Juro que de mi boca nadie conocerá el paradero de esta Inmaculada.
—¡Cuántos trastos con siglos de historia, lanzados por las ventanas del alcázar, estarán sirviendo hoy para dar sustento a trapicheros de toda España! —concluyó Pedro, con su buen humor habitual.
Unos meses después, las ruinas del alcázar volvían a tomar protagonismo. Una inusual e histórica ceremonia iba a celebrarse sobre aquella planicie desierta que hacía de frontera entre Madrid y el río Manzanares, abierta a los fríos vientos del Guadarrama. El solar del desaparecido alcázar esperaba ahora a otro magnífico inquilino, porque Juan Bautista Sacchetti, el arquitecto real, había decidido finalmente situar su proyecto en aquel emplazamiento histórico.
Era el 7 de abril de 1738. En la real fragua, José de Flores se había preparado para vivir un día emocionante. No quería perdérselo bajo ningún concepto y se empeñó en vestir sus mejores galas para presenciar, junto a Francisco y otros muchos oficiales de palacio, aquel evento. Por fin se iba a colocar la piedra fundacional del nuevo palacio real que asombraría al mundo. Un bloque de granito, hundido a cuarenta metros de profundidad, en el centro de la fachada sur, suponía la fundación del colosal edificio.
En esa fecha concreta, sin embargo, los reyes iban a estar ausentes de una efemérides que para algunos, como José de Flores y Francisco Barranco, tenía un significado sentimental inigualable. La familia real estaba demasiado abstraída en las celebraciones por el futuro matrimonio del infante Carlos, el primogénito de Isabel de Farnesio, que ya había sido coronado como rey de Nápoles y a sus veintidós años iba a casarse con una princesa de Sajonia.
Ante su sorprendente ausencia, el marqués de Villena, mayordomo mayor, el marqués de Villarías, secretario de Estado, y el patriarca de las Indias encabezaron la procesión religiosa que iba a acompañar al acto, junto a ilustres personalidades de la corte, entre las cuales no faltó Miguel de Goyeneche. Para advertir a la población de la ceremonia que tenía lugar, se lanzaron cohetes, se hizo sonar el reloj rescatado de la torre del alcázar y que ahora sonaba desde el convento de San Gil, mientras en la cercana iglesia de San Juan repicaban sus campanas al unísono.
El emocionante estruendo excitó el entusiasmo de los madrileños, que celebraron con alegría esos tañidos, por fortuna muy diferentes a los que anunciaron tan desesperadamente el gran incendio.
El patriarca, vestido de pontifical, bendijo los contornos del futuro edificio, recorriendo la línea que el arquitecto había designado para su magno volumen. Roció después de agua bendita la cavidad preparada para depositar la piedra fundacional en los cimientos. Junto a ella descendieron una caja de plomo que contenía dos ejemplares de cada una de las monedas en circulación vigente, con la efigie de Felipe V como soberano que propiciaba la construcción de un palacio que nacía con vocación de ser eterno.
La euforia por la colocación de la primera piedra del palacio real formó un halo de entusiasmo que invadió el ambiente artístico y profesional de la corte. Francisco se dejó contagiar abiertamente por ese común deseo que todos tenían de crear algo nuevo.
Le pareció buen momento para volver a frecuentar la biblioteca de Miguel de Goyeneche, en aquella elegante casa palaciega ubicada en la céntrica calle de Alcalá. El ofrecimiento que éste le hiciera hacía un tiempo, cuando regresaron juntos de Nuevo Baztán, para que retomara su estudio del traído y llevado libro de Réaumur, había sido sincero y esperaba su visita con los brazos abiertos. Goyeneche sintió franca satisfacción cuando fue avisado de que Francisco Barranco se hallaba en la puerta, preguntando por él. De inmediato se buscó al cerrajero acomodo otra vez en aquella interesante sala de libros. Todo estaba igual que cuando la visitaba regularmente antes del viaje real a Andalucía, y de eso habían pasado ya ocho años. Al entrar de nuevo en aquella habitación, Francisco recordó que fue allí donde él escuchó por primera vez a Goyeneche y a la condesa de Valdeparaíso conversar íntimamente a solas. Fue allí y en aquel momento cuando constató la estrecha relación que los unía. Aquella escena, como todo lo que atañía a María, permanecía viva en su memoria a pesar del trascurso del tiempo. Saltó a su vista, no obstante, que el número de volúmenes apilados en las estanterías había aumentado ostensiblemente desde entonces. Era evidente el amor que Goyeneche profesaba por los libros.
