El transcurso de los días en la posada, con el mal dormir forzado por el ruido de puertas que se abrían y cerraban a cualquier hora, por el bullicio de actrices y cómicos buscándose la vida, se le hizo de repente insoportable. Francisco se sentía mal desde que atendió a los ruegos de Josefa. No podía quitárselos de la cabeza.
Echaba de menos en ese momento a alguien en quien apoyarse y pedir consejo.
Aprovechó que era fiesta de guardar y decidió acudir a rezar a la iglesia de San Juan, la parroquia que frecuentaban los criados de palacio, cerca de la real fragua, en la cual había sido enterrada Nicolasa de Burgos. Hacía mucho que no pisaba un lugar sagrado. A excepción de su alto campanario cuadrado, el edificio era más bien pobre, llamativamente austero considerando las tumbas de linajes nobiliarios —los Solís, los Herrera y los Luján—, que también albergaba en su espacio interno. Recordó a Nicolasa en su imagen más piadosa, cuando abrigada con la toquilla salía a cumplir con sus preceptos cristianos. Fue también ante esa iglesia donde esa mujer de singular carácter se atrevió a confesarle, antes que a nadie, la historia de su vida. Por lo que le había revelado a Josefa en su trance de muerte, valoraba ahora en toda su grandeza aquel gesto. Sintió la necesidad de pedir a Dios por su alma. Entró en el templo. La misa había terminado y apenas quedaban fieles orando. Prefería pasar desapercibido ante la servidumbre regia, así que avanzó por un lado de la nave central, buscando la penumbra de las capillas, hasta encontrarse frente al altar mayor. Miró a la imagen de esa Virgen de Gracia a la que tantos dirigían con fervor sus plegarias. Se hincó de rodillas en el suelo, cerró los ojos, rezó, hizo examen de conciencia y pidió consejo a la divinidad. Cuando volvió en sí, después de un breve lapso de tiempo que le pareció infinito, se encontró al viejo cura frente a él, con un manojo de gruesas llaves en la mano:
—Debo cerrar la iglesia, buen hombre. Si te queda algún asunto pendiente con Dios, atiende al próximo repique de campana y acude a misa —le dijo con autoridad, sin darle más opción que decir amén y largarse.
Francisco salió a la calle. Espesos nubarrones anunciando lluvia cubrían el cielo. Cayeron sobre su cabeza unas tímidas gotas.
Tuvo que resolver con rapidez hacia dónde dirigirse, si no quería verse empapado. La puerta de la cerrajería real no estaba lejos, pero decidió encaminarse mejor hacia la casa de Sebastián de Flores. Hacía tiempo que no charlaba con él a solas. Recorrió cabizbajo el trecho que mediaba hasta la calle de Segovia, mientras la lluvia, que comenzaba a mojarle, le sirvió para ir despejando su conciencia.
Halló a Sebastián enfrascado en sus quehaceres, enseñando a uno de sus oficiales a componer en los tornos un troquel de moneda.
Lo hizo pasar a una habitación aparte, donde podían hablar sin ser molestados por nadie. La alegría del encuentro fue mutua.
—¡Cuéntame, Francisco! ¿Qué tal te va por casa de Goyeneche? Sé por sus noticias que sigues acudiendo con regularidad.
—Bien, muy bien, maestro. No puedo quejarme de nada. Al contrario, creo que recibo un trato privilegiado y totalmente inmerecido.
—Goyeneche es así. Generoso y espléndido, como su padre.
Cuando cree en algo, lo hace con fervor. No tiene término medio.
—Sebastián, necesito comentarle ciertos asuntos… Han ocurrido cosas últimamente que han venido a trastocar mis planes…
Hasta hace un rato me sentía confuso, pero creo que empiezo a vislumbrar la luz…
—Estoy al tanto de la muerte de Nicolasa de Burgos, si es a eso a lo que te refieres. Y no me gustaría hablar de ello —intervino tajante y serio el maestro. Su mirada se endureció repentinamente, pero el oficial ya había aprendido a distinguir que lo que se parapetaba detrás de esa actitud era el hiriente dolor que escondía en su memoria por los hechos ocurridos durante su juventud.
Francisco no estaba seguro de si alguna vez Sebastián sospechó de los secretos personales que Nicolasa había guardado hasta el final de sus días, sólo para confesárselos a su hija en el lecho de muerte.
—Yo la quería como a una madre y…
—Francisco, he dicho que no quiero hablar de eso —volvió a contestar Sebastián con firmeza.
—De acuerdo… Por desgracia, Nicolasa ya no está y realmente lo que más me preocupa ahora no es ella, sino la situación de José de Flores, mi maestro. La muerte de su esposa le ha afectado sobremanera. El prestigio del taller se derrumba a pedazos… —El cerrajero se detuvo un instante para sopesar sus siguientes palabras—: He decidido que voy a arreglar mis diferencias con él y a regresar a la fragua. Me necesita. Me lo ha rogado Josefa y no puedo ser tan desagradecido a mi vínculo con esa familia.
