—Maestro Flores, he venido para quedarme… si me lo permite. Olvidemos nuestra pasada discusión. No tuvimos nosotros solos la culpa. Nada nos hubiera separado si el infame de Félix no hubiera malmetido a conciencia —prorrumpió el oficial, con voz clara y fuerte—. Voy a ayudarle a organizar el taller. Es impensable este desastre en una casa al servicio real. No puedo entender cómo es posible que desde la corte no se hayan quejado, ni cómo ha dejado que un indeseable ayudante haya convertido este digno lugar en un antro.
José de Flores contestó con una mirada de gratitud y aprobación, que al mismo tiempo rebosaba tristeza.
—No puedo expulsarle, Francisco —comenzó a hablar el maestro, excusándose esta vez él, como un niño indefenso, ante su apreciado discípulo—. Conoce demasiado bien las entretelas de mi familia y de mi oficio… no me cabe duda de que las vendería a cualquiera de mis competidores en el gremio.
La imagen del sempiterno baúl de viejos artilugios de cerrajería asaltó en ese momento los recuerdos de Francisco. Aún se enorgullecía íntimamente de haberle sacado valiosos secretos, aquellas notas tomadas del manuscrito. Esos raros dibujos indescifrables, cuyos detalles fue recordando uno a uno, como si los hubiera visto ayer mismo: un dios guerrero acompañado de un lobo, con su mano reposada sobre la quinta traviesa de una escalera de siete peldaños; un árbol, un dragón, unos huesos, un león con collar de eses, una copa de cristal transparente y otra opaca; un reloj de arena con el sol y la luna a sus costados. Dejó al maestro en su soliloquio y se acercó discretamente hasta el rincón donde reposaba el mueble. Se percató, tal como lo había hecho antes Josefa, de las muescas marcadas en los bordes de su tapa. Era evidente que habían intentado forzarlo, pero las cerraduras exteriores parecían intactas. Si había sido Félix, no era probable que lo hubiera conseguido. Regresó al lado de la fragua encendida.
—Y ahora… —proseguía José de Flores— si nadie lo remedia, Félix es el dueño y señor de mi casa y de mi hija Manuela… Sólo tú puedes poner remedio a todo esto, Francisco. Ya sabes que la corte marcha a Extremadura y Andalucía. Debes ser tú quien vaya en ese viaje y no él. La marcha junto a la familia real te dará prestigio y así podré recomendarte, como mi discípulo principal, para sustituirme en el cargo de cerrajero real. Si no lo haces, acabarán por destituirme. Podrán incluso exigirme que abandone esta fragua, que a fuerza de ocuparla desde hace varias generaciones, ya parece nuestra, pero que, en buena ley, es de propiedad regia. Otra saga de cerrajeros sustituirá a mi dinastía. Yo estoy enfermo y acabado. No deseo más que dejar mi taller en buenas manos y morir en paz…
—No diga esas cosas. Tiene maestría para rato y conmigo a su lado las cosas van a ser distintas. Antes que nada, debo enterarme de mi situación en la servidumbre de palacio.
—Estoy seguro de que te han mantenido en activo. De haberte cesado por tu ausencia, deberían haberme informado.
—Si es así, no alcanzo a explicarme por qué… —musitó Francisco.
Félix irrumpió en ese instante en la estancia. Venía con la camisa abierta y el pecho al aire, a pesar de que la mañana estaba fresca. Su rostro se descompuso al encontrar tan inesperada visita junto al maestro. El bronco artesano saludó de forma áspera. Francisco salió de la fragua y se detuvo en el zaguanete de entrada. Quiso evitar que el maestro fuera testigo de un nuevo enfrentamiento entre sus oficiales. Sabía por experiencia que esta rivalidad alteraba mucho su ánimo. Félix se plantó de nuevo cara a Francisco, para exigirle de malos modos una explicación por su presencia.
—¿Acaso no te habías largado? —le espetó.
