—No. A Dios gracias, la biblioteca está de momento a salvo.
Desde la fachada principal parece que el fuego avanza hacia atrás, arrasando las cuatro alas del patio del rey y la capilla… —explicó con la misma agitación un centinela.
—Dios mío, ¡la capilla! ¡Por favor, entremos a salvarla!
—rogó uno de los monjes de San Gil, dirigiendo la mirada suplicante al cielo.
Francisco empezó a hacer uso de ganzúas y llaves maestras para abrir las puertas exteriores. Un tropel de personas, dispuestas a ayudar, comenzó a entrar en el real alcázar. Poco iban a poder hacer. Sin medios para aplacar el fuego más que sus propias manos, su única intención era rescatar del interior el mayor número posible de tesoros y piezas artísticas de la Corona. Entre la densa humareda y el calor sofocante, era extremadamente difícil avanzar por los pasillos tortuosos, escalinatas y galerías, en las que los techos de yeso y madera habían comenzado a caer, haciendo imposible traspasar algunos tramos. Un guardia de alta graduación, por ende, decidió que tras dejar paso al primer grupo de ayudantes, básicamente monjes y criados, las puertas exteriores se cerrarían de nuevo, temiendo que en la confusión algunos avispados intentaran el saqueo de palacio. Es decir, que sólo unos pocos valientes habrían de intentar la heroicidad de salvar del fuego los miles de objetos que conformaban el ingente patrimonio histórico de la Corona.
Francisco se quemaba con cada puerta que abría en los aposentos. Los herrajes estaban al rojo vivo. Tenía las palmas de las manos doloridas, pero inmerso en la agitación del peligro que le acechaba entre el fuego, ni siquiera sentía las dolorosas ampollas que empezaban a sobresalir en su piel. Había perdido de vista a José de Flores.
Éste pidió a Francisco la única llave maestra que habían traído, dejándole sólo en posesión de algunas ganzúas. Le oyó decir que iba a la capilla y le vio partir en esa dirección, seguido de algunos frailes de San Gil. Flores logró abrir la puerta de aquel imponente templo de los Austrias, y al entrar, los monjes contemplaron con horror cómo se consumían ya el retablo y cuantas maderas adornaban las paredes y el techo. Arriesgando sus vidas, rompieron la puertecilla del sagrario, del cual un religioso rescató el preciado copón. El maestro Flores, ayudado por otros criados, pudo salvar del altar candeleros y blandones de plata. La principal preocupación en el recinto sagrado, sin embargo, era el histórico relicario, aquel pequeño camarín, debajo de la capilla, que albergaba la colección de reliquias y ricas joyas de devoción, acumuladas durante siglos por el fervor de los reyes de España. Las paredes y suelos habían comenzado a agrietarse, al tiempo que la reja de cierre se deformaba y su cerradura no cedía a las llaves que manejaba Flores, impidiendo el paso al relicario. Empezaban a ahogarse con el humo. Se hacía imposible permanecer en aquel recinto. Cuando se quisieron dar cuenta, el techo del camarín se desplomó. Algunos cascotes alcanzaron al viejo cerrajero que, sangrando abundantemente por la cabeza, fue sacado a rastras por uno de los frailes más jóvenes.
Mientras tanto, la prioridad de Francisco y otros criados fue ocuparse de las estancias más ricas del alcázar; aquellos emblemáticos salones de recepción alineados en la fachada principal: la famosa sala ochavada, el salón de espejos o la pieza de las Furias, repletas por doquier de extraordinarias obras de arte, que comenzaban ya a sufrir los estragos del humo, el calor y el fuego. Al joven cerrajero le pareció ver merodeando entonces por las galerías a su odioso cuñado Félix, dando tumbos como ajeno a la tragedia; estorbando más que contribuyendo a la extinción del incendio. No quiso dedicarle más que unos segundos de desprecio, antes de volver a concentrarse en el salvamento de muebles, tapices y cuadros.
Era inútil intentar sacar al exterior las piezas, una a una, con cuidado de no causarles daño en el traslado. De este modo, sólo habría tiempo para salvar unas pocas obras de arte. En medio de la confusión, un monje asumió el liderazgo de lo inevitable. Abrió uno de los ventanales que daban a la plaza de palacio y, sin miramientos, comenzó a lanzar cuantas sillas y muebles tuvo a su alcance, sin entretenerse siquiera a observar si en la caída sufrían desperfectos.
Todos los demás siguieron su ejemplo. Era la única opción. Francisco colaboró también en descolgar cuadros, espejos y tapices, que fueron arrojados por las ventanas, formando espantosas pilas de mobiliario y arte destrozados. Algunos lienzos y tapicerías de gran tamaño, y otros prisioneros en la pared de sus marcos de yeso, hubieron de ser rajados con cuchillas para poder enrollarlos y lanzarlos al vacío. Así fueron escapando del fuego algunos bellísimos cuadros de Velázquez, Rubens o Tiziano, entre otros muchos maestros. Gran número de ellos, no obstante, no pudieron ser rescatados a tiempo.