Sebastián parecía escuchar con atención, aunque había avanzado hasta una mesa, donde empezó a ordenar nerviosamente cartas y documentos. Era evidente que ponderaba la reacción a mostrar ante las afirmaciones de Francisco.
—Maestro, no quiero abandonar el proyecto de la fábrica del acero… pero, ¿cómo hacerlo? Goyeneche me ha adelantado todo ese dinero…
—No es necesario que abandones nada. El asunto es más sencillo de lo que parece… déjame pensar —dijo Sebastián, posando su mano en la barbilla con ademán calculador—. Haces bien en regresar al taller de mi primo, siempre y cuando antepongas tus intereses y no te dejes domeñar por su espíritu mediocre; él es un brillante artesano, pero, repito, un espíritu mediocre. Su carrera está finiquitada. La tuya debe empezar ya a despuntar. ¿No es eso lo que ansías?
Regresa a la cerrajería real y al servicio palaciego, no lo dudes. Hazte con el mando de la fragua, logra la maestría… ¿no tiene hijas José que sean buenas mozas…?
—Sí, bueno…
—¡Cásate con una de ellas! Tendrás dote, herencia, la fragua, oficio junto a la familia real y además… podrás continuar involucrado en el proyecto del acero. Sé dueño de tu tiempo y sigue investigando a mi lado y visitando la biblioteca de Goyeneche; trabajando soterradamente para él, si es lo que deseas. Tu lugar está junto a la corte. No cabe duda de que nos serás muy útil dentro de palacio.
Francisco ignoraba entonces que nada interesaba más a aquella gente comprometida con ese proyecto industrial que el hecho de tener al cerrajero, dueño y señor de las puertas de palacio, de su lado.
—Gracias, Sebastián. Es un alivio pensar que tengo buenos consejeros —dijo el oficial, verdaderamente agradecido—. Por otro lado, lo de nuestro admirado Réaumur va viento en popa…
—Anda, resuelve los asuntos que ahora te reclaman primero.
Ya habrá tiempo para lo demás…
—Así lo haré, maestro —concluyó satisfecho Francisco.
El afectuoso abrazo con que Sebastián de Flores le despidió le dejó reconfortado y convencido de que el paso que se disponía a dar iba en la dirección correcta. Cuando salió a la calle, el cielo negruzco se desplomaba sobre Madrid, vertiendo agua a cántaros sobre sus calles. Corrió pegado a los muros de los edificios, buscando de trecho en trecho el refugio de los alféizares de algunos portalones señoriales. Había decidido regresar a su habitación en la posada de Micaela. Recogería sus pertenencias, se despediría de la matrona y su tropa de jóvenes actrices, que tan buena compañía le habían procurado; liquidaría lo debido y dormiría hoy tranquilo. Al menos ése era su propósito. «Mañana será otro día», musitó para sus adentros.
De camino a la fragua, al día siguiente, dejando a atrás su frívola existencia en la posada, le ocurrió por casualidad lo que más había deseado. Bajaba por la calle de Carretas, siempre animada por sus comercios y talleres de artesanos, cuando vio introducirse en una tienda a dos mujeres. Por la diferencia de su atuendo, entendió que se trataba de una dama de alcurnia y su doncella. La tienda era propiedad de un conocido comerciante francés, especializado en adornos femeninos importados desde el extranjero. Su género tenía fama de ser el más exquisito disponible en Madrid, y por ello no era raro ver detenida frente a su puerta algún elegante carruaje.
Francisco se fijó en la decoración de la silla de manos que había traído a la dama en cuestión. Según se acercaba, reconoció con claridad los detalles de ese paisaje chinesco y la figura mitológica de la diosa desnuda, pintada a laca en sus costados. No cabía duda. Era la condesa de Valdeparaíso quien había accedido a la tienda. Con el corazón sobresaltado, decidió detenerse a esperar apoyado contra la pared de un edificio contiguo. Los dos criados portadores de la silla no repararon en él. Llevaba ya un rato de espera, impaciente, cuando escuchó el tintineo de las campanillas que se agitaban al abrir la puerta del comerciante francés. Apareció entonces la condesa, alegre, llevando sobre su pelo blanco un ampuloso tocado de terciopelo y plumas que no tenía al entrar. Al verla, Francisco arrancó a andar hacia ella, haciéndose el encontradizo. María Sancho Barona se lo encontró de sopetón, frente a ella, cuando ya casi iba a subir a la silla.
—Buenos días, condesa. Hermosa casualidad encontraros a pie de calle —se atrevió a decir Francisco, con galante cortesía.
—Barranco, qué sorpresa —contestó, verdaderamente sorprendida—. Madrid tiene muchas calles y no siempre es posible encontrarse en ellas a quien uno desea…
Por un momento, ninguno de los dos supo por dónde encauzar el encuentro. Fue Francisco, empujado por su excitación interior, el que arrancó de nuevo a hablar.
—Hace tiempo que no os veo en las comedias. El ambiente del teatro pierde mucho sin vuestra presencia… elegante y entendida en letras.
