La condesa entornó los párpados, pensando durante unos segundos. Se acordaba de aquel momento, en la fragua sevillana, en que fue ella quien depositó su valioso collar de perlas en las manos del cerrajero.
—La acepto —contestó resuelta—. Reconozco el valor sentimental que tiene para ti, y que será compartido… Pero, ¿estás seguro de que no quieres conservarla como muestra de tu valía para tus futuros hijos?
—Ni hablar. No podría dejarla en mejores y más bellas manos… las de la mujer más admirable que conozco. Las de la mujer que amo…
—Por favor, no sigas…
—Sí, ¿por qué no debo decirlo? Es una realidad, mi realidad, y creo que también la vuestra…
María se alejó unos pasos de él. Empezaba a sentirse compungida, sobrepasada por la situación. En su interior, corazón y razón se debatían en una cruel pugna. Al momento, su rostro y su figura parecieron recomponerse con su habitual dignidad aristocrática.
—Gracias por tu llave —contestó la condesa—. La tomaré en depósito, para cuidarla como merece. Si cualquier día deseas que vuelva a tu bolsillo, no tendrás más que pedírmela.
—Quizás la necesite en mi vejez para recordarme quién fui y cuánto me costó cumplir mis sueños. Preferiría, no obstante, que quisierais guardarla hasta el final de vuestra vida. Nada podría proporcionarme más orgullo que saberme apreciado por la dama más increíble que jamás vaya a conocer…
—Francisco… insisto, no sigas… —volvió a intervenir María, con el rostro marcado por la repentina preocupación—, olvidemos lo que ha ocurrido aquí esta tarde…
—¿Por qué ha de ser así?
—Es lo mejor para los dos… Es un error dejarnos llevar. No nos causará más que sufrimiento.
—Ya entiendo… soy un artesano y vos, una dama inalcanzable, digna de los sueños de un iluso… que no se arrepiente, sin embargo, de amarla más de lo que cualquier caballero podría hacerlo.
—Por desgracia, hay sueños que es mejor dejar en sueños, antes de que se transformen en pesadillas.
—No es necesario decir más, condesa. Conozco bien quién soy, de dónde vengo y cuál es mi sitio —contestó el cerrajero, sin disimular su orgullo herido.
—No quiero que me malinterpretes, Francisco. Te aprecio más de lo que puedas creer, pero debemos ser pragmáticos. A ninguno de los dos nos beneficia esta historia. No podemos dejar que aquello que nos une, nuestros secretos en la corte y los proyectos sobre metalurgia, nos haga traspasar una delicada frontera íntima. Y lo digo así, porque no tengo más remedio que endurecer mi corazón para sobrevivir en la corte… —culminó María, mostrando en su cara el sufrimiento que le causaba la hipocresía de tener que atender a la razón antes que a su alma.
La condesa insistió en que, después de lo ocurrido, deberían procurar que nada cambiara de su cómplice relación anterior entre ellos. Seguía ilusionada por la interpretación de aquella fórmula secreta del hierro que figuraba en el papel que Francisco había copiado del manuscrito de la familia Flores. Era probable que encontrara nuevas claves y símbolos entre los libros que el cerrajero le había regalado. Se comprometió a extraer de ellos toda la información posible.
—Sé que está de más insistir en ello, Francisco, pero nadie debe conocer la existencia de este laboratorio alquímico. Sólo tú has tenido acceso.
—Soy consciente de ello, condesa —dijo Francisco, trasluciendo ya una triste añoranza por el intenso encuentro vivido, el más hermoso de su vida—. Creo que ha llegado el momento de marcharme. Supongo que nos veremos cuando las circunstancias de nuestros proyectos comunes nos reclamen…
—Eso creo y así lo deseo.
—Si vos lo decís…
Al despedir a Francisco en el zaguán de la casa, María volvió a cogerle fuertemente de las manos. Quería hacerse perdonar la dureza de algunas de sus últimas palabras. Era una despedida cómplice, que traslucía más verdad de lo que sus ademanes exteriores proclamaban. Después de todo, no podía soportar la idea de que Francisco desapareciera para siempre de su entorno íntimo. No quería que se marchara enfadado. Necesitaba como el respirar seguir siendo admirada por él. Al verle marchar y cerrar la puerta, sintió la punzada de esa soledad que tanto odiaba y tanto daño le hacía.
