Atender a las necesidades particulares de la familia real en lo que atañía a su oficio de cerrajero seguía siendo en estos tiempos de agitados cambios responsabilidad propia de Francisco. Una tarde se dirigió, cruzando por la bulliciosa Puerta del Sol hasta llegar a la amplia y hermosa arboleda del paseo de San Jerónimo, antesala del destartalado y descomunal palacio del Buen Retiro, cuyas viejas estancias, poco preparadas para la residencia estable de la corte, necesitaban de arreglos continuos. Una vez dentro, recorrió sus amplios patios para acudir a la galería donde se sucedían alineados los numerosos despachos destinados a la variopinta administración de la Corona y el gobierno. Buscaba recibir instrucciones del mayordomo mayor sobre ciertos arreglos en las llaves propias del rey. Varias de estas habitaciones estaban abiertas, y en una de ellas se topó con Sebastián de Flores, en animada conversación con un joven de buena apariencia y marcado acento extranjero.
—¡Francisco! ¡Qué alegría verte por estos lares! —exclamó el viejo cerrajero, verdaderamente emocionado con el encuentro—.
¿Qué te trae por aquí?
—Buenos días, maestro. Me han avisado de ciertos arreglos que debo hacer en las llaves del rey, ya sabe… cosas que sólo se encargan a nuestro taller, y ando buscando al mayordomo mayor para recibir instrucciones.
—Qué casualidad que hayas aparecido. Precisamente hace un rato hablábamos de ti… Francisco Barranco, el mejor artesano del hierro en esta corte, después de mí, claro está —dijo Sebastián de Flores en tono animoso—. Permíteme que te presente a Giacomo Bonavía, otro extraordinario artista, que viene a completar esta peculiar conquista que los italianos están haciendo de nuestra corte.
—Encantado —se adelantó Francisco, extendiendo amistosamente la mano al hombre que le presentaban.
Una cálida sensación de complicidad se estableció de inmediato entre ellos. Giacomo Bonavía tenía la misma edad que Francisco e igual ímpetu. Ambos sobrepasaban ya la treintena y se sentían en el verdadero despegue de sus carreras profesionales. Tenían suficiente experiencia como para no cometer errores de bulto, grandes aspiraciones y valentía para asumir riesgos. Nacido en Piacenza, Bonavía se había formado como escenógrafo y pintor, pero se creía capacitado para llevar a cabo obras de mayor importancia en el mundo arquitectónico.
Había llegado a España hacía un tiempo, atraído por las oportunidades de trabajo y acompañando al decorador Galuzzi, su maestro, a quien estaba muy vinculado. Éste había sido requerido por Felipe V para modificar salones y aposentos de varios palacios, pero su muerte inesperada fue un golpe de fortuna para el discípulo. De la noche a la mañana, Bonavía pasó de ser pintor y embellecedor de espacios a director de las obras de remodelación del palacio de Aranjuez, aquel encantador real sitio, un vergel ajardinado en la vega del río Tajo. Pasó de diseñar muebles, chimeneas, marcos de espejos, tallas de puertas, bonitos herrajes, paredes forradas de mármoles y bronces, a tomar responsabilidades de arquitecto. Y lo hizo sin temblarle el pulso, aprovechando bien la ocasión para demostrar sus verdaderos talentos. Bonavía había subido de escalafón, y conocía bien lo que era traspasar la delgada línea entre el artesano y el artista. Francisco se percató de la pujante personalidad de este italiano, al que admiró desde el mismo momento en que fueron presentados.
—Encantado de conocerte igualmente —contestó Bonavía en un marcado acento italiano, estrechando la mano de Francisco—.
Estoy al tanto ya tus trabajos y tus méritos por las alabanzas que te dedica Sebastián. Te aprecia realmente.
—Giacomo acaba de ofrecerme la realización de un interesante encargo —interrumpió Sebastián de Flores—. Se trata de tres hermosas puertas-rejas que habrán de cerrar el nuevo jardín frente a la fachada del palacio de Aranjuez. Una por cada calle, que en forma de tridente, confluyen desde el exterior en un bellísimo parterre central.
—Creo que el diseño que he imaginado —intervino Bonavía, con igual entusiasmo—, con sus rocallas y volutas vegetales doradas al fuego, ensalzará la belleza que el hierro alcanza también cuando se trabaja con ligereza. Proporcionará a ese espacio un cierre espectacular, transparente y liviano, al estilo de los palacios franceses.
—Y ¿sabes, Francisco? Me enorgullece decir que han sido los reyes quienes han sugerido a Giacomo que se me adjudique esa obra, que tendrán a la vista desde las ventanas de sus aposentos.
Creo que serán el colofón de mi carrera. Lo siento por tu maestro, pero sé que sigo siendo el mejor entre los mejores.
—Me alegro mucho por usted, maestro. Sabe que no me gusta entrar en polémica. Bastantes quebraderos de cabeza he soportado ya en la familia Flores. Le deseo que esas rejas sean tan hermosas que ni siquiera hechas en oro por un orfebre las iguale en mérito —contestó el cerrajero con sinceridad, aun a sabiendas de que el asunto traería cola en el ámbito de su hogar.
