—Se os nota en el gesto cansado y… en vuestros ojos tristes.
María se sintió cohibida y emocionada ante el perspicaz comentario. Se dio cuenta de que el cerrajero la conocía bien. Sabía más de su intimidad y su mundo oculto que nadie de su entorno y por eso era capaz de juzgarla, de entender lo que le ocurría, por debajo de su frívola apariencia. Una mueca de seriedad volvió a instalarse en su rostro y dos furtivas lágrimas se le escaparon de los ojos.
Francisco se alzó de su asiento y guardando la distancia que la mesa imponía entre ellos, recogió delicadamente con su índice las gotas que se deslizaban por las mejillas de la condesa. La cogió después de una mano para transmitirle compañía y consuelo. Le hubiera gustado acercarse más ella y abrazarla. Le pareció que esas lágrimas eran una llamada de atención, un signo de que la condesa hacía mucho tiempo que no recibía verdadero cariño.
María estuvo tentada de mostrar entonces a Francisco su más celoso secreto. Escondida bajo el corpiño, atada por una cinta de raso azul, seguía llevando siempre la llave de maestría que él le había regalado. Jamás había tenido intención de quitársela. Seguía creyendo en su poder como talismán y ya la había hecho tan suya que sentía incluso pudor de enseñarla a su verdadero propietario. Parecía dispuesta a hacerlo, y empezó a rebuscar entre su ropa, intentando abrir algún botón de su corpiño, ante la asombrada mirada de Francisco. El ruido de una puerta abriéndose desde el patio la dejó paralizada, recordándoles que no estaban solos. Josefa trajinaba por la casa, amenazando con estorbar aposta, celosa e inquieta por la entrevista de la dama con su marido. A los dos les hubiera apetecido una conversación más íntima, una confesión de sus preocupaciones vitales, las pasadas durante el tiempo que no se habían encontrado, las presentes y futuras, pero se vieron obligados a disimular y retomar la charla formal sobre sus proyectos y el recado que traía hasta allí a la dama.
—¿De veras seguís investigando en el manuscrito? —insistió Francisco—. ¡Magnífico! ¿Qué más podemos saber al respecto?
La condesa se recompuso y siguió hablando en un tono graciosamente científico.
—Ese árbol dibujado, con un dragón enroscado… Analicé significados en varios libros de alquimia. Según las viejas leyendas medievales, el dragón es un símbolo del fuego. Y en relación al árbol… estoy segura de que se trata de una alusión al carbón de leña. Madera y fuego. Es obvio.
—Visto con estudio y clarividencia, desde luego. Enhorabuena, condesa. No importa el tiempo que tardemos, daremos con el resultado final. El dios Marte por el hierro, las copas de vidrio por el silicio y el manganeso; ahora el árbol y el dragón, como símbolos del carbón… ¿Y la calavera? No podría estar ahí, no como un símbolo de la muerte, sino simplemente por los huesos en sí… es decir por la cal de los huesos… De hecho, en sus anotaciones, Réaumur habla de añadir polvos de carbón y hueso calcinado a la fundición de hierro para obtener buen acero…
—Sí. Tienes razón. Es más que probable que se trate de eso…
—Tendré que empezar a hacer mis propios experimentos, pero aún me faltan medios…
—Con tesón, lo acabarás logrando —dijo sonriente y orgullosa María—. Quería además felicitarte por tu intervención en la huelga de canteros. También se habló de ti en este asunto por los pasillos de palacio. Salvaste de la muerte a dos individuos que estaban siendo apaleados por defender su trabajo, y eso abrió los ojos a todos para poner fin al problema…
—Sólo hice lo que hubiera hecho cualquier persona de bien, con sentido común, si se encontrara esa escena en la puerta de su casa —interrumpió el cerrajero.
—Bueno, a veces pareciera como si las personas de bien y sentido común hubieran desparecido de la tierra… —respondió la condesa.
—Intuyo que os referís a algún asunto en concreto…
—Así es. Es la reina Bárbara quien me trae hasta aquí. Como sabrás, la ceremonia de la coronación se celebrará dentro de unos días. Habrá besamanos de gala en los cuartos de los reyes. Después, el conde de Altamira, regidor perpetuo de Madrid, levantará el pendón de Castilla proclamando al soberano, y un solemne cortejo partirá desde el ayuntamiento hasta la plaza principal del Buen Retiro, donde los reyes se dejarán ver ante los madrileños para ser aclamados. Y, finalmente, asistirán a la iglesia de San Jerónimo para ser coronados ante los grandes de España y los consejos del reino.
—Será emocionante. Se trata de un acontecimiento histórico —apostilló impresionado Francisco.
—Pues sí. Doña Bárbara quiere por ello lucirse de una manera impresionante. Han sido muchos años de aislamiento y humillaciones como para no presentarse ahora ante sus súbditos con toda la pompa que la ocasión merece —dijo con orgullo la condesa—. El caso es que doña Isabel ha querido jugársela hasta el último minuto.
