—Diría que vuestras palabras suenan muy solemnes. No os niego que asusta adivinar que detrás de ellas hay una firme decisión de plantar cara a una situación que os desagrada.
—María, como sabes, el embajador de Portugal tiene acceso directo a mis aposentos. Representa el vínculo con mi familia, tal cual establece mi contrato matrimonial.
—Lo sé, señora.
—No quiero ocultarte que a través del embajador mi padre me presiona más allá de lo meramente familiar.
—¿Qué queréis decir con ello?
—Sabe que puedo incidir personalmente sobre mi esposo para inclinarle políticamente hacia uno u otro lado. Y por supuesto, no desaprovecha la ocasión. Para eso sirven los matrimonios reales, ¿no es cierto? —Su gesto se volvió serio para desvelar la siguiente confidencia—: El rey de Portugal quiere que convenza a mi esposo, si es que Dios quiere convertirle en soberano próximamente, para que rompa la alianza que España tiene con Francia y se decante por la colaboración anglo-portuguesa.
La condesa de Valdeparaíso se detuvo en seco, asustada de la gravedad política que estaba tomando lo que parecía en principio una nimia charla entre jardines.
—Alteza, ¿sois consciente del peligro que asumís al pretender incidir, desde vuestro rango secundario, en asuntos de política internacional de tal magnitud? Y además, y perdonad mi atrevimiento, ¿por qué me hacéis partícipe de asuntos tan serios, en los que nada, creo, puedo aportaros? —añadió María, con cierto desasosiego.
—Claro que puedes, condesa —afirmó la princesa con decisión—. No soy mujer miedosa, pero sé que asumo riesgos que no puedo evitar. Mi entorno me lo exige. Y necesito que tú, que eres dama de inteligencia y sigilo, tengas los ojos y los oídos bien abiertos para defender, no a mí, que si muero soy reemplazable por otra, sino los intereses de mi esposo, el príncipe Fernando.
Abrumada, pero igualmente conmovida por el gesto de confianza que Bárbara de Braganza acababa de hacerle, María Sancho Barona juró a su señora cumplir con el favor que le pedía, a riesgo de convertirse en parte ella misma de las intrigas que sin duda se avecinarían. Concluyeron el recorrido, cerciorándose de que nadie las había seguido de cerca. Aunque era imposible asegurar que desde las celosías medievales que aún conservaba el palacio en los viejos aposentos femeninos, alguien las hubiera observado charlando sospechosamente unidas en ese inusual paseo.
Por la tensión que notó en su rostro, se dio cuenta de que no era un buen día para ella. Había sido testigo de esa mirada dura y esa mueca torcida en la boca las suficientes veces como para saber que la mente de Isabel de Farnesio daba vueltas a una seria preocupación.
Era la hora de su despacho habitual con la soberana y no podía eludir la entrevista. La encontró ya sentada junto a la mesa de trabajo, en el aposento que le servía para las audiencias. Vestía un imponente atuendo de terciopelo escarlata, bordado en plata. Su regia presencia siempre resultaba inquietante. La camarera mayor, condesa de Altamira, permanecía de pie en un lado de la sala, atenta a las necesidades de su señora, aunque lo suficientemente apartada para no estorbar, tal como le gustaba a la reina.
—Goyeneche, es urgente que me clarifiques el estado de mis caudales privados —le espetó sin mediar más palabras a Miguel, que, por su cargo de tesorero de la reina, debía avalar esa responsabilidad—.
Se avecinan malos tiempos. Te supongo capaz de haberte dado cuenta de la delicada situación política y personal que sufre el trono…
—Suponéis bien, majestad —contestó raudo Goyeneche, atemperando el inicial tono severo de la conversación. Sabía que la reina se refería a la enfermedad de su esposo y a las intrigas y debilidad del gobierno a las que se enfrentaba a causa de ello.
—Francia se ha comprometido con nosotros a entrar en guerra del lado de España en la conquista de los Estados de Parma y Piacenza para mi hijo Carlos. El rey acaba de firmar el tratado aquí en Sevilla. Pero esos bastardos Borbones, parientes del rey, no son de fiar, ¿no te parece? Ya hemos sufrido sus traiciones otras veces. No miran más que por sus intereses e intentarán aprovecharse de este trono cuantas veces puedan… —Agudizó su mirada felina y continuó hablando—. He recibido cierta información confidencial de mis contactos en París, que me hablan de la intención de Luis XV de incumplir el tratado, de no entrar en una guerra que sólo le causa gastos y beneficia a mi hijo, un español, aunque sea tan Borbón como él. Estoy segura de que aprovechando la enfermedad de don Felipe, la corte de Versalles va a extender sus intrigas a la nuestra, engatusando a su favor a los príncipes Fernando y Bárbara en mi contra y la de mi política. Esa soberbia portuguesa está tan ávida de aupar a su esposo al trono, que aceptará a ciegas la trampa que cualquier hábil embajador le proponga para ayudarla en sus fines. Necesito por ello saber del dinero que dispongo para financiar asuntos de suma importancia. No voy a detenerme hasta ver al infante Carlos como le corresponde, con una corona en la cabeza.