Francisco podría volver a concentrarse allí en el trabajo intelectual pendiente, sin que nadie interrumpiera sus sempiternas ansias de aprender. La carga de responsabilidades acumuladas recientemente le obligaba a no perder el tiempo. Acordaron por ello que vendría algunas tardes, cerca del anochecer, aunque a esas horas, vencido por el cansancio físico de cada dura jornada, tuviera que hacer esfuerzos sobrehumanos para mantener los ojos abiertos a la luz de las velas. La ruda tarea en la fragua y el alcázar contrastaba significativamente con el placer de encontrarse en casa del financiero rodeado de los sofisticados muebles, bellos objetos y centenares de libros que componían la biblioteca. Un deleite para el espíritu que le hacía renovar sus sueños de grandeza.
Volvía a tomarle el pulso a los conceptos científicos en los que se basaban los experimentos de Réaumur. Estaba claro. Hasta la fecha, los maestros occidentales creían que el acero no era sino el hierro limpio de impurezas por acción del calentamiento prolongado en un fuego de carbón vegetal y el constante machaqueo al yunque. Réaumur, sin embargo, concluía lo contrario. El acero era hierro en el que siempre estaban presentes azufre y sales. Y precisamente el exceso de estas dos sustancias daba lugar a un mal acero. Después de innumerables probaturas en laboratorio, la clave, según Réaumur, consistía en fundir el hierro junto a un «polvo cementador» compuesto de otras materias tales como huesos calcinados, carbón vegetal triturado, sal marina y hollín, capaces de reducir el exceso de sales y azufres que hacía al acero duro y quebradizo. Aparte de emplear las proporciones exactas, el secreto de Réaumur se sustanciaba igualmente en la forma y disposición de los grandes hornos, así como la temperatura y el tiempo precisos para alcanzar con éxito el proceso.
El asunto parecía sencillo y creíble, pero Francisco albergaba serias dudas sobre el mismo. En su opinión, el francés sólo había conseguido demostrarlo con pequeños trocitos de hierro y, además, no había olvidado la opinión de Sebastián de Flores, basada en su profunda sabiduría metalúrgica obtenida a pie de taller, de que esa hipotética fórmula estaba condenada al fracaso. Había algo más en el secreto de la fabricación del buen acero que seguía resistiéndose al moderno entendimiento humano, pero que fue conocido por otros pueblos en el lejano pasado, tal como era patente en los famosos aceros de Damasco. Era evidente que ahora que la ciencia estaba despertando, hacía falta experimentación que fuera más allá. Francisco era consciente de que en ese momento su proyecto carecía de los medios económicos y científicos necesarios para investigar en profundidad, tal como exigiría antes de fundar una fábrica que pudiera arruinarlos a todos. No cabía otra posibilidad que seguir estudiando.
Aquellas noches en que la corte descansaba de galas, óperas y festejos, Miguel de Goyeneche solía conversar con Francisco sobre sus mutuos proyectos e intereses. La diferencia de opiniones que la condición social de cada uno imponía había acabado por parecer al caballero francamente interesante. Sentía aprecio por el cerrajero y le divertía su compañía. En estas ocasiones, Goyeneche no dejaba de aprender sobre un mundo, el del hierro, que estimaba ya fascinante.
Sentados uno a cada lado de la mesa de estudio en la biblioteca, a menudo su conversación giraba en torno a las obras de palacio.
—A lo largo de este último mes —contó el caballero—, ha habido un extraordinario movimiento en la construcción. Me han dicho que Sacchetti ha solicitado un aumento importante de trabajadores: quinientos canteros, veinte carpinteros, cuatrocientos peones, veinte ayudantes de carros y nada menos que veintiún pares de mulas. Exige igualmente que se le proporcionen de inmediato para poder avanzar en la apertura de zanjas y desmontes, especialmente en la fachada norte, donde debe alzar la parte más difícil del edificio, salvando el tremendo desnivel allí existente con el resto del solar.
—¿Es posible que se le conceda cuanto pide? —preguntó Francisco.
—Los reyes le darán satisfacción, seguro. Le adoran. Ven la obra a través de sus ojos y están maravillados de pensar en el hermoso resultado que tendrá su proyecto.
—Por lo que a mí toca, sé que Sacchetti no había calculado bien las cantidades de hierro que iba a necesitar inicialmente. Se han disparado en pocas semanas y no existe suministro suficiente. Me pidieron que utilizara los hierros viejos del alcázar, pero eso no puede cubrir más que una pequeña parte. Se ha dado orden de acaparar todas las existencias en los talleres y almacenes de Madrid. Y es tal la fiebre que se ha desatado por este metal, que yo mismo he sufrido un robo en el patio trasero de nuestra fragua donde lo almacenamos.
