—Te espera una tarea difícil… —empezó a hablar con aire comprensivo Francisco—. Gobernar la casa te va a traer quebraderos de cabeza, y yo no voy a estar para ayudarte…
—No te preocupes. Soy consciente de ello. Además, tú tampoco has estado aquí siempre…
—¿Me recriminas mi ausencia de nuevo?
—No. Simplemente es un hecho. Y te estoy francamente agradecida por tu regreso —contestó Josefa, recalcando el peso de sus palabras—. Sólo pretendía decir que no debes preocuparte, sabré manejarlo todo como hacía mi madre.
—No me cabe la menor duda —dijo el oficial, en un gesto de reconocimiento, que halagó mucho a Josefa. La joven volvió a sentarse a la mesa, ahora limpia, e invitó a Francisco a que igualmente lo hiciera, a su lado. La conversación se volvió de repente más cercana y proclive a las confidencias.
—Francisco, se me olvidó preguntarte sobre un asunto importante, ocurrido hace tiempo… ¿Recibiste alguna vez una nota que te envié, con un recado de la condesa de Valdeparaíso? Nunca me has comentado nada…
—¿Qué nota? No sé de qué me hablas —contestó extrañado.
—No sé… Ella me dio el encargo. Se refería a un libro sobre metalurgia que encontré entre las pertenencias abandonadas en palacio por la pobre reina Luisa Isabel. Quise esconderlo y traerlo aquí, pero la condesa me sorprendió y lo tomó para ella misma. Me encomendó decirte que el libro estaba en sus manos y así lo hice. El zagal a quien traspasé el favor me dijo que había entregado la nota a un oficial en esta fragua…
—No es posible. Quizás llegó tarde, cuando yo ya me había marchado. —Francisco empezó a cavilar, ensimismado por un momento en sus pensamientos—. Espera… ¿Puede ser que cogiera Félix el recado? —preguntó con preocupación.
—Por desgracia, parece lo más probable —comentó Josefa, participando de la intranquilidad de Francisco—. ¿Era algo importante? ¿Algo que quisieras ocultar?
Francisco se debatió durante unos instantes sobre la conveniencia o no de revelarle el proyecto de la fábrica de acero del que era partícipe. Ella le miraba expectante, solícita, como deseando formar parte de sus secretos.
—Josefa, no puedo darte muchas explicaciones… Y ya ha pasado mucho tiempo de eso. Olvídalo, por favor.
—Ten bien presente que no encontrarás a nadie, jamás, en quien puedas confiar más que en mí… ¿Acaso no te lo he demostrado siempre?
—Lo sé, pero hay informaciones que no sólo me pertenecen a mí, y que pueden ponerte en un compromiso… —El oficial se levantó de la mesa. Avanzó de nuevo hasta la chimenea, dándose tiempo para pensar. Se volvió de cara a la joven, que aguardaba sentada e impaciente—. Basta con que sepas que ese libro es ahora propiedad de Miguel de Goyeneche, el tesorero de la reina, y que por mediación de Sebastián de Flores estoy encargado de su estudio, con miras a un negocio fabril… y quizás ya haya dicho demasiado.
—Descuida. Sabes que velo por tus intereses… —contestó Josefa, enredando sus manos en el delantal, nerviosa. Deseaba demostrar a Francisco lo mucho que le importaba todo lo que afectaba a su persona. Pero en su presencia se sentía otra vez cohibida, temerosa de decir algo que contraviniera su ánimo y lo apartara de ella—.
Ojalá la corte no te retenga mucho tiempo fuera… —siguió hablando, en vista de que el silencio del oficial se prolongaba—. Aunque, por otro lado, nada me gustaría más que hicieras buen uso de estas oportunidades tan importantes que se te presentan…
La visión de un futuro personal incierto, el suyo propio, traspasó como un rayo la mente de Josefa. Anhelaba la felicidad de este hombre que ocupaba su corazón desde la adolescencia, pero temía que en el camino del triunfo, Francisco aspirara a una compañera de más altas miras. Quizás por eso el cerrajero se mostrara tan dubitativo y cambiante respecto a su compromiso. El tiempo de formar una familia se agotaba rápido, máxime para una mujer, condicionada por la tiranía de su edad fértil. Los años pasaban rápido, y entretenida por su paciente amor hacia Francisco, Josefa había traspasado ya los veinticinco años y no quería quedarse para vestir santos. Y este pensamiento le hizo cambiar repentinamente de argumento:
—Y sin embargo —prosiguió—, quiero que sepas que no voy a estar esperándote eternamente… Que si no tienes un compromiso que ofrecerme, puede que esté dispuesta a escuchar proposiciones honestas de matrimonio por parte de otros, que no han de faltarme, puesto que…
Escucharon de repente un ruido inusual en el piso superior.
