fernando, aquella construcción barroca que ponía fin a la calle, atrayendo hacia las afueras a los pobres míseros que no tenían un trozo de pan que echarse a la boca. Contempló la cola compuesta de las más variopintas personas, cada cual con su desgracia a cuestas, y se acordó de la vez que él mismo había guardado turno en su infancia, en una fila semejante en la que su madre suplicaba trabajo. Francisco se fijó de repente en una mujer decentemente vestida, acompañada de seis niños. Creyó reconocer a la señora y se acercó para comprobar los rasgos de su rostro. En efecto, era quien pensaba: la mujer de Giacomo Bonavía. No recordaba su nombre, pero la había conocido en Aranjuez y sabía bien que se trataba de ella. Se presentó ante el grupo e instó a la esposa de su amigo a contarle el porqué de su presencia en aquella cola para mendigos.