Un centinela me cuenta que ha visto gente robar balcones y barandillas entre las ruinas. Los funden y revenden. ¿No es escandaloso que pueda ocurrir una cosa así con toda impunidad?
—Es evidente que abastecer al nuevo palacio de un material como el hierro es un pastel apetitoso, que hará rico a más de uno.
—Dicen que le han encargado a un tal Baltasar de Larrea, dueño de ferrerías en Durango, fabricar más de trece mil toneladas. Es el único en todo el país que se ha comprometido a servir tal cantidad en tan poco tiempo, porque la fortuna ha querido que el pedido le sorprenda bien provisto de materias primas para poder fabricarlo —explicó Francisco, que procuraba últimamente estar bien informado de cuantas gestiones le incumbían en la construcción del palacio.
—Imagino que a medida que el edificio avance, la necesidad de hierro se hará cada vez mayor…
—Ya lo creo. Desde los elementos más modestos e invisibles, como clavos y grapas para asegurar la cantería, hasta los vistosos balcones de la fachada; desde las piezas gruesas a las más finas, habrá entremedias un colosal trabajo de muchos años, digno de un gran maestro…
—Supongo que ansías ese cometido… —intervino Goyeneche—. No quiero alarmarte, pero creo que hay que moverse rápido.
Sacchetti es astuto. Desea controlarlo todo a su gusto y no hará concesiones vanas a nadie. Me consta que ha pedido la instalación urgente de una nueva fragua, espaciosa y específica para atender a las necesidades inminentes de la obra. Quiere que la dirija un herrero italiano llamado José Say, que ha llegado a Madrid formando parte de su equipo.
—¿También un italiano metido en las fraguas? Santo Dios. ¿Es que no va a haber un solo español que pinte algo en este negocio?
—Creo que respecto a Say puedes sentirte tranquilo. Al parecer, está harto del tiempo que lleva expatriado, se encuentra enfermo y no busca más que regresar cuanto antes a su tierra —explicó Goyeneche—. Ahora bien, debes ser consciente de que se está desatando en el ambiente artístico una curiosa guerra entre italianos.
Cuestión de celos profesionales. La rivalidad entre Sacchetti y Giacomo Bonavía comienza a ser incómoda y evidente.
—Bonavía es un hombre de gran mérito; un tipo excepcional, que ha prometido contar conmigo para ciertas obras de notable interés artístico —saltó Francisco, dispuesto a posicionarse ya en esta confrontación.
—En cualquier caso, estas rivalidades no son minucias ni tonterías de creadores. Pueden afectarnos a muchos y arrastrar grandes intrigas en la corte. De momento, Sacchetti se opondrá a cualquier asunto que huela a Bonavía y eso te concierne a ti, si alardeas de su amistad. Sacchetti hará lo posible por boicotearte como candidato a dirigir esas fraguas.
—No debo consentirlo. Tengo mi vida entregada a este oficio, al rey, al alcázar, y ahora al nuevo palacio. No voy a permitir que advenedizos, por muy ilustres que sean, me quiten lo que merezco después de tantos años de esfuerzo. Lucharé con uñas y dientes por defender lo que creo me corresponde… —dijo Francisco, con un aplomo que no dejaba dudas sobre sus firmes deseos e intenciones.
—Veré cómo puedo ayudarte —le tranquilizó Goyeneche—.
Conozco bien a Manuel de Miranda, el intendente de la obra. Tiene orden y mando sobre muchas cosas. Me debe ciertos favores económicos y estará de mi lado. Te mantendré informado, Barranco.
Y ahora, regresa a tu casa. No es bueno que tu esposa pase tanto tiempo sola… Después de todo, es una mujer bonita y no habrían de faltarle pretendientes a ocupar tu puesto…
A la mente de Francisco vino entonces la imagen de la condesa de Valdeparaíso junto a Miguel de Goyeneche y aborreció en su interior la realidad pasada de esa relación, tanto como el comentario.
—Descuidad. Eso sólo ocurre entre damas y caballeros de alcurnia. Entre nosotros, los pobres, no se ocupa con tanta facilidad el hueco de un marido ausente en la cama —se atrevió a contestar con ironía y cierto enfado, provocando la risa del financiero, que así puso punto y final a la conversación de aquella noche.
Miguel de Goyeneche se había comprometido a recomendar en palacio la designación de Francisco Barranco como director de las nuevas reales fraguas y a fe que pensaba hacerlo. Se le había ocurrido, además, que podría sacar de esta gestión aún mayores réditos.