Poco después del cerrajero francés, ponía pie en la capital uno de los más ilustres diplomáticos de la Gran Bretaña, sir Benjamin Keene, tras un largo viaje en barco y carroza. Keene había ocupado este mismo puesto con anterioridad durante el reinado de Felipe V y se encontraba en Madrid como en su propia casa. Galante, inteligente y buen conversador, pronto su residencia se llenó de recados de todas aquellas damas que se preciaban de ser sus amigas y confidentes —la marquesa de Ariza o las duquesas de Béjar, Alba y de Berwick— para venir a visitarle.
Keene tenía prisa en ser recibido por los reyes cuanto antes. Su principal misión era influir sobre ellos para decantar a España hacia la alianza con Inglaterra, al tiempo que vigilar, tomar nota y espiar todas las actividades del gobierno español que tenían que ver con el rearme, progreso industrial y relaciones con Francia. Sin esperar siquiera a la ceremonia oficial de presentación de credenciales, sir Benjamin se las arregló para ser recibido en audiencia por Fernando VI y Bárbara, a los tres días escasos de su llegada. Esa misma tarde ya estaba invitado a asistir a una extraordinaria representación de ópera en el coliseo del Buen Retiro. Farinelli había dispuesto para la ocasión las actuaciones de las divas Joyela, la Peluyera y una milanesa que se estrenaba en este escenario. El embajador británico encontró la corte española muy cambiada, especialmente por el despliegue de lujo que pudo apreciar entre la nobleza asistente al banquete y baile posterior, que se celebró en los salones del palacio. Entre danzas, refinados bufés con exquisitas viandas, aguas de sabores y vinos, la fiesta se alargó esa noche hasta las tres de la madrugada.
La condesa de Valdeparaíso, que también asistió a la ópera y al baile, estaba radiante, ataviada con un bellísimo vestido de brocado y encajes en blanco, a juego con el color de su cabello, recogido en bucles, y con los diamantes que lucía en broches sobre el corpiño y la cabeza. Su figura resultaba siempre llamativa. Pero María estaba más pendiente del resto de los invitados que de ella misma.
Por eso, tras ser presentada a sir Benjamin Keene, no quitó ojo en toda la noche a ese fascinante caballero. Se percató así del interés que Farinelli tenía en agradar al embajador y la buena disposición con que éste tomaba a su vez las atenciones del cantante. Era evidente que por su estrecha intimidad con los reyes, el favorito regio podía ser el más preciado informador en cualquier red de espionaje.
De hecho, en las instrucciones que tanto el embajador francés como el inglés tenían de sus respectivos gobiernos estaba la de comprobar si el ascendiente de Farinelli sobre Fernando y Bárbara era tal como se decía, y en caso de que así fuera, ofrecerle un sustancioso soborno a cambio de información privilegiada. En apariencia, Farinelli era ecuánime y firme en su lealtad a los soberanos, aunque en secreto se dejara tentar por unos y por otros. A decir verdad, ya había rechazado el ofrecimiento de Luis XV de Francia, de pagarle una pensión de diez mil escudos anuales a cambio de revelarle los entresijos de la corte española. El simple hecho de saberse tan valorado entre la diplomacia colmaba la vanidad y el orgullo del
castrato.
Ante los obstáculos que se veían venir para el desarrollo de una fábrica de acero en el entorno más próximo a la corte, el marqués de la Ensenada empezó a contemplar diferentes alternativas. Su proyecto de refuerzo de la Marina y la consiguiente necesidad de una nueva industria metalúrgica que fabricara mejor artillería y cañones eran un objetivo primordial en su política. Se fijó entonces en los informes favorables que apuntaban hacia la gestión de un brillante empresario, al estilo de los Goyeneche. Era éste Juan Fernández de Isla, un hidalgo cántabro, poseedor de un espíritu intelectual inquieto y curioso. No había acudido a escuelas ni universidades para adquirir formación y cultura, pero era una de esas personalidades emergentes, convencidas de la necesidad de crear en España nuevas manufacturas para fomentar el trabajo y la riqueza interior, y poder prescindir de costosas importaciones. Su familia poseía en Cantabria numerosas ferrerías, para las cuales andaba buscando expansión del negocio. De momento, sin embargo, su valía en la gestión de empresas se había hecho patente al obtener la contrata de provisión de toda la madera necesaria para abastecer a los astilleros que iniciaban la construcción de los navíos propuestos por Ensenada, un negocio boyante y bien llevado. La valía de Fernández de Isla llamó la atención del ministro, que inmediatamente pretendió captarle como colaborador fundamental de su programa industrial.
Era el mediodía de una mañana fría y luminosa del invierno madrileño. Las campanas de la iglesia de San Juan tocaban las doce. Francisco había salido al exterior de las reales fraguas a tomar el fresco.