—Gracias, Francisco. De todas formas, he recomendado a Giacomo que cuente contigo para cualquier otro encargo. No va a encontrar a nadie más competente que tú.
—De hecho —interrumpió Bonavía—, me gustaría conocer esa vieja fragua real de la que tantas veces he oído hablar. Entiendo que el prestigio de los cerrajeros Flores viene de lejos…
—Así es. Ésa es una historia de siglos, en la cual yo soy un mero advenedizo, pero estaré orgulloso de presentarte a mi maestro y mostrarte el emblemático lugar en donde se fabrican las mejores cerraduras de este reino —contestó ufano Francisco.
—Vayamos, pues, sin más —rogó animoso el italiano.
El camino de regreso a la cerrajería se hizo ameno y distendido. Sebastián de Flores se había despedido de los dos jóvenes, retirándose a trabajar a su taller. El hecho de estar solos permitió a Francisco y a Bonavía charlar en confianza. A los dos les extrañaba no haberse encontrado con anterioridad. Resultó que el italiano, como escenógrafo, era un gran entendido en teatro. Por encargo de Felipe V, había elaborado decorados para el coliseo del Buen Retiro, pero al margen del teatro de corte, le gustaba empaparse del ambiente populachero que reinaba en Madrid en otros escenarios. Por ello, conocía a Pedro Castro. Tenían pues un amigo en común, pero Bonavía creía que era mucho más lo que podía unirles en el aspecto artístico. Era un amante del hierro en su vertiente noble y estaba convencido de que en España faltaban por hacer en ese oficio grandes obras que ilustraran lo mejor del barroco.
—Tú puedes ser ese gran maestro del hierro que le falta a tu país, Francisco Barranco —le animaba Bonavía—. Sebastián de Flores es bueno, y seguramente su primo también, pero, por edad, ya no tienen futuro. El futuro de ese arte te pertenece por derecho propio. Puedes hacerlo. Créelo.
—En este reino es difícil progresar como propones, Giacomo.
Existe una barrera infranqueable entre los oficios manuales y las artes. Una cerradura, por más que posea una extraordinaria belleza estética, jamás será apreciada más que como un mero utensilio bien decorado. Un artesano nunca será considerado un artista, entre otras cosas, porque no le dan la misma formación —iba exponiendo Francisco al paso de su caminata, desvelando pensamientos propios que hasta entonces no había confiado a nadie—. Pero creo necesario, desde luego, luchar en esa dirección.
—Bueno, los pintores ya lo consiguieron en siglos pasados.
Pasaron de artesanos anónimos a autores con reconocimiento por su estética, con nombre y apellido —apuntó Bonavía—. Y sin ir más lejos… yo mismo he logrado algo parecido, Francisco. Puedo asegurarte que la consideración que se me tenía como decorador era bien distinta a la que me profesan ahora como arquitecto. Pero sigo siendo la misma persona…, un creador de belleza. ¿Cuál es la diferencia?
—A mi entender, ninguna —afirmó tajante Francisco.
—Exacto, amigo mío. Son meras etiquetas, que no corresponden a la profunda verdad del arte en sí mismo, presente en todo lo sublime, sin importar para lo que sirve o si es simplemente inútil.
Por eso mismo te animo a luchar por ese sueño. Si eres capaz de crear arte con tu oficio, ¡adelante! Darás una lección a muchos, y antes de nada, a ti mismo.
Llegaban ya a la casa de los Flores, satisfechos por el resultado de la conversación. Por suerte, José de Flores se encontraba esa tarde mejor de ánimo, y reposaba sentado en una silla junto a la chimenea, contemplando con placidez cómo Josefa guisaba la cena en los pucheros. La irrupción de Francisco, trayendo a Bonavía, interrumpió la escena familiar, pero mereció la pena. Con su encanto dicharachero, el italiano se ganó de inmediato las simpatías de padre e hija. El viejo maestro se sintió halagado por los elogios del arquitecto, a quien contó la historia de su dinastía al servicio de los reyes de España y se empeñó en acompañarle a visitar el taller contiguo. Hierros y herramientas hicieron las delicias de Bonavía, que mostró gran interés por conocer de primera mano algunos de los secretos del oficio que se manejaban en esa fragua. Bonavía aceptó con placer la invitación para quedarse a cenar y compartió con Francisco, su esposa y su suegro entrañables momentos. Al despedirse, no le cabía la menor duda de que juntos, Barranco y él, podrían hacer grandes cosas.
Hacía tiempo que Francisco no se mostraba tan exultante en la cama con Josefa. Se sentía eufórico ante las alentadoras perspectivas de su encuentro con Bonavía. Se sentía cómodo para contar a su esposa cosas del oficio, que otras veces callaba por pereza; casi siempre prefería dormir a charlar con ella. Josefa se había acostumbrado a esa templada relación sin sobresaltos, aunque seguía amando a su esposo con la misma intensidad de siempre. Se preocupaba mucho más por el futuro de Francisco de lo que él alcanzaba a imaginar.
