—Pero, ¿qué significa esto? ¿Por qué llevas guardado este papel? —preguntó ella, con iluminada curiosidad en su rostro, ávida de respuestas.
La historia del viejo manuscrito con secretos del oficio del hierro, guardado en un infranqueable baúl por el maestro Flores, cautivó de inmediato a la condesa. No disimuló su admiración por la forma en que el cerrajero había logrado abrirlo cuando no era nada más que un aprendiz. Francisco fue describiendo con detalle el extraordinario dibujo original que encontró en aquel libro, y cada uno de los símbolos contenidos en él, cuyo significado se había prometido desentrañar hacía ya años: el dios guerrero acompañado de un lobo, con su mano apoyada sobre el quinto travesaño de una escalera de siete peldaños, el árbol con un dragón enroscado, la calavera, el león con su collar de eses, las copas de cristal traslúcido y opaco, el reloj de arena flanqueado por el sol y la luna, inmersos en un gran triángulo y una forma de cubeta.
—Fascinante —repetía la condesa a cada particularidad que aprendía sobre el dibujo.
Francisco se acordó también de contarle que creía haber descubierto por casualidad, en aquel anticuario de Sevilla, que esas dos copas representadas a los pies del dibujo podrían ser una alegoría de los minerales silicio y manganeso. Pero, si así fuera, ¿con qué fin alegórico figuraban ahí? Y, ¿qué significaban en relación al resto de los elementos dibujados?
María escuchaba obnubilada. Nada podía satisfacer más a su espíritu inquieto, que desentrañar este misterio científico que el cerrajero le planteaba. La pasión con que Francisco relataba los detalles del manuscrito y las anécdotas que hasta ahora habían rodeado a su descubrimiento logró fascinarla. Sintió admiración por él. La curiosidad por algunos aspectos de la ciencia, de repente, los unía de una forma espontánea como nunca hubieran imaginado.
—Estoy segura de que se trata de símbolos alquímicos —razonó la condesa, sosteniendo ya el papel, amarillento y desdibujado, entre sus manos—. Si confías en mí, me encantaría ayudarte, Francisco.
Deja el papel conmigo, por favor. Prometo cuidarlo y ponerlo a buen recaudo. Nadie sospechará que yo lo tengo y mientras tanto puedo consultar papeles, libros y… personas, que pueden brindarme su sabiduría y esclarecer el significado.
—Me cuesta desprenderme de él, pero si he de hacerlo, no puedo pensar en mejores y más bellas manos…
—Sólo pido a cambio la máxima discreción. Si mi esposo sospechara que ando a vueltas con asuntos alquímicos, tendría un serio problema. Su carrera política en la corte es de máxima importancia.
Imagínate que cundieran rumores de que una dama de la princesa Bárbara anda entre extraños símbolos y redomas… ¡esta vez me expulsarían por bruja! Y no me importaría por mí, que igual viviría más feliz como una mujer del pueblo, alejada de la corte, sino por el conde. Con todos sus defectos, no tengo derecho a arruinarle la vida y a punto he estado ya de hacerlo…
—Perdonad mi intromisión, ¿os referís a vuestro exilio de la corte?
—Me refiero a mi colaboración con doña Bárbara, a la que no pienso renunciar, y a mi relación con Miguel… Tú ya sabes algo de eso, ¿para qué voy a ocultarlo? A veces me siento tan sola y tan necesitada de alguien que escuche mis confidencias sin juzgarme…
—Líbreme Dios de juzgaros. ¿Puedo preguntaros entonces sobre vuestra situación con don Miguel? —preguntó expectante, se diría que celoso, deseando escuchar el final de esa relación.
—Los designios del corazón son complejos, Francisco. Parece que cuanto más se sufre por un amor, mayor es la huella que deja en uno —dijo la condesa, sintiéndose libre ante Francisco para exponer sin tapujos sus verdades—. Y tú, ¿amas a tu esposa?
—Os sorprendería mi respuesta, pero prefiero reservármela.
Reconozco como propio lo que decís y me pregunto por qué ha de ser así.
—No lo sé, pero soy consciente de que, en mí, razón y corazón no van a partes iguales. Soy mujer de sentimientos y no pienso sustraerme a ellos. Son lo más auténtico de mi vida…
Un sólido sentimiento de haberse convertido en extraños confidentes, colaboradores en lo oculto, de ser uno encubridor del otro, remarcó el final de la visita de Francisco a la casa de los condes de Valdeparaíso. Al despedirse, Francisco besó la mano de María con elegante ternura y fervor. Salía de allí exultante por el delicioso tiempo pasado junto a ella. Le parecía haber soñado, si no fuera porque la ausencia del dibujo escondido en el bolsillo de la chaquetilla le confirmaba la realidad de la cómplice misión establecida con la condesa.