Cuando Francisco regresó a su casa, ya anocheciendo, el reencuentro con Josefa le pareció más extraño que nunca. Se notaba agotado, derrotado por los sentimientos. Aunque tenía necesidad de ser reconfortado y de recibir cariño. Josefa lo notó esa noche más fogoso que nunca. Por raro que pareciera, el cerrajero no sentía remordimientos. Josefa y la condesa de Valdeparaíso ocupaban parcelas diferentes de su existencia; a una la quería de una forma terrenal y realista, a la otra la amaba con la ilusión de un amor tan pasional como imposible. Tumbado en la cama, en la oscuridad de la noche, pensó por un momento en dejarse vencer, de una vez por todas, por la fría realidad de su vida amorosa, pero el sueño se apoderó de él antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión convincente.
Con los cambios políticos que se avecinaban, Francisco podía estar de enhorabuena.
Un solo personaje iba a ser capaz de transformar en pocos años el monopolio ejercido durante siglos por la nobleza sobre el gobierno y el servicio a la familia real. La creencia de que a ellos correspondían esos privilegios por el mero hecho de haber nacido en buena cuna se terminaba de un plumazo por la personalísima incidencia de un riojano de extracción humilde y hecho a sí mismo. Era Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, hombre de fuerte personalidad, carácter altivo, inteligente y rebosante de ideas. Se preciaba de ser un gran trabajador, de madrugar y acostarse tarde, aprovechando el día con intensidad. Testarudo, astuto y simpático.
Tuvo claro desde su juventud que llegaría muy arriba en el gobierno de España. Su paso por las altas esferas iba a ser como un vendaval que barriera rancias ideas y dejara espacio a una nueva filosofía de vida: la del ascenso social por méritos propios. Su enfrentamiento a la soberbia del poder establecido y de los nobles, que vieron peligrar con él sus privilegios de clase, le costaría finalmente muy caro.
Corría la primavera de 1743, cuando la muerte repentina de José del Campillo, polifacético ministro de Felipe V e Isabel de Farnesio, dejó un gran vacío de poder. Su reemplazo, sin embargo, fue fácil porque el marqués de la Ensenada se postulaba ya para sucederle, aprovechando esta ocasión de evidente progreso. Gozaba de merecida fama por sus éxitos como marino, diplomático y consejero de los infantes Carlos y Felipe. Pero nada le iba a resultar más efectivo en el inicio de su carrera política que sus encantos de seductor.
En una corte dominada por Isabel de Farnesio, la influencia femenina era a veces la vía más eficaz para conseguir determinados logros. Zenón de Somodevilla se había dado cuenta muy pronto de esta circunstancia. Admiraba a las mujeres y había aprendido a sacar el máximo partido a sus relaciones con ellas. Y aunque nunca le iban a faltar damas interesadas en formar parte de su vida, valoraba en extremo su soltería. Tanto la marquesa de Torrecuso, Laura de Castellví, camarera mayor de la reina, como la marquesa de la Torrecilla, Eugenia Rodríguez de los Ríos, dama de honor, habían sido sus principales valedoras frente a la reina; especialmente la segunda, que pasaba por ser su amante más reconocida. De las dos se valió para introducirse en la corte, y a ambas debió la más encendida recomendación para que, una vez desaparecido el ministro Campillo, la soberana se inclinara por conceder a Ensenada, recién cumplidos los cuarenta años, las secretarías de Guerra, Marina, Hacienda e Indias.
De la noche a la mañana, Zenón se convertía en el político más poderoso, tras el marqués de Villarías, secretario de Estado y también su mentor.
Consciente de los recelos que iba a despertar en personas de rancio abolengo, procuró rodearse de ayudantes extremadamente fieles a su persona, que llegarían a formar un partido propio: el ensenadista. Y frente a aquellos envidiosos que hacían mofa de su extracción humilde y le habían colocado el apodo de «En sí nada», Zenón sacó brillo a las únicas armas que valoraba para encumbrarse: lealtad a la Corona y capacidad de trabajo. Esta peculiar religión iba a procurarle una cohorte de seguidores plenamente identificados con sus esfuerzos, entre los cuales figuraba Francisco Barranco.
Ensenada era un hombre de Isabel de Farnesio. A ella debía todo. De todos modos, tenía bien presente que la enfermedad mental de Felipe V era un cruel lastre que acabaría pronto con la vida del soberano, y que para Fernando y Bárbara de Braganza se acercaba cada vez más el ascenso al trono. Con estos supuestos en mente, maquinó su hábil estrategia de futuro. Le convenía estar informado de cuanto pasaba en el entorno de los príncipes herederos. Ganarse su amistad y confianza. Era consciente de que las decisiones de poder en el siguiente reinado iban a seguir estando en manos femeninas.