Como sabes, desde el incendio del alcázar, las valiosas joyas de la corona se custodian en la casa arzobispal. Pues bien, antes de que doña Isabel se marchara del Buen Retiro, se las ingenió, a través de su mayordomo mayor, para obligar al guardajoyas a entregarle la llave del cuarto donde estaban depositadas las alhajas.
—¿Cómo pudo hacer eso? Esas llaves son sagradas.
—Lo hizo porque era muy poderosa y tenía criados leales y amedrentados. El caso es que doña Bárbara no tiene acceso a las famosas joyas que habría de lucir toda reina de España: la perla
Peregrina
y el diamante
El Estanque.
Ella misma había guardado allí algunos de sus adornos favoritos. Durante el tiempo que han sido Príncipes de Asturias, don Fernando le ha regalado impresionantes joyas; brazaletes con hilos de perlas y brillantes, piochas en forma de cornucopias, pavos reales, mariposas, ramos de flores, leones…
Ha sido siempre su forma de decirle que la ama. Y la reina quiere lucirlas ahora en todo su esplendor.
—Y… ¿me está pidiendo que descerraje el guardajoyas?
—Quiere evitar a toda costa la humillación que Isabel de Farnesio ha pretendido infligirle. Por esa razón, es imprescindible que no trascienda el hecho. No desea que nadie se entere; ni siquiera el rey. Pretende solucionarlo ella misma de la forma más digna posible.
Y no, no quiere que descerrajes esa cerradura. La reina pide… que le prestes una llave maestra, la de cerrajero de cámara. Ella misma abrirá el cuarto con ayuda de su mayordomo mayor. Te la devolverá de inmediato. Supongo que después habrá tiempo para solucionar la disposición de cerraduras y llaves nuevas en toda la casa real, como corresponde a cada cambio de reinado…
—No seré yo quien contradiga a la reina Bárbara. La aprecio y estoy orgulloso de haber hecho cuanto ha estado en mis manos por ella, pero… ¿sabe que me está pidiendo violar los principios básicos de mi cargo de cerrajero de cámara?
—Lo sabe. Y te estima. Pero es por una buena causa… y nadie va a enterarse de ello —contestó ufana la condesa, poniendo impulsivamente sus manos sobre las del cerrajero, que reposaban encima de la mesa.
Las sostuvieron así, en silencio, durante unos instantes. De nuevo reaccionó Francisco, visiblemente agitado, ilusionado:
—Lo haré, condesa, lo haré. No se hable más —contestó, levantándose de la silla para adentrarse raudo en la fragua, de donde volvió en seguida con la llave maestra de palacio que le pedían—.
Y lo hago sobre todo por vos… Si lo que estoy haciendo trasciende, me veré desterrado de la corte.
—Eso no pasará, Francisco. Te lo juro. Antes pongo mi honor en tu defensa, porque soy yo quien te lo estoy pidiendo, y sé, en efecto, que es por mí por quien haces todo esto… —concluyó María, con la voz embargada por la emoción y la intensa mirada de cariño y ternura que Francisco le estaba dedicando.
Josefa se decidió a entrar intempestivamente en ese momento. Sabía que se exponía a la reprimenda de su marido, si es que su presencia seguía siendo inoportuna, pero no soportaba más el aire de confidencias que se apreciaba entre la condesa y Francisco. Le pareció que cuanto más se alargara la visitaba de esa dama, más arriesgaba ella en perder la intensidad afectiva de su matrimonio.
Sonó al mismo tiempo el relinchar de los caballos del carruaje.
La condesa se dio cuenta de que debía marcharse de inmediato. El rato pasado frente a Francisco había transcurrido volando. Entendía las razones de la evidente inquietud de Josefa. De nuevo sentía envidia por la plácida estabilidad de esa sencilla mujer, que podía vivir junto al hombre que amaba; que las dos amaban. Era inútil negárselo a sí misma, por mucho que se resistiera durante años a reconocerlo.
Francisco le traspasaba el alma. Sin más remedio, volvió a su realidad y se acordó de repente de que la reina la esperaba con impaciencia y con la seguridad de que su astuta dama traería consigo la solución al problema del guardajoyas. María tenía ya la llave maestra que franquearía sus puertas, cobijada en su bolsito de terciopelo.
—Josefa, gracias por abrirme tu hogar —dijo con intencionada amabilidad la condesa, al tiempo que alargaba otra vez la mano al cerrajero, para despedirse protocolariamente—. Francisco, gracias en nombre de la reina. Se te devolverá puntualmente lo que ahora me entregas.
Con la llegada del nuevo reinado, la posición de María Sancho Barona en la corte se había visto reforzada. Pasados unos meses de la coronación de Fernando VI, se esperaba que empezaran a producirse importantes cambios en el gobierno. Era lógico pensar que los nuevos soberanos escogiesen a sus hombres de confianza. Se daba inicio a un periodo de intensas luchas cortesanas. Ganarse el favor real era imprescindible para mantenerse o ascender en la carrera política. Y aún lo era más el ser merecedor de las simpatías de Bárbara de Braganza.