Los monjes de San Gil, bien organizados tanto dentro como fuera del edificio, se desvivían por recoger de las pilas de objetos aquellos que merecía la pena salvar, llevándolos con diligencia hacia el claustro de su convento, con el fin de evitar el pillaje y poder hacer luego inventarios y recuentos.
Por suerte, fueron dos monjes agustinos quienes encontraron, en las estancias interiores de los reyes, arcones de rica plata labrada con gran cantidad de dinero dentro. La honestidad de sus votos religiosos hizo que no pensaran en llenar de monedas los bolsillos de sus hábitos, sino en lanzar por la ventana los cofres, que al caer con estrépito desparramaron por la plaza miles de piezas de todos los valores monetarios.
Durante las horas que ya duraba el incendio, habían acudido a la plaza algunos caballeros de la alta servidumbre, muy preocupados por lo que acontecía y con ánimo de ayudar y dar instrucciones a los subalternos. Entre la muchedumbre, madrileños de a pie que observaban el dantesco espectáculo de lejos, cundió el rumor de que el propio Felipe V se había levantado de la cama esa noche para acercarse a ver el fuego. La noticia, aunque incierta, llegó a oídos de los que hora tras hora arriesgaban su vida dentro del alcázar, sirviendo de acicate para que aún quisieran prestar ayuda a la Corona con más ahínco. El marqués de Villena, mayordomo mayor del rey, junto al marqués de la Torrecilla, regidor de la villa, fueron los más visibles entre el tumulto. Pero también hizo acto de presencia Miguel de Goyeneche, que, como tesorero de Isabel de Farnesio, traía encargo especial de velar expresamente por algunas importantes pertenencias. De hecho, Goyeneche ya había reconocido, para su espanto, los cofres que recientemente habían volado por la ventana como propiedad del patrimonio contable de la soberana. A partir de ahí, toda su obsesión fue salvar otros tantos arcones de dinero que sabía guardados a ciencia cierta dentro de los aposentos regios. Y lo que era aún más importante, rescatar de las llamas las históricas alhajas de la Corona, aquellas que lucía la reina con mayor orgullo: las célebres perlas
Peregrina
y
Margarita,
además del gran diamante conocido como
El Estanque,
que, sumados a la colección de exuberantes aderezos de piedras preciosas, se conservaban en el habitáculo de guardajoyas. Un recado, transmitido de boca en boca, llegó desde Miguel de Goyeneche, apostado en el exterior del alcázar, hasta Francisco Barranco, que aún trajinaba en el interior del edificio, para que alentara entre sus compañeros la búsqueda de esas joyas que tanto valor tenían para Isabel de Farnesio. Como por milagro, aunque no fue hasta el anochecer del día siguiente, se liberó enteramente del fuego el contenido del guardajoyas, que salió por la puerta del Tesoro, al mismo tiempo que lo hacían cinco grandes carruajes, tirados por siete mulas cada uno, conteniendo los baúles de dinero salvados de los cuartos de los infantes.
Francisco, como muchos otros, llevaba ya una noche y un día, sin interrupción, en la extinción del fuego, que poco a poco se iba consumiendo, alimentándose ya de sus propias ascuas. Apenas se detenían más que para beber unos sorbos de agua de las cántaras que les pasaban de fuera. En el transcurso de este tiempo, se había dado de bruces varias veces con Félix, siempre incómodamente merodeando a sus espaldas. Saltando entre las vigas humeantes de una techumbre caída que obstaculizaba un pasillo, Francisco reparó en la existencia de una puerta que aún no había abierto. Se trataba de un pequeño oratorio utilizado por las mujeres de la familia real, decorado con un refinado retablo, cuadros y tallas de santos, en el cual Bárbara de Braganza había depositado sus más preciados objetos de culto, algunos de devoción exclusivamente portuguesa. En los costados, varios cuadros con escenas religiosas, entre los cuales sobresalía una bella Inmaculada. El manto de la Virgen, de un intenso azul violeta, y su rostro aniñado, parecido al de su madre, le llamaron poderosamente la atención, tanto como una preciosa colección de rosarios colgados de una barra de madera bajo el cuadro. A los pies del lienzo, un altarcito y dos preciosos reclinatorios de terciopelo bordado parecían invitar a la oración. Francisco sintió la tentación de arrodillarse en ellos, casi más por el cansancio acumulado que por el fervor religioso, pero el olor a humo cada vez más pegado a su nariz le empujó a apremiarse. Con decisión, abrió la ventana que aireaba este espacio y comenzó a lanzar al exterior, sin miramientos, todos los enseres de culto, empezando por los rosarios. El cuadro de la Inmaculada que tanto le había encandilado, aun ignorando que se trataba de un Murillo adquirido por la princesa durante su estancia en Sevilla, voló hasta caer a la plaza de palacio, junto a todo lo demás. Fue la única pieza que se detuvo a mirar con verdadera lástima, al ver cómo golpeaba contra el suelo.