—Vuestra tesorería goza de buena salud, aunque no la suficiente, como vuestra majestad cree, para financiar proyectos de tanto calado… —comenzó a explicar Goyeneche—. No soy el ministro que maneja la Hacienda, pero es obvio que este reino necesita reforzar su economía. Conocéis mi historial y podréis imaginar que desde mi punto de vista, el fomento de determinados proyectos industriales es la clave…
Miguel no quiso desaprovechar la ocasión para hablar a la reina de su proyecto y su implicación en la búsqueda de la fórmula de la fabricación del acero. Trató de interesarla en la propuesta, haciéndole ver que esa industria era vital para el éxito de la política de guerra a la que ella aspiraba. La calidad del armamento y de los componentes de los buques españoles serían los primeros beneficiados. De ahí la lucha feroz entre países para conseguir este ansiado secreto industrial. Si él recibía el apoyo económico de la Corona, y se le concedía el monopolio de la fabricación del acero, se comprometía a reportar grandes beneficios a las arcas reales, como ya logró antaño su padre con otras tantas manufacturas.
—¿Y dices que ya conoces el modo de la fabricación industrial del acero? —preguntó escéptica la reina.
—Majestad, me hallo en el proceso de lograrlo, creedme. Sé que puede sonar atrevido, pero sólo necesitaría que por vuestra intercesión y la confianza que me distinguís, se me prometiera este monopolio en un futuro próximo, tan pronto como halle la fórmula de esta incógnita de la naturaleza mineral…
—Pides un gran privilegio, Goyeneche —contestó con aire de estar sopesando la propuesta—. Y has de saber que no eres el único que lo solicita. Tienes fuerte competencia de vizcaínos y navarros en esta corte. Sabes que Sebastián de la Cuadra me place como hombre de gobierno y es probable que ascienda a secretario de Estado. Posee numerosas ferrerías en Vizcaya y puede que tenga en mente tu mismo proyecto. Además, Patiño, aunque ministro de Marina, es mi hombre de confianza. Me gusta su clarividencia política. Y él es contrario a la cesión de monopolios a manos de particulares, puesto que cercenan los intereses de la Corona. ¿Por qué habría de hacerse una salvedad contigo?
Acostumbrado a los ojos penetrantes de la reina, Miguel no hizo ademán que denotara al exterior su inquietud por haber podido importunar a la reina con sus propuestas. Permaneció en silencio y dejó que doña Isabel terminara el soliloquio.
—La verdad, Goyeneche, es que siempre me has sido fiel…
—Así es, majestad. Siempre lo he sido. No todos vuestros súbditos podrían decir lo mismo.
—He de reconocer que tu aire de suficiencia resulta interesante. No soporto a los débiles y tú eres todo lo contrario. Pero volvamos a la oferta industrial, Goyeneche. Es indudable que yo podría favorecer tus intereses, e incluso interesar al rey en lo que acabas de contarme, aún en contra de la opinión de Patiño, pero…
Isabel de Farnesio interrumpió la frase, con aire de ponderar su siguiente propuesta. La expectación de Miguel ante lo que podía ser un compromiso de apoyo regio crecía por segundos.
—Soy todo oídos a vuestras palabras, majestad —dijo de repente, sin poder contenerse.
—Estaba pensando que, a cambio del favor que pides, puedo encomendarte cierta misión. Sé que tienes gran confianza con la joven condesa de Valdeparaíso, la dama de mi nuera…
—Majestad, ya sabéis, las calumnias de la corte… —intentó defenderse Miguel, pero se detuvo en seco ante la indicación con la mano que Isabel de Farnesio le hizo para que no siguiera por ese camino.
—Goyeneche, no hacen falta explicaciones. Si de algo me precio es de estar bien informada. Hasta los criados más fieles hablan demasiado, incluidos los de tu casa, y todo termina formando parte de mi conocimiento. Pero hay algo que ahora se me escapa, y en ello precisamente tú puedes serme útil. Quiero que obtengas información de cuanto ocurre en los cuartos de los príncipes Fernando y Bárbara.
Y no me refiero a lo que se ve y escucha públicamente, sino a lo que ocurre en lo más privado. Sé que mi nuera es habilidosa en la política, y quiero saber exactamente con quién y para qué tiene contacto.
Y tú puedes enterarte con discreción. No hay nada más pertinente para eso que una adecuada relación amorosa ¿Me has entendido?