Al cabo de una semana, Francisco volvió a toparse en la calle con la doncella de la condesa de Valdeparaíso. Esta vez se sintió extrañamente incomodado por el repentino encuentro. En las estrechas callejuelas del barrio de palacio las paredes oyen, se decía. Resultaba difícil que la coincidencia entre dos personas pasara desapercibida, aunque fuera fortuita. Era la segunda vez que en pocos días se veía a Teresa esperando a Francisco, y cualquier vecino podría dar pábulo a comentarios maliciosos. Imaginó que era portadora de un mensaje de la condesa y no quiso, a pesar de sus recelos, perderse el encuentro. Se acercó hasta ella. Esta vez no era una nota escrita, sino un mensaje de palabra lo que Teresa traía. Por razones que Francisco ignoraba, la condesa tenía plena confianza en su criada y no había querido dejar rastro del recado que le enviaba.
—Tú dirás… —le dijo escuetamente el cerrajero, tratando de abreviar en lo posible esta reunión callejera.
—Mi señora me manda decirte lo siguiente: «Ese dios guerrero con el lobo a sus pies es Marte, y Marte es la representación del hierro».
—¿Sin más?
—Tal cual. Sin más.
—Gracias, Teresa. Es suficiente. Supongo que tu señora te ha hablado de la importancia de tu mutismo…
—Sobra el comentario, cerrajero… Sé bien lo que hago, y cuanto hago es por el bien de mi señora —concluyó la doncella, imprimiendo a sus palabras un aire de dignidad ofendida, que dejó a Francisco abochornado.
La despidió y vio partir atravesando las mismas calles que hasta allí la habían conducido, cruzándose en la esquina con una muchacha que llevaba en su regazo un niño. Distraído, el cerrajero había comenzado ya a cavilar sobre la importancia del escueto mensaje recibido. Si el personaje representado en el manuscrito era el dios Marte, a la vez un símbolo del hierro, era evidente que todo el dibujo era una alusión, una fórmula, tal como él imaginaba, referida al tratamiento de ese metal. Era indudable el interés que desentrañaba su comprensión.
Esa tarde Francisco regresó al hogar arrastrando un pesado cansancio. El trabajo en el real alcázar había aumentado extraordinariamente en los últimos tiempos.
Tras su instalación de nuevo en Madrid, Felipe V había decidido emprender en el rancio edificio reformas decorativas en algunas de las salas de aspecto más anticuado. La familia real pasaba por ello poco tiempo entre sus muros centenarios y alargaba sus estancias en el Buen Retiro y cuantos palacios habitables poseía en los alrededores de Madrid: Aranjuez, El Pardo, San Lorenzo de El Escorial o La Granja de San Ildefonso, cuyos amplios entornos de jardines y bosques convenían mejor a la salud del rey. Pero las largas ausencias del histórico alcázar estaban dotando al edificio de un lamentable aspecto de abandono. Más vacío de criados que ninguna otra residencia y sin apenas vigilancia exterior, sus puertas de entrada habían intentado ser forzadas varias veces por saqueadores y maleantes, que en extraña mezcla con los vagabundos que buscaban refugio bajo la arquería de la plaza principal, amenazaban con convertir el monumental conjunto regio en un antro de delincuencia.
Un mozo del servicio de palacio había sido degollado en un altercado en las mismas puertas del alcázar. Incluso los aledaños de la fragua real, colindante al palacio, habían dejado de ser seguros. Francisco aconsejaba a Josefa y a Manuela no salir de casa después de la puesta de sol, cuando las calles quedaban envueltas en sombras. Por suerte, la casa del rey decidió tomar medidas estrictas para detener cuanto antes los abusos. Un servicio de centinelas al exterior, el cambio de cerraduras en todas las puertas y la llave echada en los salones, aposentos reales y despachos de mayor interés fueron las decisiones más acertadas.
Francisco, como cerrajero real, tuvo que trabajar así muchos días a destajo. Deseaba llegar a casa para disfrutar de una suculenta cena y un bien merecido reposo. Le molestó por ello que su esposa lo recibiera esa tarde arisca y cariacontecida. Josefa no respondió a su habitual saludo e hizo ostensible el rechazo a cualquier muestra de afecto que Francisco intentaba. Con la cena servida en la mesa, la joven evitó en todo momento cruzar palabras y miradas con él. Era extraño que Josefa se comportara así. Desde que se casaran, jamás la había visto tan huraña. Francisco fue consciente de que algo serio había sucedido durante su ausencia, y que quizás se correspondía con los gestos sarcásticamente burlones con que Félix intentaba provocarle desde que había entrado por la puerta. Por ello, evitó pedir explicaciones a Josefa hasta que no pudieran hablar en la intimidad de su cuarto.