Estaba feliz, por tanto, de la nueva amistad trabada con ese italiano, que le despertaba confianza y seguridad. Sus divergencias salieron a la luz, sin embargo, cuando Francisco le relató el importante trabajo de puertas-rejas para el palacio de Aranjuez que Bonavía le acaba de encomendar a Sebastián de Flores.
—No es posible que admitas eso, Francisco —protestó Josefa, removiendo nerviosa las sábanas—. Tú sabes la falta que le hace a mi padre el dinero para saldar las deudas del embargo pendiente. Es probable que no le quede mucha vida por delante, y necesita que le adjudiquen esas obras, aunque seas tú quien las haya de ejecutar.
Otra vez ese Sebastián de Flores viene a disputarle su prestigio y su buen nombre. ¡Debes impedirlo!
—Josefa, no puedo intervenir en una adjudicación que ha salido de la propia voluntad de los reyes. Yo no soy nadie para decidir en esos asuntos.
—Pero ahora conoces a Bonavía, la persona que puede influir para la adjudicación de esa obra. Utiliza entonces tu amistad con él para medrar, como hacen otros, y lograr que le den a mi padre la oportunidad de labrar su última obra, quizás su verdadera obra maestra, de tu mano y con tu ayuda…
—Lo siento, Josefa. Es imposible lo que pides. No puedo hacer tal cosa —concluyó Francisco, dándose media vuelta en la cama para dejar claro que no le apetecía seguir discutiendo.
—Entonces, si no lo haces tú, lo haré yo…—susurró para sus adentros Josefa, con el rostro encendido de enojo—. ¡Juro que lo haré!
Le faltó tiempo para salir de casa a la mañana siguiente, un instante después de que Francisco la abandonara para marchar a las ruinas del alcázar, que, poco a poco y con extraordinario esfuerzo, iban desapareciendo. Josefa se había propuesto resolver a su manera la discusión que les había separado la noche anterior. Jamás se hubiera atrevido a tomar esa decisión, si no fuera porque intuía los pocos años que le quedaban a su padre de vida. Quería procurarle una alegría que le hiciera olvidar los sinsabores pasados. Estaba segura de que nada podría proporcionarle mayor felicidad que el reconocimiento a su valía artesana, adjudicándole una obra de hierro representativa en el marco de las nuevas obras reales. Creyó que lo mejor era pedirle el favor a Sebastián de Flores, ese padre, el suyo verdadero, al que jamás había visto cara a cara, al que jamás había hablado o abrazado, y al que jamás, en definitiva, había pedido nada. Esta vez se sentía con fuerzas para hacerlo, aunque no fuera por su propio bien, sino por el de José de Flores.
Sabía de sobra dónde encontrar ese gran taller de cerrajería, en la calle de Segovia, junto a la placita de la Cruz Verde, que cualquier madrileño conocía. Josefa se había arreglado para estar ese día, como siempre era ella, aseada y bonita. La falta de sueño, debido al insomnio que le propició el enfado, resaltaba aún más el extraño color gris de sus pupilas, que precisamente había heredado del hombre a cuya puerta acudía por primera vez en toda su vida. Se atusó la falda y el corpiño antes de llamar, y golpeó después la aldaba con fuerza. Le abrió un oficial del maestro, que la hizo pasar hasta la misma entrada a la fragua, donde Sebastián de Flores había vuelto a empuñar con ilusión, después de mucho tiempo en el dique seco, tenazas y martillo para trabajar bellas rejas sobre el yunque. Al ver a la joven, soltó las herramientas de golpe, se sacó de encima el delantal de cuero y se acercó, con el asombro marcado en la cara, hasta donde esperaba Josefa. Después de la mediación de Francisco entre los dos, no les hacía falta ya pedirse explicaciones sobre el pasado. Cada uno sabía quién era respecto al otro, y cómo había sufrido la delicada situación de su parentesco. El recuerdo de Nicolasa parecía flotar en el aire, como si estuviera en espíritu, uniéndolos, sin conocerse, de una manera inconsciente. Aun así, les costó mucho iniciar la conversación.
Uno frente a otro, quedaron mirándose fijamente, sin decir palabra. La emoción les embargaba a los dos, pero ninguno quería dar rienda suelta a años de sentimientos ocultos y contenidos. Era la primera vez que, padre e hija, iban a escuchar su voz.
—Maestro Flores…—comenzó a decir con tibio respeto Josefa.
—Josefa, por favor… Aunque apenas nos conocemos, ambos sabemos quiénes somos. Sería absurdo que me llamaras… padre, pero como mínimo debes concederme que sea Sebastián para ti —interrumpió el cerrajero, tratando de romper el hielo al intentar agarrarla de la mano—. Me entristecería mucho que no lo hicieras así.
Josefa permanecía algo rígida, desconcertada, aunque la dulzura de su cara denotaba su personalidad cariñosa.
—¿Me dejas abrazarte… al menos una vez en mi vida? —se atrevió a preguntar Sebastián—. Santo Dios, te pareces a mí en los ojos, pero creo estar viendo en ti a mi amada Nicolasa.