Acompañada por el dulce sonido de los instrumentos que los músicos de cámara tocaban al fondo del pabellón, la infanta María Ana, de una delicada y armoniosa belleza que todos admiraron, fue entregada a su esposo, el príncipe José de Portugal. De igual modo, la princesa Bárbara de Braganza ocupó el sitio que le correspondía junto a su consorte, el príncipe heredero Fernando de Borbón. Pero el aspecto de Bárbara causó espanto del lado español. Su rostro apenas se había conocido antes en Madrid por un retrato, a todas luces mejorado respecto del original.
—Es extremadamente fea… —comentó por lo bajo el embajador de Inglaterra al de Francia, que demostró estar de acuerdo en la burda apreciación con un discreto gesto afirmativo.
Ni siquiera el príncipe Fernando pudo evitar una mueca de contrariedad a la vista de su esposa, dos años mayor que él. Bárbara, alta y corpulenta para sus diecisiete años, cubierta de perlas y diamantes, de indudable porte regio, no podía sin embargo disimular los defectos de su poca agraciada apariencia. Una boca enorme, de labios gordezuelos, y unos carrillos mofletudos, descompensados respecto a sus ojos castaños y diminutos, sumado a las marcas todavía perceptibles de la viruela, eran los rasgos que sobresalían a primera vista. Muchos pensaron, algunos incluso murmuraron sin tapujos, que el pobre príncipe había sido torpemente engañado con este matrimonio.
Pero la mayoría enmudeció al escuchar la conversación de la princesa portuguesa. Bárbara sabía bien que, a falta de belleza, solamente podía encandilar a la gente por su cultura e inteligencia. Y en eso era difícil que ninguna mujer estuviera a su altura. Primogénita y única fémina de los cinco hijos de los reyes de Portugal, había recibido en Lisboa una educación exquisita, en una corte de esplendor y fasto. Dominaba seis idiomas y suficientes conocimientos de variados saberes como para deleitarse en escucharla. Era amable y muy considerada hacia los demás. Resultaba así encantadora. Su fuerte, no obstante, era la música. Uno de los mejores compositores napolitanos del momento, Domenico Scarlatti, en pleno apogeo de su carrera, había recibido la extraña oferta de trasladarse a Portugal para enseñar a tocar instrumentos a una princesa, que parecía dotada de un talento natural para ello. El maestro tenía entonces treinta y cinco años y era soltero. Bárbara, una niña de sólo nueve, fascinó de tal manera a su experimentado mentor musical, que prometió no separarse jamás de ella. La princesa se convirtió en la inspiración de cuantas sonatas componía Scarlatti. Y ningunas manos eran tan ágiles y sutiles para interpretarlas al clavicordio como las de ella. El músico seguía ahora a Bárbara hasta España, dispuesto a acompañarla allá donde fuera. La idolatraba por sus cualidades musicales, tanto o más que como persona regia.
La noche de bodas y la consumación del matrimonio, ese mismo día, dio pábulo al cotilleo entre la concurrida servidumbre palaciega, que esperaba incómoda y más aglomerada que de costumbre, las órdenes de trasladarse a un nuevo destino.
Francisco escuchó relatar entre las mozas que Bárbara había sido acompañada al lecho nupcial, con gran ceremonia, por su suegra, Isabel de Farnesio, y algunas damas. La condesa de Valdeparaíso, entre ellas, había ayudado a la princesa a aflojar las cintas del corpiño que ceñía su talle, así como el incómodo tontillo, con sus aros de metal, que había ahuecado por la mañana su falda de brocado. Bárbara se mostraba muy calmada, a pesar de ignorar casi todo lo que habría de ocurrir después, cuando quedara a solas con su marido. Tenía ganas de conversar y se había interesado por las circunstancias vitales de María Sancho Barona, a quien cogió afecto tras el primer intercambio de amables sonrisas y palabras. Apenas las separaban unos pocos años de edad y habrían de estar unidas en el futuro por múltiples intereses comunes.
Al entrar el príncipe Fernando en el aposento, acompañado de su padre, embajadores y caballeros, la ceremonia se encaminó hacia la escena principal, ya por todos ansiada. La consumación era el acto que sellaba el contrato matrimonial y el consiguiente pago de la dote.
Los novios quedaron finalmente solos. Nadie supo después a ciencia cierta cómo transcurrió el encuentro, salvo el embajador francés, que presumió de bien informado y dio rienda suelta a su acerada lengua, propalando un rumor alarmante: Fernando padecía en verdad cierta tara en sus órganos sexuales, que jamás le permitiría engendrar hijos, ni gozar con normalidad de los placeres del amor. Si el hecho era cierto, a Bárbara parecía no importarle. Su compenetración con Fernando parecía perfecta. A partir de ese día los príncipes dieron muestras de amarse profundamente. La princesa portuguesa, del mismo modo que había logrado su suegra italiana, dominaba el carácter indolente de su esposo Borbón desde el inicio de su relación íntima.