Un revoco de aire le había llenado los ojos de humo, impidiéndole trabajar hasta que se le aclarara la vista. Había decidido tomarse un respiro, mientras sus oficiales se mantenían bajo sus indicaciones en el tajo. Caminando por los extensos terrenos de la obra de palacio, entre muros que se alzaban y montañas de bloques de granito, observó a lo lejos un grupo de cuatro hombres, con planos desplegados entre sus manos, que parecían discutir sobre la construcción de un edificio aledaño. Reconoció entre ellos al intendente de la obra, Baltasar Elgueta, pero ignoraba la identidad de los otros. Avanzó hacia ellos disimuladamente, atraído por la intuición y la curiosidad. Justo en ese momento, Elgueta abandonaba el grupo, como si ya lo tuviera todo hablado. Francisco hizo lo posible por toparse con él, aparentando un encuentro fortuito.
—Buenos días, Barranco. ¡Qué extraño encontrarte en actitud ociosa! ¿No hay suficiente trabajo hoy? —saludó Baltasar Elgueta, que siempre trataba al cerrajero con respeto y consideración.
Francisco le explicó las torpes razones de su casual paseo, aunque de inmediato se atrevió a transmitirle la inquietud que en este momento le quemaba.
—Oye, Elgueta, puedo preguntarte en confianza… ¿Quiénes son esos caballeros con los que hablabas? ¿Se va a levantar otro edificio en esa parte de los desmontes?
—¿No los conoces? —preguntó extrañado el intendente de obras—. Aquel hombre enjuto y moreno es el cerrajero que ha llegado de Francia, Jean Baptiste Platón, un hombre raro, orgulloso y parco en palabras; el que está a su lado es el secretario que el señor Carvajal le ha asignado para traducirle y cuidar de su cómoda instalación en Madrid; y el tercero es el joven arquitecto Ventura Rodríguez, el que toma medidas y dibuja los planos para Sacchetti…
—Ya. Pero no me has contestado a la segunda pregunta…
—interrumpió nervioso Francisco, que temía comprobar cómo su intuición estaba fatalmente en lo cierto.
—Sí. Carvajal ha dado las órdenes pertinentes para iniciar la construcción del real martinete, un edificio espacioso que va a albergar fraguas, grandes hornos y máquinas extraordinarias para labrar el hierro. Al parecer, es todo invención de ese francés, Platón.
—¿Quiere eso decir que van a cerrar las reales fraguas que yo dirijo?
—No puedo asegurártelo, Francisco, porque en realidad desconozco esos planes. Pero sí te diré, por el aprecio que te tengo, que se presumen para ti malos tiempos. Carvajal ha decidido aumentarle el sueldo a Platón, de los doce reales iniciales que tenía acordados, a dieciocho reales por jornada; por encima de tu sueldo. Además, hay órdenes de altas instancias para que se le proteja y proporcione lo que sea necesario para poner en marcha el real martinete. También se le ha dado libertad para que elija el paraje más conveniente a esa construcción y para que aleccione al arquitecto en el diseño de las estancias y la forma en que deben conducirse hasta aquí las aguas necesarias.
—¿Nuevas canalizaciones de agua para la fragua? Sabes que eso es algo que yo reclamé hace tiempo…
—Bien, pues a él se lo han concedido. Se construirá un gran estanque, en forma de gigantesco y elevado cubo, cuyas aguas caerán con fuerza desde la zona de los Caños del Peral hasta unos molinos que harán mover fuelles, insuflarán de aire los hornos y levantarán el pesado martinete que machaca el hierro. Es más, se le ha dado permiso para comprar en el extranjero las herramientas de mayor calidad que necesite. Me asusta decirlo, pero para llevar a cabo esas instalaciones tiene aprobado un presupuesto que supera los dos millones de reales, y la contratación de cincuenta oficiales de herreros y cerrajeros.
—Siento preguntar tanto, Elgueta, pero necesito una explicación para lo que está pasando. Dime tú qué motivaciones hay detrás de eso. Estoy seguro de que sabes algo de ese tal Platón.
—Conozco de él lo que se cuenta. Dicen que es un afamado maestro cerrajero en Francia. No sólo ha construido bellísimas obras de rejería, sino que aparte tiene amplios conocimientos sobre la fabricación industrial de hierro y acero. Al parecer se vio inmerso en un feo asunto de estafa a un aristócrata relacionado con el gobierno, de la cual se le acusó injustamente y fue encarcelado y maltratado.
Logró escapar de prisión y, renegando de Francia, decidió vender sus secretos del oficio al mejor postor. A Carvajal le ofrecieron contratar a Platón, y el ministro accedió a cambio de que el cerrajero francés trajera a España su secreto industrial —relató Baltasar Elgueta.
—Podría ser una historia convincente, pero ¿tú te la crees?
—preguntó escamado Francisco—. No sé, hay algo que no me gusta en ese hombre.
