El cerrajero del rey (67 page)

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

A Ensenada, imbuido de modernidad, no se le escapaba ese crucial detalle. Sabía que el control de las gacetas era fundamental para forjar su imagen, ya que cualquier crítica zafia o chisme publicado podía arruinar los méritos de un ministro. Su estrategia de sobornos a editores de periódicos hacía ya tiempo que se había puesto en marcha con éxito. De todas formas, Miguel de Goyeneche no necesitaba ser sobornado para prestar su periódico a la buena imagen de su amigo Zenón de Somodevilla. Estaba de su lado. Y pensaba obtener de él, a cambio, el apoyo necesario para sus renovados proyectos industriales.

Para sorpresa de Francisco, el propio Pedro Castro le confesó que él también había sido captado por las «hechuras de Ensenada» para ponerse al servicio de su causa. Era un actor segundón, pero conocía bien los entresijos del teatro, de los artistas y los escritores.

Y además ahora hacía labores de ayudante y gestor en los montajes teatrales destinados a la corte. Su cometido en el entramado iba a ser el de captar literatos que necesitaran congraciarse con el poder político para sobrevivir. El oficio de las letras no producía sino penuria en las familias de quienes se dedicaban a él, y el estar al servicio de la cultura oficial era para ellos el único medio posible de prosperar.

El poder necesitaba a su vez del compromiso de los intelectuales, porque cualquier sátira escrita por una pluma afilada, en los diálogos de una comedia popular o las frases de un panfleto callejero, podía ser utilizada por el enemigo para derrocar a un ministro. En esta situación, incluso los rumores maliciosos contados boca a boca en los mentideros, las tabernas, los mesones y hasta desde los púlpitos, demostraban el poder de la palabra para construir o destruir la imagen de un gobierno. El soborno, disfrazado de culto mecenazgo, fue así otra arma eficaz de Ensenada. Y el sagaz cómico Pedro Castro, su promotor en los medios y bajos fondos teatrales.

Francisco obtuvo, por decreto real, la confirmación de su cargo de cerrajero de cámara de Fernando VI, con nuevas responsabilidades como veedor y examinador perpetuo del gremio de cerrajeros. Hubo de presentarse ante la sala de alcaldes de casa y corte para que se le tomara juramento. Con su mano derecha colocada sobre una vieja Biblia leyó con solemnidad ante las autoridades el compromiso que rubricaba: «Francisco Barranco, maestro cerrajero y de cámara de su majestad, digo que en atención a mis servicios y demás motivos que se han tenido presentes, se me ha nombrado por uno de los examinadores y veedores que los maestros de cerrajería de esta corte se nombran para visitar sus oficios en la misma conformidad y con las propias facultades y circunstancias que han concedido a mi antecesor, Flores, y a los demás que lo han sido…». El privilegio llevaba anexo, sin embargo, importantes servidumbres.

Al trabajo en palacio se sumaban ahora las funciones de liderazgo y control sobre sus compañeros de oficio. Francisco presidía las reuniones gremiales en el claustro del colegio de Santo Tomás, en las que debatía sólidamente las cuestiones que afectaban a su medio de vida, a sus trabajos. En esas ocasiones se acordaba más que nunca de sus dos grandes maestros, José y Sebastián de Flores, a quienes dedicaba siempre un sentido recuerdo. Se ocupaba igualmente de los exámenes de maestría, de las cuentas y revisión de ordenanzas, no sin muchos sinsabores e incluso enfrentamientos y rencillas con aquellos que le mostraban desacuerdo. Muchas noches en su casa, cuando ya Josefa y el niño se habían dormido, Francisco permanecía un buen rato revisando a la luz de la vela los documentos del gremio.

Quería hacerse respetar y no le dolían prendas en demostrar que era implacable en el cumplimiento de leyes y acuerdos. Por eso, no era raro verle, de vez en vez, asaltando junto a la guardia de Madrid y otros compañeros de oficio los puestos ambulantes que chatarreros y herreros de viejo situaban en la plaza de la Cebada, donde la venta fraudulenta de cerraduras y llaves robadas era asidua en los días de mercado. Provistos de sombreros de ala ancha y largas capas, para infundir autoridad y temor, revisaban los objetos puestos a la venta, incluidos los escondidos tras los mostradores y procedían sin piedad a la detención de los infractores, derribando a patadas sus tenderetes para que sirviera a los demás de escarmiento. Francisco era ya el principal maestro cerrajero de la capital del reino.

Su dirección de las reales fraguas seguía estando cuestionada y sometida, desde las instancias de control de las obras de palacio, a continuas revisiones de cuentas, calidad y rapidez del trabajo. La presión sobre él se hacía incómoda; a veces incluso insoportable. Giacomo Bonavía, con quien seguía compartiendo la estrecha amistad que les había unido desde el principio, le servía a veces de confidente en sus quejas a este respecto. El brillante arquitecto, que residía habitualmente en Aranjuez, se acercaba a la villa y corte cuando los encargos de la casa real y cuestiones burocráticas reclamaban su presencia. Apareció así una mañana, al amanecer, en casa de Francisco, antes de que éste hubiera salido camino de palacio. Había viajado prácticamente de noche. Bonavía estaba preocupado. Su salario y los pagos por las obras realizadas se retrasaban más de lo habitual en los últimos meses. Empezaba a tener problemas para sustentar a su amplia familia, formada ya por su esposa y varios hijos.