Esa noche, los llantos y quejas de Josefa, sin embargo, pudieron escucharse en toda la casa. Desesperada, le echaba en cara a Francisco su evidente infidelidad. No podía negarlo, le habían visto varias veces en la calle con otra mujer. Josefa creía saberlo todo. Era la criada de una aristócrata que había estado en Sevilla y estaba convencida de que allí ya había mantenido relaciones con ella. Se lo había contado Manuela, que esa misma mañana les había sorprendido conversando en susurros en una calle cercana a la fragua. Y, al parecer, no era la primera vez que los habían visto juntos. Francisco entendió entonces el significado de las burlas de Félix. Él y su atontada esposa eran quienes estaban malmetiendo a Josefa contra él en base a calumnias que, a pesar de todo, no podía desdecir. Era imposible que pudiera dar explicaciones sobre el asunto del manuscrito, sus investigaciones de la mano de la condesa de Valdeparaíso, su especial vínculo con ella y la presencia de la doncella Teresa como mensajera de confianza entre ambos. Confiaba en que Josefa simplemente le creyera en la negación de la infidelidad que se le imputaba y que con el paso de los días entrara en razones.
Era cierto que la infidelidad de Francisco hacia Josefa no era física, y que además los calumniadores se habían equivocado de mujer. Sin embargo, no podría jurar a su esposa que su mente, su espíritu, su deseo amoroso estuviera plenamente con ella, sino del lado de otra dama. Ésa era la contradicción en que vivía Francisco y la contradicción en que se movía su sociedad. Si fuera caballero, volvía a repetirse una y otra vez, nada de esto ocurriría así…
Mientras tanto, obligado por su propia esposa, se veía forzado a dormir en el antiguo catre de la habitación de los aprendices, maldiciendo una vez más al oficial; buscando la manera de resarcirse de esta nueva infamia.
El encontronazo fue inevitable, por más que José de Flores clamaba a sus hijas desde la cama para que trataran de poner distancia entre sus maridos. Francisco y Félix se vieron las caras, otra vez, de buena mañana, ya trabajando en la fragua.
—Crees que te has salido con la tuya, ¿verdad, Francisco?
—gritaba rabioso el oficial, blandiendo en su mano derecha el grueso martillo con el que estaba machacando en el yunque—. Imaginaste que con casarte con Josefa y lograr que tus caballeros de postín te recomendasen en palacio ibas a lograr pisotear mi derecho a suceder al maestro… Se te olvida que yo llegué a esta casa antes que tú y crees que puedes ignorar mi antigüedad, ¿no? Pues, ¡no voy a dejarte! ¡Juro que voy a quitarte ese cargo que acaban de concederte, aunque sea lo último que haga en esta vida!
—Tú no vas a hacer tal cosa —contestó con pretendida serenidad Francisco, sin perder de vista un segundo la mano de Félix que sujetaba el martillo, mientras se acercaba con disimulo al banco de trabajo donde reposaban unas pesadas tenazas.
—Lo haré —volvió a rugir Félix—, porque voy a contar, a quien quiera escucharme, que Josefa es hija de Sebastián de Flores.
Estoy decidido a hacerlo. No me importan tus amenazas sobre el azufre, porque demostraré que lo utilizaba para los trabajos de fragua y nadie dará pábulo a tus acusaciones…
—Podrás hacer eso, pero… —reaccionó Francisco en defensa propia, con la misma malicia— quizás no puedas librarte de ir a prisión por la violación de aquella chica que vejaste en Carabanchel, cuando te largaste dejando sola a Manuela en el parto del niño…
—se atrevió a incriminarle, seguro de que acertaba, aunque no pudiera realmente demostrarlo—. Hay gente que lo sabe y te acusa de ello, porque hablas demasiado cuando vas borracho. Conozco a personas influyentes a quien acudir para llevarte si es preciso a la horca, si haces algo que pueda perjudicar a Josefa.
Mudo y desencajado, el oficial dejó caer el martillo al suelo con estrépito. Su mirada cargada de odio denotaba la contención de una extrema violencia. Sabía que al callar estaba otorgando veracidad a la acusación, pero en ese momento no supo cómo reaccionar. Cometió aquel crimen, como siempre, tras una ingesta desmesurada de alcohol y cuando estaba sereno le remordía vagamente la conciencia, no por el daño infligido a aquella muchacha, sino por el perjuicio que le podría causar si llegaban a detenerle. En el fondo, era un cobarde.