En este tercer reinado de un Borbón en España, de nuevo la soberana se convertía en el verdadero árbitro de la corte. Por ello, gozar de la amistad de las damas y los favoritos de la reina era el medio más eficaz para lograr recomendaciones y nombramientos. Así lo pensaba el marqués de la Ensenada, que vio en su relación con la condesa de Valdeparaíso su tabla de salvación para los cambios que se avecinaban.
Ensenada, un reconocido
farnesiano,
que debía su influyente posición como ministro de Hacienda, Marina, Guerra e Indias al apoyo de Isabel de Farnesio, era en buena ley uno de los favoritos para ser defenestrado. Uno de los primeros objetivos de Bárbara de Braganza era cribar todo aquello que oliera al pasado de su suegra, y Zenón de Somodevilla tenía ese tufo, que supo ventilarse sin embargo con extrema inteligencia. Al igual que el astuto Farinelli, jugó bien sus cartas de la doble lealtad, al anterior y al nuevo reinado, para lograr salir airoso en los cambios. Cortejaba y presionaba a la condesa en su intensa relación hasta agobiarla y conseguir de ella, no sólo favores amorosos, sino fundamentalmente promesas de mediación ante doña Bárbara. María se sentía atada de pies y manos frente al poderoso Ensenada. Tenía encanto, autoridad y argucias para atrapar en sus redes a cualquier dama. Se arrepentía con frecuencia de haberse dejado llevar hasta la cama de Ensenada, de donde salía tan vacía de afecto como llegaba, pero se hacía ahora difícil abandonar ese vínculo de interés, sin salir socialmente perjudicada.
—Prometo compensarte, María, por hablarle a la reina en mi favor —le decía siempre, cuando se despedían tras sus noches de amores—. No te arrepentirás, porque en la batalla, mejor que estar del lado del más valiente, es estarlo del mejor estratega.
La maniobra del marqués fue un éxito. De una forma velada, sus colaboradores fueron responsables de alentar la huelga de los canteros de palacio, que acabó con el prestigio del marqués de Villarías, secretario de Estado. La caída de Villarías fue inevitable, cinco meses después del inicio del reinado. Ensenada, que había sido su protegido, apenas lamentó su cese. Eran cosas de la política, y él mismo lo había procurado. Por el contrario, fue astuto al apartarse de Villarías y fomentar en cambio la relación con el hombre que se postulaba como futuro secretario de Estado: José de Carvajal y Lancaster, el político más apreciado por Bárbara de Braganza. Era Carvajal un cincuentón adusto y serio; trabajador, poco amigo de palabrería fácil y carácter avinagrado. Soltero y solitario, modesto, aparentemente íntegro, de buena moral y costumbres. Pertenecía a una familia de rancia solera, la de los duques de Linares, y sus raíces portuguesas le habían acercado mucho a la reina desde que entrara en la administración a ejercer diversos cargos. Últimamente era presidente de la Junta de Comercio y Moneda, un hombre interesado pues en la economía y la industria del reino.
Junto a él, pertenecientes a su camarilla política, estaban sus amigos, el duque de Huéscar, hijo de los duques de Alba, y el propio conde de Valdeparaíso, que después de ocuparse intensamente en los últimos años de su patrimonio manchego, regresaba de forma estable a Madrid para formar parte del gobierno.
Ensenada y Carvajal, dos personalidades opuestas y complementarias, hicieron el esfuerzo de entenderse y crear conjuntamente un partido reformador, que ilusionara y convenciera a los nuevos reyes. De esta forma, se puso en sus manos un gobierno bifronte, con un poder dividido a partes iguales. Carvajal sería el secretario de Estado, pero Ensenada estaría al cargo de diferentes ministerios.
Ambos estaban de acuerdo en lo fundamental: la necesidad de procurar a España la paz y una definida política de neutralidad ante las demás potencias. Aunque para conseguir ese común objetivo, cada uno de ellos albergaba diferentes estrategias, medios y fines. En esto radicaba su principal diferencia, la que iba a apartarlos y a fomentar las intrigas entre sus camarillas. Carvajal apostaba por la vía diplomática, por la independencia respecto a los Borbones franceses y el acercamiento, en cambio, a Inglaterra. Ensenada, por el contrario, abogaba por la neutralidad armada; por preparar a España económica y militarmente para que pudiera defenderse bien ante una probable guerra entre Francia e Inglaterra. Quería crear una poderosa Marina, formada por una flota de imponentes navíos que defendiera a España de las ansias coloniales de Inglaterra. Su aliado favorito era sin duda Francia. Carvajal era el diplomático justo y honrado; Ensenada, el militar y estratega, para quien el fin justificaba los medios, y ésos eran la intriga, el espionaje y el soborno, asuntos que en apariencia repugnaban a Carvajal y a su estricta moral cristiana.