—Sí. Pero he decidido volver. El maestro Flores acaba de darme potestad para enderezar el trabajo de este taller, que tan mala reputación debe estar ya alimentando en la corte. Y más te vale acatar las órdenes —le contestó Francisco, conteniendo a duras penas su furia.
El cerrajero tomó del suelo el hatillo que traía consigo desde que abandonó la posada y sin mediar palabra se dirigió al modesto cuartucho que fuera su morada. Quería demostrar que venía dispuesto a instalarse de nuevo. Félix lo siguió, pegado a su espalda. La habitación estaba sucia, más deshabitada y vacía que nunca. Ni siquiera el catre del ceñudo oficial tenía ya mantas. Al gesto de asombro de Francisco, correspondió su rival con una falsa carcajada:
—¿Qué esperabas? ¿Qué siguiera durmiendo en este jergón de aprendiz? Este cuartucho quizás siga siendo aquí tu sitio… yo ya he ascendido —le dijo con sorna—. Entérate: comparto lecho con Manuela y gobierno con ella esta casa. Así que no me impresionas con tus galas y tus aires pretenciosos de siempre. No acato tu autoridad. Nunca. Antes muerto.
Francisco no se dejó amedrentar por el ademán amenazante de Félix. Antes bien, le afeó la poca vergüenza de estar abusando de una muchacha ingenua, tullida y poco lúcida, que había caído en las redes de un patán que únicamente pretendía aprovecharse de ella.
—No vengo a mandar sobre ti. Tu nula calidad profesional y humana ni siquiera merece ese esfuerzo por mi parte —espetó Francisco a Félix—. Conténtate con que el pobre maestro Flores no se atreva a echarte. ¡Sólo el miedo le retiene! ¿Sabes? Estoy seguro de que jamás llegarás a nada.
Le anunció que iba a ser él quien marchara esta vez de viaje junto a la familia real:
—¿Te acuerdas de aquella vez que fuiste tú quién acompañó al cortejo de criados del rey a Guadalajara?
Entonces Francisco, recién llegado a Madrid, se había sentido inepto y anhelado con todas sus fuerzas aprender con rapidez el oficio. Ese deseo era ya una realidad. Ahora la ocasión para el lucimiento iba a ser suya.
—Suerte tienes, Félix, de que mi ausencia de Madrid retrase nuestro enfrentamiento… —prosiguió—. Lástima, porque alargar esta situación perjudicará sobre todo a las personas que me importan en este mundo… —Francisco pensaba ahora en Josefa, a quien irremediablemente iba a corresponder la penosa tarea de cuidar de su padre y mantener dignamente a flote el hogar familiar durante este tiempo de alejamientos y cambios que se avecinaba.
Félix dio por terminada la disputa lanzando un escupitajo a los pies de su compañero y enemigo. La envidia le carcomía. Un odio irracional los impelió a apartarse uno de otro.
Los preparativos para el viaje real se aceleraron en pocos días. Una repentina mejoría en la demencia de Felipe V provocó que Isabel de Farnesio decidiera movilizar con urgencia a la corte. No importó que fuera diciembre y que los caminos estuvieran embarrados por la lluvia y escarchados por el hielo. La familia real portuguesa recibió indicaciones en Lisboa de que en un par de semanas, bien entrado el mes de enero, podría celebrarse por fin sobre el río Caya, junto a Badajoz, el encuentro de las dos Coronas y el intercambio de sus princesas, destinada cada una a reinar al otro lado de su frontera natal.
Muy a su pesar, Josefa había solicitado permiso para permanecer en Madrid. Al fin y al cabo, sólo la servidumbre estrictamente necesaria acompañaría al cortejo. La camarera mayor, que siempre que tenía ocasión le mostraba su aprecio, la había incluido en las listas del traslado. Pero ella fue consciente de la obligación moral que tenía de permanecer junto a su padre y su hermana. Decidió solicitar una baja transitoria y obtuvo el beneplácito de su superiora. Josefa se sintió en estos días más desamparada que nunca.