—Condesa, ¿qué sabéis de lo que se dice en estos días acerca de la intimidad de los príncipes? —preguntó la duquesa de Montellano a María Sancho Barona, suponiendo que sabría más de este asunto que ninguna otra dama de su entorno.
Las dos señoras se habían apartado a un lado, para hablar con discreción, en la sala del palacio arzobispal de Badajoz donde almorzaba el servicio femenino. Doña Luisa de Gante, duquesa de Montellano, había sido nombrada camarera mayor de Bárbara de Braganza y tomaba tal responsabilidad con enorme deseo de proteger a su joven señora de las intrigas de la corte. Era una mujer discreta, leal y experimentada. Su familia, originaria de Flandes, estaba atada a la Corona de España desde hacía varias generaciones. Rondaba los setenta años y no tenía más hijos que un varón. Era fácil, por tanto, que albergara sentimientos de protección maternal hacia Bárbara, para quien ella misma se había encargado de seleccionar un distinguido elenco de damas de acompañamiento. Aristócratas de mediana edad, refinadas, que habrían de figurar en la corte junto a la princesa portuguesa: doña Dominga y doña Bernarda, rancias españolas, condesas de Montijo y de Fuensalida respectivamente; junto a doña Leonor y doña Julia, duquesas de Atri y de Solferino. Pero entre todas ellas, la condesa de Valdeparaíso, María Sancho Barona, era la preferida. La camarera mayor la apreciaba por su trato encantador y educado, y sus múltiples talentos.
—Si os referís a los rumores sobre la impotencia de don Fernando… os aseguro que no conozco más que los chismes que se escuchan entre los criados, duquesa —contestó María. Al observar el gesto de contrariedad de la duquesa de Montellano, que parecía estar mordiéndose la lengua para no decir palabras que contravinieran la lealtad de su cargo, la condesa de Valdeparaíso prosiguió la conversación sola—: Os conozco. Es evidente que estáis preocupada por ello, puesto que me preguntáis a sabiendas de que doña Bárbara no haría partícipe a nadie de una confidencia semejante y de que si yo fuera la depositaria de la misma, tampoco lo contaría. Por lo que ya conocemos de la princesa, sabéis que es mujer de clara inteligencia. Y yo no soy amiga de rumores ni cotilleos.
—Tenéis razón, María —asintió la camarera mayor—. Ya soy vieja y tengo experiencia en asuntos palaciegos. Ojalá me equivoque, pero intuyo que la corte va a sumirse en una terrible tormenta.
—¿Por qué decís eso?
—Conozco a la reina Isabel. Estoy segura de que esperaba una jovencita inmadura y manipulable como consorte de su hijastro el príncipe Fernando. Pude contemplar sus gestos de contrariedad cuando Bárbara empezó a sorprender a todos con su interesante conversación. Si no me equivoco, hará lo posible para no dejarla brillar en la corte. Por otro lado, nada la haría más feliz que el hecho de que Fernando y Bárbara no pudieran tener descendencia. Eso facilitaría el camino de la sucesión a su propio hijo, el infante Carlos. Empiezo a notar un incómodo interés en propalar rumores sobre la pareja de recién casados y yo debo cuidar de mi señora… ¿Me entendéis?
Creo que me esperan tiempos difíciles.
—Podéis contar siempre con mi apoyo, Luisa —afirmó María, tomando de la mano con afecto a la duquesa de Montellano, a la cual profesaba un sincero aprecio—. Doña Bárbara ha sabido ganar mi lealtad con palabras y gestos precisos. Estaré al tanto para informaros de cuanto sepa o sospeche que ocurre en relación a este asunto.
—Dios no lo quiera, pero creo que falta me hará… —concluyó la duquesa de Montellano, con el rostro abrumado por la preocupación.
Las órdenes comenzaron a llegar de un día para otro. Aprovechando la leve mejoría de la enfermedad melancólica de Felipe V, la familia real había decidido seguir camino hacia Sevilla, en cuyo viejo real alcázar pensaba instalarse por un tiempo indefinido. Hacía más de un siglo que el histórico palacio no había sido habitado por soberano alguno. Por suerte, la ocupación de sus salas como vivienda de administradores e intendentes del sitio lo habían salvado del completo abandono, la suciedad y el derrumbe. Era preciso, de todas formas, llevar a cabo con urgencia una intensa labor de restauración y adecentamiento de sus aposentos, con el fin de convertirlos en digna morada de los reyes, sus hijos y criados.
Un mal catarro, atrapado entre las húmedas paredes de su modesto alojamiento en Badajoz, había tenido a Francisco postrado en cama durante los últimos días, ajeno a los avatares de su entorno.
Tan sólo los tragos de un brebaje caliente de vino, vinagre y miel, proporcionado por un oficial de carpintero con el cual tenía amistad, había aliviado a ratos su malestar. Apenas se hallaba recuperado, cuando recibió instrucciones para partir de inmediato camino de la ciudad del Guadalquivir. Era preciso que se afanara, junto a ayudantes locales, en la remodelación de cerraduras y llaves en las habitaciones regias y nuevos despachos de administración. En ello, como era habitual, descansaría la seguridad más íntima de la corte. En compañía de otros artesanos reales, en tres largas jornadas, recorrió a matacaballo las sesenta leguas que separaban Badajoz de Sevilla.