—Perfectamente, señora.
Miguel no había mentido a la reina. No le quedaba otra opción que cumplir con lo que le pedía. Debía el ascenso de su familia y el suyo propio a los privilegios obtenidos de estos monarcas; no podía faltar a su compromiso de lealtad con la poderosa soberana. De lo contrario, perdería la confianza real y ser desahuciado de la corte era lo más deshonroso a que un caballero, criado del rey, podía enfrentarse. Estaba dolorosamente atrapado entre dos opciones. Su mente financiera, ambiciosa, ágil y práctica, le empujaba a buscar ante todo la salida a sus novedosas ideas de negocio; su corazón, sin embargo, sentía repulsa por la traición que se le exigía hacia su amada, María Sancho Barona. La política le ponía en el brete de sacrificar sus sentimientos a las cuestiones de Estado. Quería evitar la crueldad de tener que decidir fríamente, así que optó por el cumplimiento del deber primero y dejarse llevar en el amor por las circunstancias del destino. De momento, esa noche, sin pensar más allá, Miguel de Goyeneche y la condesa de Valdeparaíso compartieron los deleites de otra velada juntos.
El tedio comenzaba a invadir la cotidianidad de Felipe V. Salir de la cama, asearse y vestirse suponía para él un reto mental que muchos días rehusaba por desidia y pereza. La luz de Sevilla y el embriagador perfume de sus jardines habían ido perdiendo el efecto sanador que tuvieron sobre él en un principio.
La última conversación mantenida con Goyeneche había despertado en Isabel de Farnesio curiosidad por asuntos hasta ahora desconocidos para ella. Si era verdad que el descubrimiento de nuevos procesos metalúrgicos podría beneficiar a la situación económica del reino, tanto como a la suya propia, y hacer realidad los anhelos de grandeza para sus hijos, no cabía duda que lo más inteligente era favorecerlos. Aunque por supuesto, todo habría de hacerse a su manera, interesadamente y bajo la perspectiva de férreo control.
El alcalde de Sevilla había ofrecido a los reyes visitar algunas de sus instituciones más representativas. Conventos e iglesias habían sido la prioridad de la reina, cumpliendo con las prerrogativas de una soberana católica, pero ahora sentía la necesidad de tornar la espiritualidad de capillas, rezos y tedeums por el pragmatismo de fábricas y finanzas. Ella, que era un amante de las obras de arte, una coleccionista de cuadros de los mejores pintores, se veía impulsada a interesarse de manera apasionada por los procesos fabriles, en los que pronto habría de encontrar la belleza implícita de la maquinaria industrial. Se descubrió hablando con su esposo del interés de las manufacturas de metales, y convenciéndole para salir de la cama y visitar la real fundición de cañones de Sevilla. Había que demostrar el agradecimiento de la Corona, según sus propias palabras, a ese establecimiento que surtía a los buques españoles de la artillería de bronce necesaria para defender las vastas posesiones de ultramar. Cañones, entre los mejores de Europa, que valían un imperio. La corte se revolucionó ante la próxima salida de los reyes a esta actividad, que nada tenía que ver con las frívolas jornadas de caza y pesca a que Felipe V les tenía últimamente acostumbrados.
Las órdenes para la formación del cortejo corrieron raudas por los pasillos.
Miguel de Goyeneche se sorprendió de la eficacia con que la reina había logrado interesar a su esposo en el asunto. No dejaba de admirar la astucia que Isabel de Farnesio demostraba en todos sus actos. Pensó en la conveniencia de involucrar a Francisco Barranco en esta visita, que sin duda habría de reportarle conocimientos. Su empeño en que el cerrajero formara parte de la comitiva, no obstante, no era tan honesto como cabría pensar. Las crecientes intrigas de la corte estaban afectando a la honradez personal de Miguel.
Se resistía a cambiar su carácter, a perjudicar su parte sentimental, pero era difícil sustraerse a ellas, en especial cuando uno se veía sometido por la propia soberana a la presión de los sobornos en aras de la lealtad.
Volver a presentarse aquella tarde en el aposento de su benefactor resultó extraño para Francisco. No lo había vuelto a hacer desde aquella tarde en que sorprendiera a Goyeneche y la condesa de Valdeparaíso juntos, en su encuentro amoroso. Esta vez era diferente. El financiero le esperaba para informarle de que al día siguiente podría adherirse al séquito que acompañaría a los reyes a la fábrica de cañones de Sevilla. Lo tenía ya resuelto. Estaba seguro de que el oficial sabría sacarle buen partido a la contemplación de ese proceso industrial. Le contó la forma en que había logrado interesar a los soberanos en su proyecto, pero no tardó en dejar clara su intención con este nuevo favor que le hacía al cerrajero.