Llegó a Madrid casualmente al mismo tiempo que la familia de su compatriota Jean Baptiste Platón. Un nuevo embajador de Francia irrumpía en la corte española, con aire versallesco y petulante. Emmanuel Felicité Dufort, duque de Duras, era joven, impetuoso y fanfarrón. Emparentado con lo más granado de la aristocracia francesa, su carrera diplomática estaba auspiciada por
madame
de Pompadour, la amante oficial del rey Luis XV. Duras se había tomado muy en serio su destino como diplomático en España. Desde hacía meses aprendía castellano y había procurado recabar la máxima información posible sobre las personalidades que iba a encontrar en la villa y corte. Le habían aconsejado, ante todo, prudencia y discreción, hasta que supiera manejarse bien entre los españoles y tuviera claro quiénes podían ser sus apoyos. De todos modos, Duras se podía preciar de talentos como la inteligencia o la capacidad de acción, pero no precisamente de la prudencia que se le recomendaba. Tenía prisa por triunfar en Madrid y desde el primer día se aplicó sin disimulo a trabajar a favor de la alianza de España con Francia, al igual que sir Benjamin Keene, embajador inglés, lo hacía a favor de Inglaterra.
Con su tren de vida fastuoso y sus modales refinados y altaneros, trató de ganarse el favor de los reyes, cortejar alternativamente a Carvajal y Ensenada, y embaucar a cualquiera en la administración de gobierno y en la corte que fuera interesante para su causa.
Gracias sobre todo a la duquesa de Duras, una mujer culta y elegante, capaz de mantener el tono de una buena tertulia aristocrática, los nuevos embajadores de Francia lograron ser admitidos en la intimidad de la corte, aunque sin lograr de momento grandes confidencias. Bárbara de Braganza hacía gala de su aversión hacia lo afrancesado y no se fiaba jamás de los vínculos y los ofrecimientos que llegaran de la parentela Borbón. Para acercarse a ella era fundamental participar en los actos rutinarios de la corte que se organizaban a su gusto. La asistencia diaria a la ópera por la tarde era casi obligatoria. Pero el grado máximo de amistad sólo se alcanzaba cuando invitaba a escucharla en privado tocar el clavicordio o incluso cantar duetos con Farinelli, en sus ya consolidadas tardes musicales.
A ellas se dedicaba con obligado gusto la embajadora, mientras el duque de Duras ingeniaba la fórmula más eficaz de establecer su propia red de espionaje.
Miguel de Goyeneche pidió a Francisco que revisara la obra de su futura fundición de acero en Nuevo Baztán. La construcción estaba todavía en su fase inicial y cualquier idea era considerada como valiosa. El regreso a aquel lugar, siempre vinculado a su pasado, le parecía ahora motivador e ilusionante. Este proyecto podría ser la forma de contrarrestar la competencia que le hacía Jean Baptiste Platón con el real martinete para la Corona. Las deferencias que Goyeneche le brindaba, poniendo a su disposición carruaje y permitiendo que se aposentase en el palacio monumental de la familia, le parecía emocionante.
A lo largo de tres días, recorrió en Nuevo Baztán los terrenos, revisó cómo se preparaban los materiales para levantar los muros, hizo dibujos y cavilaciones en torno a los hornos de fundición y trató de dar soluciones a lo fundamental: la conducción de las aguas desde el arroyo de la Vega cercano. Otros proyectos de fábricas de acero habían fracasado ya, aun antes de ponerse en marcha y ser aprobados por el gobierno, ante la evidencia de que la falta de agua los haría inviables. Para Francisco, cada detalle suponía un quebradero de cabeza, al cual quería dar solución de la manera más satisfactoria posible. Hasta ahora, todo lo concerniente al acero y su fabricación industrial no le había supuesto más que obsesiones, búsquedas infructuosas y sueños sin cumplir, pero no pensaba desistir jamás de sus anhelos. De momento, su faceta artística comenzaba a ser justamente reconocida.
Los reyes habían decidido adelantar ese año su tradicional temporada en Aranjuez, coincidiendo con el temprano florecer de la primavera. Giacomo Bonavía les hizo llegar la sugerencia de que ordenaran dar vía libre, de una vez por todas, a la instalación de la grandiosa escalera. Para su sorpresa, la autorización fue concedida antes de lo imaginado. Sin tiempo para que Francisco, que se hallaba en Nuevo Baztán, organizara el viaje, Bonavía dispuso apresuradamente lo necesario para que los esplendidos paneles de hierro, arrumbados en los almacenes, se ensamblasen de inmediato en los tramos de escalera. El resultado fue sobrecogedor. Debido al tiempo que la obra había permanecido detenida, ya nadie recordaba la belleza de este conjunto artístico. El contraste del encaje de hierro logrado en las barandillas por el talento estético de Francisco era el complemento ideal a la pureza blanquecina del mármol y al efecto teatral del espacio creado por su amigo, el arquitecto italiano.