Le pareció escuchar entonces el sonido de una llave entrando en la cerradura de la puerta del oratorio. Se apresuró a girar el picaporte para salir, pero ya era imposible abrir. Alguien se había ocupado de encerrarle dentro. Sólo podía haber sido una persona en posesión de una llave maestra. De inmediato se le vinieron a la cabeza las ansias de venganza de Félix. Pasados unos segundos, una intensa llamarada azul, con un reconocible olor a azufre se coló por debajo de la puerta, prendiendo fácilmente en los tablones de su marco. La fuerza de las llamas empujó a Francisco hacia atrás, haciéndole caer al suelo. Si no actuaba deprisa, iba a ahogarse, a quemarse vivo. Ofuscado, pidió a gritos auxilio por la ventana. Intentó después derribar la puerta a patadas, pero las fuerzas le flaqueaban. Trató de serenarse. Se acordó entonces de la ganzúa que llevaba en el bolsillo. Se tapó la boca y la nariz con su chaquetilla, y aguantando el insoportable calor que invadía la estrecha habitación, hizo uso de su conocimiento sobre los secretos de la cerrajería de palacio. Giró con habilidad para derecha e izquierda, apretó la herramienta hasta el fondo y consiguió que la puerta abriera. En el trance, sus manos habían sufrido aún más quemaduras y tenía parte de la ropa chamuscada. Tiznado de negro de pies a cabeza, con los ojos medio cegados por el humo y ahogado por la tos, logró salir al pasillo a tiempo para reconocer por la espalda a su cuñado Félix, que huía a la carrera de donde había pretendido provocar su muerte.
El joven cerrajero recorrió pasillos y bajó escaleras entre rescoldos hasta lograr salir a la plaza de palacio. Mareado, se dejó caer al suelo y creyó morir de asfixia hasta que consiguió escupir toda la ceniza que había tragado. Así lo encontró José de Flores, que un rato antes le había escuchado con desesperación los gritos de auxilio desde aquella ventana del oratorio, por la cual ya salían las llamas. Pensaba que su querido discípulo se había abrasado. No pudo reprimir el llanto al comprobar que estaba bien y lo abrazó con emoción incontenida, como nunca antes lo había hecho. Francisco prefirió de momento ahorrarle los detalles de lo sucedido. Con volver a casa vivo esa noche tenía suficiente. Sintió de golpe el cansancio físico y mental de tantas horas acosado por el fuego. Convenció al maestro Flores para retirarse a descansar y, agarrados el uno al otro, llegaron maltrechos al hogar donde Josefa y Manuela parecían igualmente enfermas por la incertidumbre vivida, hora tras hora, tras los primeros repiques de campanas. Con mimo y ternura, Josefa fue limpiando las quemaduras de su esposo, hasta que éste cayó rendido por el sueño, plagado de terribles pesadillas. Félix no regresó esa noche. Tampoco lo hizo en otras muchas jornadas. Y aunque Manuela evidenciaba su congoja por ello, nadie mostró el más mínimo interés en buscarlo.
—Está mal desearle la muerte, pero si quisiera Dios que desapareciera en el incendio, sin quedar ni rastro de sus huesos, nos haría un favor a todos… —dijo en confidencia Francisco a Josefa, sin atisbo de arrepentimiento por la dureza de sus palabras contra Félix.
Las llamas fueron apagándose poco a poco durante los siguientes cinco días, dejando un aterrador escenario de desolación y ruina.
Quedaba aún mucho trabajo por hacer. Tanto el maestro Flores como Francisco, a pesar del vendaje de sus manos, volvieron a sumarse a los grupos de criados de palacio comprometidos hasta la extenuación con el alcázar. Muros y techos se derrumbaban solos y con el fin de evitar indeseados accidentes, fue necesario comenzar a derribar intencionadamente el edificio. Se repartieron a destajo entre los trabajadores, ya organizados, piquetas, azadones, espuertas, maromas y palas de hierro. El grado de destrucción era tal, que se hacía evidente la imposibilidad de reconstruir el viejo palacio. Los monjes de San Gil fueron encargados de revisar las ruinas de la capilla, entre cuyos escombros rescataron no sólo espuertas de oro, plata y bronce en candeleros rotos, fuentes, cálices, ángeles y adornos de sacristía, sino que llenaron hasta cuatro cofres con las piedras preciosas, diamantes, rubíes y esmeraldas, que fueron encontrando entre retazos de metales fundidos. El momento culmen de este rescate se produjo cuando lograron acceder a lo que quedaba del preciado relicario. Entre montones de huesos de santos, revueltos con materiales quemados, aparecieron intactas algunas de las más preciadas reliquias: una cabeza en madera de Santa Ana que había pertenecido a Mariana de Austria; el
lignum
crucis,
el santo pedacito de madera, junto a un clavo de la cruz de Cristo, en sus cajitas; y parte del famoso adorno de la flor de lis, símbolo de los Borbones, que, según la tradición, había caído del cielo. Al comprobar la salvación de esas piezas, tanto los frailes como los obreros que ayudaban en el desescombro, creyeron que era obra de un milagro divino y juntos se arrodillaron entre los cascotes para adorar las santas reliquias. Esa misma tarde, el tesoro rescatado fue presentado a los reyes en el palacio de El Pardo.