—Padre, me cuesta escucharle hablar así de la alquimia. No todos son iguales. Yo no he olvidado que una alquimista salvó de niña mi rostro de los efectos de un herpes. Sin ella, mi vida hubiera sido distinta, se lo aseguro —interrumpió la condesa.
—Bien, vayamos al grano, María… A la vista de tanta competencia, creo que no debemos dar pasos en falso. Mi propuesta es clara —sentenció Goyeneche, que interrumpiendo a la condesa, ofrecía pistas evidentes de la confianza que mediaba entre ellos—. Yo financiaré los experimentos que nuestro reconocido maestro Sebastián de Flores hará sobre la fabricación de acero; supongo que con la ayuda de Francisco Barranco, ¿no es así?
—Así será —intervino tajante Flores, sin dar a Francisco oportunidad de contestar por sí mismo.
—El padre Feijoo, como amigo de la familia —prosiguió el anfitrión—, nos mantendrá informados de las novedades científicas internacionales. Os conozco bien, padre, y sé que os ofendería gravemente si insinuara que obtendréis beneficio económico de esto.
Mi apreciado Zenón de Somodevilla, por su empleo en la Marina, estará ausente durante un tiempo, pero no cabe duda de que pronto nos será útil. Pedro, amigo, con tu habilidad para moverte en esta villa, me servirás para encargos y recados, como acostumbras… Yo estaré al tanto en la corte de los trámites precisos, y en su justo momento, si Dios quiere, lograré de la Corona el monopolio de una gran manufactura de acero, que proporcionará sustanciosos ingresos. Y tú, mi querida María…
—Mi intervención en tu proyecto será importante, Miguel —intervino la condesa—. Podré desviar algún capital de lo que corresponde a mi tesorería privada, sin necesidad de justificarlo ante mi esposo. Pero sé que puedo aportar algo más estimado todavía.
—Tú dirás —dijo Goyeneche, expectante como los demás presentes ante el ofrecimiento de la condesa.
—En mis manos se halla el tratado de ese científico francés, Réaumur, que al parecer desvela las claves del procedimiento del acero que todos pretenden. No me preguntéis de dónde lo he sacado.
Creed simplemente que soy dama de muchos recursos… Lo tenía reservado a alguien que andaba buscándolo —dijo, dedicando una mirada cómplice a Francisco, cuyo corazón comenzó a agitarse al escuchar la confesión de la condesa y ver el interés que la dama había dedicado a este asunto común entre ellos—, pero en vista de que no ha acudido a mi aviso, creo más conveniente sacarlo de su escondite y aportarlo como contribución a esta empresa. Si te parece, lo entregaré para que entre a formar parte de tu biblioteca. Sé que apreciarás mi regalo…
—No dejas de sorprenderme, querida —contestó Goyeneche, tan halagado como el cerrajero—. Es más, me ocuparé de su traducción al castellano y estudiaré si es viable su publicación en un futuro.
Sebastián de Flores, que al igual que Francisco estaba maravillado por la repentina localización del valioso tratado que tanto ansiaban, se atrevió a sugerir que fuera el oficial el encargado de estudiar las conclusiones que se obtuvieran de la traducción del ensayo.
Goyeneche se ofreció a abrirle para ello las puertas de su casa. No dudó en demostrar la simpatía que el joven cerrajero le despertaba.
El tiempo había pasado rápido durante la tertulia. El carillón del reloj de péndulo que presidía la chimenea de la elegante estancia anunció que ya era hora de dar por terminada la interesante charla, a la que Goyeneche puso broche final contando, de forma distendida y al unísono con la condesa, otras novedades de la familia real.
El aislamiento internacional de España había dejado pocas opciones para concertar matrimonios de Estado a los príncipes españoles. Sólo la casa real portuguesa se prestaba al pacto familiar, que lo era también político, con Felipe V y su esposa. Ambas partes estaban de acuerdo en que, una vez establecida la comunicación oficial, era conveniente aprovecharla para acordar varios enlaces de una vez. De esta forma, se ahorraba tiempo y dinero. Por ello, se convino celebrar al mismo tiempo las bodas del príncipe Fernando y la infanta María Ana con los hermanos Bárbara y José de Braganza.
Se hablaba ya en la corte del próximo intercambio de prometidas en la frontera portuguesa y algunos rumores apuntaban a que el acontecimiento iba a servir para sacar al rey por la fuerza de su demente encierro madrileño. Francisco ignoraba aún que su suerte iba a estar ligada a este evento.