—Dado que ponen como excusa mi tardanza en firmar las cuentas en la tesorería de esta corte, he decidido darte plenos poderes para que actúes en mi nombre —explicó Bonavía a Francisco, mientras degustaban el desayuno que Josefa había preparado a ambos al recibir la inesperada visita—. Si no tienes inconveniente, nos acercaremos a casa de un escribano y firmaremos el poder que te otorgo para que cobres mi sueldo.

—Lamento tu situación, Giacomo. Y te agradezco el signo de confianza. Sabes lo mucho que te admiro. Y si necesitas dinero, estaré encantado de prestártelo —dijo con sinceridad Francisco.

—No te preocupes por mí. Si me viera en esa necesidad, te lo pediría.

—¿Cómo ves las novedades de la corte? ¿Notas algún cambio en el ambiente artístico? —preguntó Francisco.

—Desde luego. Este reinado ha cambiado rotundamente. En algunas cosas para bien. Fernando y Bárbara son personas sensibles y refinadas, que sólo quieren lujo y arte en su entorno. Pero en otros aspectos, la política y las camarillas de Carvajal y Ensenada lo han pervertido todo. Es más, pienso que el acoso que se hace a tu gestión en las fraguas no guarda ya relación con el mero enfrentamiento entre clanes artísticos. No te atosigan porque seas mi colaborador y yo sea la competencia del engreído Sacchetti. Esto tiene otro cariz diferente.

—¿A qué te refieres?

—Tú eres la cara visible y modesta de una lucha asociada a la alta política, la economía y al interés que tienen los dos ministros por las manufacturas, y quizás más específicamente, por el negocio del hierro.

—Puede que tengas razón, alguien insiste en querer quitarme de en medio y creo que tiene que ver con mi afinidad a Ensenada, a sus planes de rearme de la flota, a sus ideas para salvar a España del atraso tecnológico y, por qué no admitirlo, a su intención de fomentar el espionaje industrial, al igual que llevan haciendo otras potencias durante muchas décadas.

—Dime con sinceridad, Francisco. ¿Estás tú en esos planes?

—Sospecho que sí, Giacomo. He aceptado subir al barco de Ensenada y tendré que navegar hacia donde me lleve. Todavía estoy a la espera de acontecimientos…

El marqués de la Ensenada acababa de presentar a Fernando VI su plan estratégico de rearme. El documento, redactado de una forma literaria y resumida para no perder la atención del rey, que se aburría ostensiblemente cuando debía leer informes demasiado extensos, era el pistoletazo de salida al ambicioso programa de actividades de este ministro. Ensenada proponía convertir a la Armada española en una de las más fuertes de Europa, en un plazo de sólo ocho años. En ese tiempo, se procedería a la construcción de cuarenta navíos.

Para iniciar el proyecto, era preciso un margen previo de dos años, dedicados al necesario acopio de materiales, dibujo de planos y diseño de los buques, contratación de técnicos y distribución del trabajo en los diferentes astilleros españoles. Al margen de todo ello, Ensenada preveía igualmente un plan oficial de espionaje industrial a costa del Estado. Un plantel bien escogido de ingenieros y técnicos leales a Zenón de Somodevilla estaba listo para viajar en misión secreta hacia Europa, con el fin de visitar fábricas de metalurgia, para tratar de copiar de ellas métodos de fundición y aleaciones del hierro, acero y bronce utilizados en la fabricación de artillería y cañones.

Lo que Ensenada ignoraba es que José de Carvajal iba a tener, por su parte, sus propios planes de espionaje, tendentes a competir y contrarrestar los de su colaborador y competidor en el gobierno. La descoordinación y el torpe embrollo español de acecho a la industria europea iban a ser el escenario perfecto para que Francia e Inglaterra entorpecieran aún más con sus engaños al progreso técnico de España.

La condesa de Valdeparaíso acompañaba una mañana a la reina, en su habitual visita a los conventos de monjas de Madrid, cuando escuchó por casualidad la noticia que otras damas de honor comentaban animadamente en corrillo. Miguel de Goyeneche iba a contraer matrimonio. María se sintió sacudida por la novedad. Le dolía no haberse enterado por propia boca del caballero. A pesar del distanciamiento que dominaba entre ellos desde hacía unos años, antes les había unido una apasionada intimidad, todavía difícil de olvidar.

Muy a su pesar, sintió curiosidad y preguntó por los detalles a las damas. La futura esposa era Antonia de Indaburu, aquella encantadora jovencita que el marqués de Villarías se había encargado de promocionar en la corte. Su acoso a Miguel de Goyeneche había resultado finalmente efectivo. El galante caballero dejaba de ser un codiciado soltero, justo en el momento en que un golpe de trágica fortuna daba a su vida un inesperado giro.