Para satisfacción del cerrajero, María recibía sus palabras, que podrían parecerle osadas procediendo de un hombre de más baja condición social, con evidentes muestras de sentirse halagada. Su sonrisa satisfecha la delataba. Por primera vez le dedicaba su atención, a él solo, cara a cara.
—Tienes razón. He estado fuera de la corte una temporada y he cambiado los escenarios de Madrid por los de Almagro. La verdad sea dicha, tengo ganas de volver al teatro de Luis de Rubielos. Me cuentan que sus últimas comedias han sido sorprendentes, ¿es así?
—En efecto, condesa, así han sido. Tramoyas, vestuario y escenografía que os hubieran encantado; Ana Hidalgo en sus mejores representaciones y los entremeses de José de Cañizares, insuperables.
Todo un éxito de recaudación —se explayó Francisco, demostrando que al menos su tiempo entre actrices no había sido en balde.
—Me gusta escucharte hablar de teatro, cerrajero. Sabía por Goyeneche de tus talentos para la metalurgia, pero ignoraba tu sensibilidad para otras artes, especialmente la teatral, que tan de cerca me toca… —dijo María, atrapada ya por la curiosidad hacia este hombre, que el destino se empeñaba en cruzarle en su camino una y otra vez—. Recuérdame que en una próxima tertulia intercambiemos opiniones sobre teatro.
—No lo olvidaré. Os lo aseguro… —sentenció Francisco, mirándola fijamente.
—Se me hace tarde. Debo marcharme —añadió la condesa, desplegando el abanico que llevaba en la mano derecha, como un acto reflejo del arte del coqueteo, que manejaba con delicada destreza—. Hasta pronto, Barranco…
—Hasta pronto, condesa.
El resto del camino hasta la fragua de Flores, recorriendo la calle del Arenal, lo hizo como hechizado. No recordaría después cuánto tiempo había tardado en el trayecto. Le costaba creer el encuentro que acababa de vivir con María Sancho Barona. ¿Era posible que hubiera coqueteado con él, o era sólo un efecto de su imaginación? Aunque breve, le había parecido una deliciosa eternidad, que poco después iba a contrastar con el agrio ambiente que iba a encontrarse en lo que podía considerar de nuevo su hogar y su familia.
Halló la estancia principal sucia y revuelta. La puerta estaba entreabierta y no le hizo falta más que empujarla para poder entrar en la casa sin que nadie le saliera al paso. Francisco sintió pena por el estado en que encontró el hogar de los Flores. Josefa tenía razón.
Platos y pucheros sucios, migas de pan esparcidas sobre el tablero de la mesa, sillas descolocadas, los pocos cuadros torcidos, huellas de barro en el suelo enlosado, polvo por doquier reposando.
Le pareció escuchar el trajín del cubo metálico del pozo, en el patio trasero. Decidió asomarse allí directamente, esperando ver a Manuela, la pobre tullida, faenando en labores domésticas, a pesar de su brazo inútil. Reconoció la voz de la joven, reclamando a alguien, entre risas ahogadas, que contuviera sus ansias. Tuvo tiempo de reaccionar y detenerse en el quicio de la entrada al patio. Por el hueco que dejaba la puerta pudo contemplar la escena. El cubo rodaba por el suelo, sobre el agua ya derramada. Félix Monsiono tenía a Manuela acorralada contra el brocal del pozo, estrechándola con brusquedad por la cintura, buscando con la boca su cuello. Manuela se revolvía algo incómoda por el embate, pero su cara de satisfacción la traicionaba. Como Josefa, vestía ropas negras por su madre fallecida, pero en ella y en esta situación el luto parecía indigno y grotesco.
A Francisco se le revolvió el estómago; sintió rabia e impotencia.
Escuchó de repente el ruido de los fuelles insuflando aire. Retiró su mirada de aquella extraña pareja y en un par de enérgicas zancadas se presentó en la fragua.
El maestro Flores se ocupaba en ese momento de remover con el atizador el carbón candente con penosa desgana. Su estado era tal como se lo había descrito Josefa: acorde al abandono del resto de la casa. Una rápida mirada en redondo le bastó para inspeccionar el taller. Le hirió profundamente el orgullo encontrar algunas piezas hechas por él, nacidas de su ingenio y su habilidad artística, arrinconadas en el suelo, bajo el banco de trabajo: trozos de balcones destinados al palacio de La Granja, algunas chapas repujadas de bella ejecución para cerraduras y modelos para empuñaduras de llaves, que en su día le habían costado semanas de minuciosa labor.
La repentina aparición de Francisco, con la altanería, cuidado aspecto y ropa de cierto postín que últimamente gastaba, emocionó a José de Flores. La viudez había limado las asperezas de su carácter.
Ninguno de los dos parecía el mismo de hacía unos meses. El maestro soltó el atizador y se derrumbó sobre un taburete cercano. Ni siquiera se sintió con fuerzas para dar la bienvenida a su mejor discípulo, al que tanto había echado últimamente de menos. Francisco se inclinó y agarró al maestro por los hombros, en un gesto de comprensión y afecto. Hicieron falta pocas palabras para entenderse.