Pasaron las semanas rápido. Desde que abandonara precipitadamente la cerrajería real, los días transcurrían ligeros para Francisco. En sus sueños nocturnos escuchaba a veces el machaqueo de herramientas y metales, poniendo música de fondo a las escenas vividas junto a la familia Flores, que con frecuencia le asaltaban la mente desde lo que simulaba ser un lejano pasado.
Poco a poco el rastro del hollín más arraigado entre las uñas fue desapareciendo a base de buenos fregados de manos, y con ello, el remordimiento de haber dado la espalda a su maestro. Vestido a diario de limpio, con el rostro aseado y sin tizne, paladeaba por primera vez los deleites de sentirse un respetable caballero. Y a ello habían contribuido las amistades y livianos quehaceres de lo que parecía, aun con su incertidumbre, el inicio de una nueva vida.
Tal como acordaron durante la tertulia en casa de Miguel de Goyeneche, Francisco comenzó a asistir cada mañana a la biblioteca del joven empresario. Se había comprometido a extraer toda la información posible sobre aquel tratado de Réaumur, sustraído de palacio por la condesa de Valdeparaíso, relativo a la fabricación del acero. Goyeneche dispuso que uno de sus empleados en
La Gaceta de Madrid,
ducho en francés y responsable de la transcripción de las noticias que llegaban de París, facilitara la labor del cerrajero, traduciéndole día a día por escrito varias páginas del tomo. La sala de libros del palacio de Goyeneche invitaba a la buena marcha del proyecto. Por sus amplios ventanales, en un lado de la estancia, se colaba de forma tenue la luz, acompañada del sonido de viandantes y carruajes que transitaban por la calle de Alcalá. El bullicio apenas molestaba, sin embargo, a la necesaria concentración para el estudio que Francisco lograba en este cálido ambiente, cuajado de suelo a techo de volúmenes encuadernados en buen cuero y caldeado por enormes braseros de cobre.
Debido a sus obligaciones junto a la reina, Goyeneche se hallaba normalmente fuera de casa a la hora en que Francisco hacía su entrada. Solía recibirle el administrador, obedeciendo las indicaciones que el señor había dejado dispuestas para que el invitado quedara bien instalado en la biblioteca. Cuando la vista se le cansaba de tanta lectura, Francisco se solazaba en la contemplación de los retratos de familia que colgaban delante de las estanterías, en escuchar el carillón del reloj con su celestial tintineo y en paladear el chocolate caliente que el criado mulato servía puntualmente a las doce. Todo le sabía a gloria.
Goyeneche le sorprendió un día con la intención de darle dos mil reales de una vez, como anticipo de la ocupación que el oficial iba a desempeñar en el proyecto que se traían entre manos. Un dinero que le fue entregado, hasta el último real, por el administrador.
Francisco tuvo que contener su alegría ante la visión de ese puñado de monedas, que tanta falta le hacían en este momento en que no percibía salario alguno y mal pagaba sus gastos con lo poco ahorrado de su antiguo jornal en la fragua. Sentir que entraba a formar parte de la red de mecenazgo de los Goyeneche le producía una satisfacción inigualable. Deseaba tener ocasión de agradecérselo a don Miguel en persona, pero últimamente era difícil coincidir con él cara a cara. Una mañana, encerrado en la biblioteca, escuchó a través de la puerta su voz simpática y autoritaria, según entraba al recibidor del palacio. Francisco hizo amago de salir a su encuentro, pero se contuvo al oír una risa femenina que acompañaba alegremente al joven navarro. Reconoció al instante la voz dulce de la condesa de Valdeparaíso y decidió quedarse inmóvil donde estaba. La atractiva pareja entró al salón contiguo. Agudizando el oído, se intuía su animada conversación, interrumpida de cuando en cuando por silencios que se hacían eternos.
—¿Qué piensa tu marido de que te quedes sola en Madrid durante estos días? ¿No me dijiste que había contraído fiebres tercianas estando en La Mancha? ¿Acaso no reclama tu encantadora presencia a su lado…? —escuchó Francisco que Goyeneche preguntaba a la condesa.
—Está bien atendido y tiene una salud robusta. No merece la pena mi viaje. Antes de que me tomara la molestia de llegar a su lado, ya estaría curado —contestó María Sancho Barona, algo contrariada por la mención a su esposo en las circunstancias y lugar en que ahora se hallaba.
—Lástima que tus padres se dieran tanta prisa en acordar vuestro matrimonio… Me hubiera gustado optar a tu mano. Hubiéramos hecho buena pareja. Aunque no debo quejarme… puesto que a nuestra manera ya lo somos, ¿no es cierto?
—Una afirmación así, Miguel, resulta muy osada. A veces me remuerden la conciencia los momentos que comparto contigo. Deliciosos, por otra parte… —apuntó la condesa con picardía—. El padre Martín, mi confesor, insiste en recordarme mis deberes conyugales.