Sabía ya que Francisco, en cambio, se marchaba con la corte y temía que este alejamiento fuera a suponer el distanciamiento definitivo entre ellos. Con el revuelo de la mudanza, iba a ser difícil ordenar de forma estricta a los criados y hacer cumplir las etiquetas que apartaban a mujeres de hombres. Cualquier muchacha soltera podría engatusar al atractivo cerrajero, cavilaba una y otra vez Josefa.
Y este pensamiento la torturaba de nuevo como en los años de su adolescencia.
Francisco se presentó en los despachos del alcázar desde los cuales se organizaba a marchas forzadas el viaje de las personas reales, con impedimenta y servidumbre. Para su sorpresa, allí constató que los empleos de mozo de la furriera y oficial de cerrajero que antes ocupaba seguían vigentes, a pesar de su larga ausencia. No se atrevió a pedir explicaciones, pero de refilón, en el libro de registro de criados, pudo leer un apunte anotado al margen de su apellido:
«Continuará en el servicio, por indicación del tesorero de su majestad, don Miguel de Goyeneche». Fue entonces cuando el secretario que le atendía, siguiendo el listado de nombres con el dedo índice, llegó al mismo renglón que Francisco estaba leyendo. La anotación le refrescó la memoria:
—Vaya, ya recuerdo. Ésta es mi caligrafía —le explicó a Francisco—. Fui yo quien escribió la nota. Su excelencia el tesorero de la reina intercedió personalmente para que no causaras baja en palacio.
Requirió tus servicios para sus casas, ¿no es así? Y el mayordomo mayor le autorizó a que usurpara temporalmente un criado al servicio regio. Pareces bien recomendado… ¿Y ahora dices que te envía Flores para que marches, en su nombre, como cerrajero?
—Así es, señor.
—Bien, te alistaré en la comitiva. Por poco no llegas a tiempo.
Los artesanos de tu rango parten mañana mismo con las carretas, mulas y enseres de su oficio: carpinteros, vidrieros, tapiceros, estereros… —dijo, repasando lacónicamente con la vista los papeles entre sus manos—. Sin embargo, espera, veo aquí una indicación expresa de que el cerrajero viajará el mismo día previsto para la familia real y la alta servidumbre, anticipando su labor en los lugares donde los reyes, el príncipe y los infantes se hospeden. Ya sabes la obsesión de don Felipe por la seguridad de sus aposentos. Preséntate en tres días, antes de la salida del sol, en la plaza del alcázar. Y si tienes mujer e hijos, déjalos bien provistos. Está decidida la fecha de partida, pero quién sabe cuándo será el regreso…
El oficial pasó sus últimas jornadas en Madrid sumido en una frenética actividad. Se ocupó de poner en orden la fragua, colocar las herramientas y terminar los trabajos a medio hacer; de distribuir los hierros en bruto, según sus calidades, en el patio; de revisar los fuelles, de cargar la carbonera, y hasta de barrer y fregar ese espacio al que tanto afecto tenía. Ayudó al maestro a repasar los últimos recados de mayordomía de palacio, revisar las cuentas de gastos e ingresos, contar los reales ahorrados y buscar un nuevo escondite para ponerlos a buen recaudo. Por suerte, Félix desapareció de la casa en esos días, consciente de que no era momento para nuevos enfrentamientos.
Francisco, además, sintió la necesidad de despedirse de ciertas personas queridas y dejar bien atados algunos cabos.