Al lado del futuro rey Fernando VI, la influencia de Bárbara iba a ser decisiva. Y puesto que el interés entre la princesa portuguesa y el marqués de la Ensenada por mantener una buena relación era mutuo, resultó fácil que el vínculo entre ellos se afianzara.
Después de su primera visita a los aposentos de los herederos y su reencuentro con la condesa de Valdeparaíso, Zenón había tomado la decisión de cortejar a la bella aristócrata. Aparte de sus evidente encantos, su aire liberal y sus costumbres «a la moda», lo que más atraía a Ensenada de ella era el creerla una mujer inteligente y bien informada sobre asuntos de la corte, una leal confidente de Bárbara, que podría ser pieza interesante en el tablero de juego político. El marqués buscaba ocasiones propicias para coincidir con ella.
No podía correr el riesgo de presentarse en los cuartos de la princesa con la frecuencia que deseaba, puesto que ello suponía exponerse al enfado de Isabel de Farnesio, a quien debía su nombramiento como ministro. Así que más de una vez merodeaba por las galerías y los jardines del Buen Retiro buscando el encuentro fortuito con la condesa.
De esta forma se hallaron un día, por primera vez a solas, frente a frente. María Sancho Barona llegaba en su carroza al patio principal del Buen Retiro, cuando el marqués de la Ensenada acababa de hacer lo mismo en la suya propia. Aprovechó para acercarse a la portezuela del carruaje y, adelantándose al lacayo, le ofreció su mano para ayudarla a poner pie en el suelo sin tropezarse. La condesa se sintió halagada, aunque sin duda desconfiaba del excesivo interés que Ensenada ponía en su persona. Sabía que más de una vez había preguntado a las criadas de palacio por su paradero, si es que andaba acompañando a doña Bárbara en el paseo por los jardines.
Le había visto alguna mañana rondando por donde ella pasaba. Por supuesto, María no creía que este afán por encontrarla fuera fortuito. Era evidente que Ensenada buscaba en ella algo que le interesaba sobremanera. Todavía herida en su intimidad por los momentos vividos con Francisco Barranco, durante esas últimas semanas rehuía cualquier flirteo en la corte. Es más, sin que Zenón de Somodevilla se percatara, María ya le había esquivado en otras ocasiones en las estancias del Buen Retiro.
Esta vez, al encontrarse sus carrozas, no tenía escapatoria.
Ensenada le pidió el honor de acompañarla hasta el cuarto de doña Bárbara y María contestó con impostada coquetería que sería un placer que así lo hiciera. La conversación que mantuvieron a lo largo del trecho de galería que recorrieron juntos fue amena y agradable.
Ensenada rebosaba simpatía y la condesa encanto suficiente para encandilar a cualquier hombre. No se le pasó por alto al marqués un curioso detalle: la condesa llevaba colgando del bajo del corpiño, sujeta con una cinta de raso azul, una preciosa llave de hierro. Le preguntó si ese objeto tenía algún significado especial y ella replicó que era la llave de una de sus casas manchegas, sin desvelar que se trataba de la pieza de maestría regalada por Francisco Barranco. La llevaba colgada a modo de talismán, le explicó, pues estaba segura de que traía buena fortuna.
—María, tú no necesitas objetos para atraer la suerte. Tú misma eres un talismán para cualquier caballero que tenga el honor de cortejarte —se aventuró a decir Ensenada, decidido a dejar claro sus intenciones de galanteo. No le gustaba perder el tiempo y estaba seguro de su conquista.
—Ensenada, ¿te olvidas de que soy una mujer casada?
—Lo sé. Y aprecio mucho al conde de Valdeparaíso, pero no es menos cierto que otro caballero, de cuya amistad me precio, tiene o ha tenido, privilegios contigo que para mí quisiera…
—No creas todos los rumores que llegan a tus oídos —contestó la condesa incomodada—. Zenón, soy admiradora de tus logros, pero permíteme decirte que esta conversación está tomando un cariz un tanto arriesgado.
—¿Arriesgado? Asumir riesgos por una dama como tú es un aliciente para un hombre de formación militar como yo… No hay nada que más motive a un soldado que una conquista difícil que merezca el botín conquistado…
—Creo que debo apresurarme. La princesa me estará esperando para el paseo matutino —contestó airosa María, eludiendo la sensación de agobio que comenzaba a sentir frente al ministro, al cual alargó con gracia su mano para despedirse—. Hasta pronto, Zenón, ha sido un placer.
—Hasta pronto, María —le besó la mano caballerosamente—.
Estoy seguro de que los intereses que nos unen nos obligarán a dar juntos muchos paseos como éste…