—¡Shhh! Espera… —susurró Francisco, poniendo el dedo en sus labios, indicándole que guardara silencio, para identificar la procedencia del ruido. Quedaron inmóviles por un momento.
Josefa se alzó después bruscamente de su silla, a tiempo para sorprender a Manuela en camisón y cofia de dormir, escondida, pegada a la pared del rellano de la escalera. Las dos hermanas se miraron fijamente. La menor, consciente de la autoridad moral que Josefa ejercía sobre ella, no pudo soportar el enfado que sus ojos traslucían. Volvió a su cuarto rauda y cerró la puerta.
—¿Crees que nos ha estado espiando? —preguntó con desasosiego Francisco.
—Estoy segura de ello, aunque no sé con qué fines… —contestó, incómoda por la repentina interrupción de la conversación y la situación generada por Manuela—. Está tan rara últimamente…
Félix ha logrado envenenar su ya de por sí difícil carácter.
—Me intranquiliza la presencia de Monsiono entre vosotras…
Ten cuidado.
—Haré lo posible por interferir en esa estrambótica relación, te lo prometo. En fin, estoy cansada, Francisco… —dijo la joven, con la desilusión marcada en el rostro—. Me marcho a la cama. Quizá no te vea ya mañana. Sólo me queda desearte de nuevo suerte…
Josefa iba a iniciar decepcionada el ascenso por los escalones, hacia su dormitorio, cuando Francisco la asió de la mano. La estrechó entre sus brazos, la besó como él sabía hacerlo y la despidió con un afectuoso:
—Buenas noches. Estaré de vuelta antes de lo que imaginas.
Cerca de la fragua, en la oscuridad de la fría y estrellada noche madrileña, sonó el carillón de un ingenio de relojería instalado en el palomar de la casa donde vivía el empresario teatral Luis de Rubielos. Sonaron doce campanadas por dos veces. Curioso defecto del reloj, que su dueño nunca había querido reparar, por extraños motivos esotéricos. Decían que en recuerdo de una mujer amada.
Aquel sonido remarcó la fría despedida de Josefa y Francisco, que tenía la mente más ocupada ya en la novedad del viaje, que en lo que atrás dejaba.
La fila de carruajes, que ocupaba sin resquicios el inmenso espacio disponible en la plaza frente al alcázar, ofrecía un singular espectáculo. La mañana era gélida y clara. El aire olía a humedad, por efecto del cercano río Manzanares. Al salir del hogar de los Flores, recién levantado, Francisco quedó absorto al contemplar semejante despliegue. Tanto los que formaban parte de la comitiva, como aquellos que simplemente se habían acercado a curiosear el acontecimiento, tenían el ánimo agitado. Era enero de 1729 y la corte abandonaba la capital. De un momento a otro, las campanas de las iglesias tocarían al unísono, a modo de respetuoso adiós a la familia real.
Centenares de caballerías, de distintos pelajes y condición, relinchaban y golpeaban nerviosas sus cascos contra el empedrado, deseando iniciar la marcha. Carrozas de lujo, doradas al exterior, tapizadas por dentro de terciopelo y sedas, fabricadas con los más modernos mecanismos de suspensión, esperaban a las personas reales: Felipe V e Isabel de Farnesio, el príncipe Fernando y los cinco infantes menores, acompañados de su servidumbre más cercana. Otros carruajes de buena manufactura, algunos ciertamente pretenciosos, aguardaban preparados para trasladar a los ministros, servidores de alto rango y otros nobles, decididos a seguir el peregrinar de sus monarcas. Los carros de menor condición, a la cola de la comitiva, habrían de trasladar al resto de criados, seguidos de mulas cargadas de fardos y baúles con los más variopintos enseres. Tapices, muebles, ajuar de aseo, cama y cocina viajaban empaquetados para adecentar las casas destinadas a posada de la familia real durante el traslado.
Haciéndose hueco entre el bullicio del gentío, Francisco logró informarse del asiento que le correspondía. Marcharía junto a otros artesanos, alternando el camino entre carros de mediana categoría y mulas.
A lo lejos atisbó, entre un selecto grupo de secretarios de gobierno, a Miguel de Goyeneche. Se dio prisa en llegar hasta él. No quería dejar de saludar y agradecer su recomendación por conservarle el puesto en palacio. Se presentó ante los caballeros con respeto y cortesía. Goyeneche se alegró de verle, haciendo gala una vez más de su natural simpatía. La conversación, apartados del grupo, fluyó denotando una cierta connivencia. Las palabras de agradecimiento de Francisco fueron bien acogidas por el joven financiero.