Encontró a Pedro Castro en una taberna próxima al teatro del Príncipe. Le debía una explicación por su repentina desaparición del entorno teatral desde que Josefa, vestida de luto, lo encontrara junto a él compartiendo chanzas y vino. Pedro detuvo la conversación de Francisco en seco. Sinceramente, no necesitaba sus excusas; lo que decidiera hacer, bien hecho estaba. Se alegró del entusiasmo que el cerrajero mostraba ante la perspectiva del viaje acompañando al cortejo real, y de que las preocupaciones por las circunstancias de la familia Flores y por la interrupción aparente de sus investigaciones sobre metalurgia no hubieran minado su determinación. Finalmente, le puso al día de noticias que sin duda incumbían a Francisco: Miguel de Goyeneche, como era de esperar, iba a acompañar a la reina en su cargo de tesorero; al igual que María Sancho Barona, que lo haría en calidad de dama de Bárbara de Braganza, la próxima consorte del príncipe Fernando que iban a recoger en la frontera. El conde de Valdeparaíso, esposo de María, aprovecharía la ocasión, en cambio, para ocuparse de la administración de sus propiedades en La Mancha. Pedro conocía estos detalles de primera mano, por confidencias de la condesa. Francisco decidió, por el contrario, ocultarle a Pedro su último encuentro fortuito, en la calle de Carretas, con ella. Guardaba ese recuerdo para sí como en oro en paño.
La grata sorpresa fue enterarse de que, con toda probabilidad, si la ausencia de la corte se prolongaba, Pedro también se desplazaría adonde la familia real se instalara. El rico empresario teatral, Luis de Rubielos, se había dado prisa en contratar a la compañía de cómicos a la que Pedro pertenecía, para levantar el vuelo de Madrid y seguir las huellas de la comitiva real, buscando entretenerla en otros escenarios.
—Si se marchan los reyes, se va con ellos nuestra clientela más selecta y detrás de ésta, la de segunda categoría: la que ocupa el patio, las gradas y la cazuela —explicó Pedro, con gracia—. Madrid sin la corte es una ciudad muerta, el mismo poblacho que fue cuando la habitaban los moros. Son sus variopintos moradores y transeúntes, atraídos por los oropeles de la Corona, quienes le dan empaque y vida, ¿no crees? Si éstos se largan, ¿quién va a quedar para pagar la entrada a un corral de comedias?
—Visto así, tienes más razón que un santo. En cualquier caso, me alegro de no perderte de vista —contestó Francisco, despidiéndose de su amigo con un campechano abrazo—. Seguro que nos volveremos a ver pronto… Dios sabe dónde y en qué momento inesperado.
Francisco tuvo bien presente que debía dar cuenta de sus pasos a Sebastián de Flores. Y así lo hizo. El encuentro fue breve. Suficiente para que el maestro le recomendara aprovechar al máximo las oportunidades que ahora iba a encontrar en su camino y le deseara suerte.
En el hogar de los Flores, la última noche antes de la partida estuvo marcada por los imprevistos. Josefa se había presentado a media tarde. Según lo acordado, la camarera mayor la había liberado temporalmente del servicio, y ella se dio prisa en acudir a su casa antes de que se hubiera marchado Francisco. Se instaló en el cuarto que siempre había compartido con Manuela, que ahora olía de una forma repugnante y se vio obligada a airearlo abriendo las ventanas al relente de la noche. Sólo así, a pesar del frío, podía soportar la idea de dormir en su cama, usurpada perversamente por Félix. Sabía que tenía una conversación pendiente con su hermana, pero pensaba dejarla para más adelante. Cocinó una contundente sopa de pan y ajo para la cena, y dispuso los platos con el cariño con que antes lo hacía su madre. Félix todavía no había aparecido. Se sentaron a la mesa: el maestro, Josefa, Manuela y Francisco. Sorbían de los cucharones en silencio, sin deleitarse en los sabores ni mediar palabra. Una incómoda sensación de inquietud y desazón ardía internamente en cada uno de ellos. Manuela se encargó después de acompañar a su padre al piso de arriba y de ayudarle a meterse en la cama. Josefa y Francisco se quedaron para recoger los cacharros y preparar la chimenea, cubriendo las ascuas con ceniza.