Lo detesto. Creo que tengo derecho, como otras damas, a disfrutar de los placeres del amor de alguna manera…
—¿Preferirías esperar a quedarte viuda? El enamoramiento tiene infinitos vericuetos…
—¡Por Dios bendito! —contestó escandalizada por la propuesta—. Jamás querría una cosa así. Aprecio a mi esposo y no le deseo ningún mal a mi costa. Una cosa es que no nos entendamos, ni espiritual ni físicamente, y otra bien distinta es que le desee la muerte.
No querría verme en el infierno.
—Tu belleza es un arma de doble filo que tendrá que aprender a manejar. Seguramente ya es consciente de ello. En cualquier caso, quiero que tengas presente que la imagen de tu rostro me acompaña a cada instante. Desearía que fuera así hasta el final de mis días…
—Lo sé, Miguel, lo sé. Y te aseguro que el sentimiento es recíproco; como si aplicara un espejo a cuanto me dices…
Goyeneche introdujo su mano derecha en el bolsillo de la casaca y extrajo de él un bellísimo collar, compuesto de una larga fila de perlas, de extremada delicadeza. María interrumpió sus palabras al observar que la intención de Miguel era colocar el collar en su cuello, como así hizo.
—Son refinadas perlas traídas de Oriente. Una alhaja sólo digna de una mujer como tú. Será una señal entre nosotros. Cada vez que te la vea al cuello, entenderé que piensas en mí y anhelas mi compañía…
Un buen rato después, María Sancho se despedía entre susurros de su amado y abandonaba la residencia. Con disimulo, a través de la ventana, Francisco observó con detalle cómo salía del portal y subía con elegancia a la señorial silla de manos, porteada por dos criados que ya la esperaban en la calle. Se fijó primero en la extraordinaria decoración que ésta lucía en las portezuelas: una delicada combinación de paisaje chinesco y la figura mitológica de una diosa semidesnuda rodeada de angelotes. Reparó después en el collar de perlas que la condesa lucía esplendoroso sobre su amplio escote. Lamentó haber escuchado el significado de ese regalo que Goyeneche acababa de hacerle. Cada vez que lo luciera ostensiblemente entre sus alhajas sería porque le deseaba y era posible su encuentro. Imaginarlo le atormentaba. Las ganas de seguir adelante esa mañana con la lectura se le habían disipado. Dudaba que pudiera volver a concentrarse en el estudio. Aun así, regresó desganado a la mesa donde desarrollaba su labor cotidiana.
Miguel de Goyeneche irrumpió al momento en la biblioteca.
—¡Mi querido Francisco! —Avanzó saludando enérgicamente—. Según me cuentan, tus estudios sobre metalurgia prosperan a toda prisa. ¡Mi traductor no da abasto con tus exigencias!
—Gracias, señor. Es mi obligación. En este momento no tengo más ocupación que ésta y no estoy acostumbrado a perder el tiempo —contestó el oficial, espabilándose ante la intempestiva entrada de su mecenas—. Por cierto, no he encontrado el momento de agradeceros el salario que me habéis adelantado. Es una cantidad considerable que me permitirá dedicarme plenamente a esta tarea.
—Considéralo merecido. Por fortuna has ido a dar con alguien que reconoce el valor material de las dotes intelectuales y artísticas.
Mi familia ha sido siempre generosa con los artistas.
Miguel de Goyeneche se quedó mirando a Francisco. Su rostro pícaro adoptó una expresión de afable comprensión, acorde a sus siguientes palabras:
—Por cierto, ya sabes cómo se manejan en esta corte los datos. Me han informado de tu temprana relación con nuestro sitio de Nuevo Baztán, y que tu madre trabajó y falleció allí meses después de veros por última vez.
—Así es —contestó escuetamente Francisco, curtido ya de aquel triste recuerdo.
—No has hecho uso de esa coincidencia vital en tu actual relación con esta casa. Aprecio tu carácter, cerrajero. Lo único que necesitas es encauzar tu porvenir de manera conveniente. Estoy seguro de que tu madre estaría hoy orgullosa de ti. Creo mi obligación ofrecerte la posibilidad de regresar a Nuevo Baztán de visita, si lo deseas.
Tu madre estará enterrada allí, en la iglesia de San Javier que fundó mi padre, y su nombre figurará en el libro de defunciones. Existe incluso la posibilidad de que dejara allí un testamento…
—Descuidad. De mi madre sólo quedó para mí su memoria. Si hubo un día un capital a heredar, hace mucho que lo di por perdido.