—Hubiera sido una notable pérdida para la familia real deshacerse de un artesano de tu valía, Barranco —comenzó diciendo Goyeneche—. He de decirte que incluso traslado a Sevilla cierto trabajo para ti, puesto que he empaquetado el libro de Réaumur, con el fin de que prosigas su estudio. Además, estoy seguro de que surgirán ocasiones para que puedas devolverme el favor que te hago.
—No dude, señor, de que así lo haré si me necesita, por la deuda personal que le tengo contraída —contestó Francisco, con la evidente sensación de que se estaba obligando a ceder en un futuro a las peticiones de Goyeneche. Imaginaba que estarían relacionadas con su oficio.
Un brillo fugaz iluminó la mirada del caballero, que sostenía de una manera muy directa y fija en los ojos del oficial.
—Me alegra oírlo, cerrajero. De momento, me atrevo a pedirte un pequeño favor de índole privada. Busca a la condesa de Valdeparaíso entre los coches de las damas. Ella también viaja. Con la mayor discreción de que seas capaz, entrégale esta nota —solicitó, extrayendo del bolsillo de su chaleco, bajo la elegante casaca, una pequeña nota doblada.
Francisco tomó el encargo como propio. Nada podía subyugarle más en este momento que hacerse presente otra vez ante la hermosa dama.
María había logrado situar en los modestos coches a su doncella particular y estaba a punto de introducirse en la carroza de las damas. El cerrajero la localizó, con el pie ya en el estribo. En esta inusual mañana, ella lucía como siempre, radiante. La peluca de rizos blancos, recogida en una coleta y un vestido de fino paño verde, preparado para resistir con comodidad los rigores del viaje, resaltaban sus encantos. El oficial fue conciso y discreto. Un breve saludo sirvió de preámbulo para pasarle, con disimulo, el papel que Miguel de Goyeneche le había confiado. María se lo agradeció con una franca sonrisa cómplice y aprovechó el distraimiento de las damas que la acompañaban para leer con prontitud el recado. Eran palabras galantes de Miguel, que se atrevía a desafiar por amor las leyes del compromiso matrimonial que ataba a la condesa. El camino hasta Badajoz iba a durar varios días, en los que la comitiva habría de aposentarse dividida. Le recordaba que la llevaría en su pensamiento.
Más adelante se reencontrarían. Francisco se percató de la emoción que alumbraba el rostro de María. Sintió pudor y celos ante lo que sospechaba era el contenido de la misiva. Se sentía mediador de una relación, que aunque lejos de sus posibilidades, envidiaba. La condesa le agradeció el favor y le despidió con gracia.
—Me alegro de no perderte de vista, cerrajero. Siempre es un alivio saberse acompañada por personas dispuestas a agradar y dar buen servicio…
—Señora… —dijo Francisco, despidiéndose con una cortés reverencia, no sólo por la admiración que le tenía, sino por la presencia curiosa de otras damas, que asomadas a las ventanas del carruaje, pretendían ya meter sus narices en la escena.
El viaje hasta tierras extremeñas resultó largo y tedioso. Era el mes de enero, y el frío se hacía insoportable en algunos tramos de las ochenta leguas que recorrieron. Francisco, como el resto de la comitiva, llegó extenuado a la ciudad fronteriza. Pero era inútil regodearse en flaquezas. Cada uno de los criados reales tenía ya asignados innumerables quehaceres.
Badajoz, que todavía no se había repuesto de los destrozos provocados por los bombardeos de la última Guerra de Sucesión, apenas tuvo presupuesto ni tiempo para preparar los festejos que este acontecimiento histórico merecía. Salvo los reyes y los infantes, aposentados en el palacio arzobispal, el resto de la corte hubo de alojarse como buenamente pudo, abusando de la hospitalidad de los vecinos. Diez días fueron suficientes para que las Coronas de España y Portugal despilfarraran un inmenso capital en ostentación de lujo y refinamiento. Sobre el río Caya se había construido un hermoso pabellón flotante, escenario idílico para el intercambio de princesas. Allí se encontraron las dos familias reales, engalanadas con sus mejores joyas, vestidos, pelucas y tocados. Lo más granado de la aristocracia y ambas servidumbres formaban el acompañamiento de fondo. La pompa desplegada en cada detalle del protocolo contrastaba con la espontaneidad con que se trataban las dos parejas soberanas y sus hijos. Era la primera vez que se veían, a pesar de poseer parentesco múltiple y cercano. Y sin embargo, el compartir rango mayestático les confería de inmediato el derecho a establecer una intimidad que no hacía sino remarcar la distancia que les separaba del resto de los humanos.