La belleza de la capital andaluza sobrecogió el ánimo de Francisco. Hizo su entrada al mediodía, cuando el sol pintaba de intensa luz los tejados y patios. Encontró que aquí la agradable temperatura tornaba el invierno en primavera. El intenso olor de los jardines, el colorido de las fachadas, las intricadas calles, el brillo del caudaloso río; todo le resultaba inusual y exótico. Se presentó ante el alcaide del alcázar y éste encomendó alojarle en las habitaciones destinadas a la servidumbre, situadas en el gran patio lateral conocido como el patio de Banderas. De inmediato, sin apenas darse cuenta, se encontraba trabajando en los aposentos del regio edificio. Un ejército de criados y artesanos trajinaban bien organizados en las urgentes labores de repintado y enyesado de paredes, esterado de suelos, reposición de puertas y ventanas o colocación de muebles, tapices y cuadros. La familia real estaba ya de camino y pronto se presentaría aquí para habitarlo. Haciendo uso prestado de herramientas y fragua pertenecientes a los cerrajeros habituales del palacio, Francisco se afanó igualmente en sus tareas; a veces incluso de noche, a la luz de hachones y velas, venciendo el cansancio, en el afán de tener todo listo a tiempo. Concentrado en las labores que requerían mayor precisión, se acordaba más que nunca de las enseñanzas del maestro Flores. «¿Qué estará pasando en aquella casa?», se preguntaba a sí mismo con preocupación infinidad de veces. En otras ocasiones pensaba en Josefa, con un sentimiento tierno, que poco a poco se iba diluyendo con la aparición en su mente de la hermosa imagen de la condesa de Valdeparaíso. Se le estremecía entonces el alma, y esa punzada en su interior le hacía salir de su ensimismamiento. Le gustaba esa dama, era inevitable. Y ese mismo pensamiento, por la dificultad manifiesta de cumplir un sueño inalcanzable, le devolvía a la cruda realidad de su estatus social. No era más que un artesano, un criado al servicio de la Corona. Entonces, la perspectiva de los buenos reales que iba a ganar en este tiempo venidero le hacía, al menos, seguir adelante con entusiasmo.
No dejaba de admirar tampoco la belleza de las salas y el conjunto palaciego del alcázar sevillano, en el que había empezado a manejarse con soltura. Salones de imponentes techumbres de madera, suelos de mármol, paredes con zócalos de azulejos multicolores; aposentos frescos, de luz tamizada por la penumbra, abiertos a recoletos patios y galerías, donde el leve sonido del agua en los estanques, junto a la parca vegetación contenida en macetones, daban ligereza natural a la imponente construcción levantada por la mano del hombre. La exótica mezcla de ambientes moriscos y cristianos, antes medievales y ahora barrocos a la moda, convertía al conjunto en algo único, inigualable. A fuerza de transcurrir por sus habitaciones, con sus herramientas y herrajes a cuestas, Francisco había aprendido a deleitarse en la exquisitez de los detalles arquitectónicos y decorativos del formidable edificio.
Una semana había transcurrido en este lugar, cuando escuchó a mediodía el estruendoso repicar de las campanas de la Giralda. El bullicio del gentío agolpado en los aledaños de la catedral se oía claramente desde los patios interiores del alcázar. Francisco salió por una puerta lateral y se mezcló a empujones entre mujeres, hombres y niños que se arremolinaban expectantes a ambos lados de las calles.
Por fin, el cortejo real hacía su entrada en Sevilla. Arcos triunfales de madera pintada, junto a tapices y reposteros colgados de los balcones, disfrazaban de fiesta a la ciudad para el gran acontecimiento.
El desfile de caballerías y carrozas avanzó por el barrio de Triana hasta desembocar en la vistosa plaza frente al alcázar. Aunque ya había vivido otras veces este fastuoso espectáculo, no dejaba nunca de sobrecogerle su esplendor y la euforia de lealtad hacia la Corona que provocaba en los súbditos que lo contemplaban. Los vítores, entremezclados con música de timbales y trompetas que antecedía a la comitiva, envolvían el ambiente en expectación. Las impresionantes carrozas de la familia real fueron dejando paso a las de los nobles, que Francisco esperaba con impaciencia.
Entre las cabezas de espectadores pudo ver el carruaje en el cual viajaba Miguel de Goyeneche junto a otros dos secretarios de Estado. Iba circunspecto, pero con el aire galante y animoso de siempre. Más atrás se vislumbraban las carrozas de las damas. Reconoció, por la fisonomía del cochero, en la que viajaba la condesa de Valdeparaíso. «Ahí está ella…», musitó con el ánimo alterado. Y así era. María Sancho Barona entraba en Sevilla junto a otras damas, radiante a ojos del cerrajero, aunque la andadura del cortejo por los caminos hubiera impregnado a todos sus componentes de un inevitable velo de polvo.