Su hermano mayor, Javier de Goyeneche, marqués de Belzunce, había muerto repentinamente en Nuevo Baztán, a los cincuenta y ocho años, sin dejar descendencia. De esta forma, el ingente mayorazgo heredado de su padre caía ahora íntegramente en manos del siguiente en la línea de sucesión, el propio Miguel de Goyeneche, conde de Saceda. Podría afirmarse que Miguel pasaba a ser uno de los hombres más ricos de la corte. El legado comprendía el lugar de Nuevo Baztán, con todas su fábricas y posesiones; dehesas, olivares y viñas en diversos lugares de Castilla; bienes en Navarra; casas en Zaragoza; propiedades en Pamplona, Guadalajara y otras tantas localidades del entorno de Madrid, aparte de numerosas casas en las calles principales de la villa y corte. Entre los más preciados objetos que ahora le pertenecían figuraba un valioso manuscrito con las cartas originales que la famosa monja sor María Jesús de Ágreda había escrito al rey Felipe IV, adquirido y conservado por los Goyeneche en una urna de cristal expuesta en el palacio de Nuevo Baztán para que pudiera ser venerado.

De todas formas, el mal estado financiero de la mayor parte de sus fábricas hacía que la herencia fuera un regalo envenenado.

Si no actuaba de inmediato, la grave crisis por la que atravesaban le arrastraría inevitablemente a la ruina. Decidió por ello intentar su relanzamiento y recuperar la prosperidad que gozaron décadas atrás, cuando su padre las gestionaba, ayudado por la magnánima protección de Felipe V. De momento, Miguel se veía obligado a seleccionar unas cuantas fábricas, cuya salvación iba a procurar, en detrimento de otras menos rentables. Las de sombreros, paños y papel fueron las más beneficiadas, aunque los negocios comerciales eran ahora más difíciles, puesto que la competencia había aumentando y la economía era más liberal que nunca. Aun así, gracias a su afinidad con el marqués de la Ensenada, Miguel de Goyeneche obtuvo de Fernando VI la ampliación, por otra década, de las franquicias y privilegios económicos concedidos antaño a su padre.

Su espíritu emprendedor era, sobre todo, alentado por el proyecto pendiente de la fabricación industrial de acero. Goyeneche estaba decidido a tomar definitivamente cartas en el asunto, aprovechando que los vientos de la política volvían a soplar a su favor.

Instó a Francisco Barranco a presentarse una tarde en su casa.

Hablaron con sinceridad y extraordinario interés sobre las renovadas posibilidades del proyecto. Goyeneche anunció que estaba dispuesto a adelantar el dinero de su propio capital para iniciar la construcción de la fábrica en terrenos próximos a Nuevo Baztán.

Propuso al cerrajero que se ocupara de proporcionar las directrices necesarias para levantar los hornos de fundición. Francisco aceptó el encargo, con miras a que en un futuro pudiera ser el director de la empresa. Se comprometió a diseñar hornos que sirvieran para poner en práctica por fin la fórmula eficaz de producir el acero que estaban buscando. Pensó determinar la forma y medida de los mismos, analizando en profundidad la descripción de aquellos que habían servido para los experimentos del francés Réaumur. Se acordó, además, de aquellos otros que Sebastián de Flores había construido en su día en la casa de la calle de Segovia que ahora era suya. Se acercó por allí una tarde. Hacía tiempo que no visitaba a los inquilinos a quienes se la tenía arrendada, puesto que pagaban siempre puntualmente. Pidió a los cerrajeros que le dejaran entrar a ver la vieja instalación de hornos que había sido de Flores, pero, para su sorpresa y decepción, ante el desuso de los mismos los habían desmantelado por su cuenta y riesgo. Francisco lamentó entonces el error que había cometido Sebastián de no dejar anotaciones a posterioridad con el resultado de sus experimentos. Ahora él tendría que empezar muchas cosas de nuevo.

Miguel de Goyeneche le animó, por otra parte, con el supuesto beneplácito del marqués de la Ensenada, a que aprovechara para este fin los recursos que el Estado ponía en sus manos. Era absurdo no hacerlo. En caso de conflicto, el ministro trataría de protegerle. Y así, a deshoras y cuando menos oficiales tenía en su entorno, en los modestos hornos que poseían las reales fraguas de la obra de palacio, comenzó a experimentar con las diversas sustancias que podía añadir a la fundición de hierro, así como con el tiempo y las temperaturas del proceso. Probó con las mezclas que proponía Réaumur de carbón vegetal triturado, polvo de hueso, sal marina y ceniza. Pero también se atrevió con otros componentes que había aprendido en los libros, había escuchado mencionar o simplemente intuía por propia experiencia, como el alumbre, el bórax, el cobalto, el cinc y hasta el azufre, que tantos quebraderos de cabeza le había dado en el pasado con su cuñado Félix Monsiono. Don Bartolomé, el boticario de la calle Mayor, que tan bien conocía desde su juventud sus venturas y desventuras, le garantizó el suministro de todas esas sustancias, algunas de ellas de difícil localización en el mercado habitual de una botica.

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