Amén.
La boda se celebró en el siguiente mes de julio, un caluroso día, a las doce de la mañana, y con alegría por ambas partes. Josefa estaba radiante y encantadora, a pesar del modesto vestido de novia que lucía. Le había ayudado a confeccionarlo una vecina costurera y se trataba de un sencillo atavío de corpiño y falda en lino floreado de colores suaves. Un velo corto de encaje de Bruselas, heredado de su familia materna, que le cubría cabeza y hombros, era el rasgo más distintivo que llevaba para la ceremonia de casamiento, aparte del collar de perlas de la condesa de Valdeparaíso, que Francisco le había regalado como signo de compromiso.
El novio se había engalanado con su casaca de paseo, aquella que vestía cuando iba de visita a casa de Miguel de Goyeneche. Francisco estaba conmovido por el paso que iba a dar ante el altar de la iglesia de San Juan, parroquia de los criados de palacio, y ante aquel cura que alguna vez había interrumpido sus rezos cuando apremiaba la hora de cierre del templo. Un cariño tierno y sin sobresaltos por Josefa le llevaba a tomarla allí por esposa y prometer serle fiel, en la salud y la enfermedad, todos los días de su vida. Así lo creía firmemente en el momento de pronunciar esas palabras ante Josefa y ante Dios, aunque hubiera preferido no profundizar en el análisis de sus sentimientos ni comprobar si podría cumplir en verdad con este solemne compromiso.
Un José de Flores orgulloso y emocionado actuó como padrino de su hija, y a falta de madrina por su parte, Francisco accedió a que lo fuera una de las viejas tías de la familia, Tomasa e Ignacia, que entre ellas decidieron en la misma puerta de la iglesia cuál de las dos iba a ejercer el papel. Manuela, la hermana tullida, asistió a la ceremonia, pero no así su marido, Félix, que desde el día anterior había desaparecido de casa sin dar explicaciones. Pedro Castro y algunos jóvenes criados de palacio, que apreciaban la amistad de uno y otro contrayente, habían sido los testigos de esta austera celebración, que empezaba y terminaba en la propia iglesia, con los deseos de felicidad eterna que dieron a los recién casados al terminar el oficio. Madurez para lograr ese idílico estado se les suponía, puesto que ambos acababan de sobrepasar los treinta años. El tiempo había pasado implacable desde que se conocieran por primera vez.
Unos días antes, Francisco y Josefa habían firmado ante el escribano la carta de dote que la novia aportaba a su esposo; necesariamente parca por el ruinoso estado económico del maestro Flores, que sólo podía ofrecer a su hija el valor de sus herramientas de trabajo por un importe que sumaba cerca de veinticinco mil reales, que pasarían a ser propiedad de su nuevo yerno cuando él falleciera. No obstante, poco importaba a Francisco este pragmático detalle, consciente de su obligación moral de contribuir a este matrimonio con más de lo que él tomaba en su beneficio propio. Por su parte, al convertirse en mujer casada, Josefa sacrificaba su buen estatus como criada en la intimidad de los aposentos reales, donde se exigía a las mozas soltería y total entrega. A partir de ahora, acudiría a palacio a realizar trabajos de menor categoría y horario, para que pudiera atender a su familia y habitar en su propia casa. No le importaba esa pérdida, puesto que era a cambio de la felicidad conyugal que siempre había imaginado.
Por primera vez, desde esa misma noche, Francisco dormía en una habitación de la planta alta de la casa los Flores. Su camastro en el cuarto de aprendices pasaba a ser historia, no sin cierta nostalgia.
Ese pequeño y desabrido espacio había alimentado durante años sus sueños de grandeza. Ésa era la ventaja de forjarse un provenir desde lo más bajo; con ambición, no cabía más posibilidad que mirar siempre hacia arriba, aspirar a mejorar el pobrísimo catre y a ampliar los muros de la estrecha habitación que se ocupaba. Y quizás esos pensamientos le impidieron disfrutar plenamente de su noche de bodas. La primera relación carnal entre ellos resultó torpe y escasa de pasión. La virginidad de Josefa, su inexperiencia y excesiva obsesión por lograr el disfrute de su esposo, según le habían aconsejado otras criadas de palacio ya casadas, hicieron del momento un trance agobiante y rutinario para ambos. No se atrevieron, pese a todo, a confesar su mutua decepción. Cada cual albergó la esperanza de mejorar con el tiempo su nocturna relación amorosa, que permaneció no obstante y ya para siempre, por lo menos para Francisco, entumecida y disfrazada por el cariño que se profesaban de día. Pero Josefa estaba dispuesta a ser la esposa perfecta; a hacer del bienestar de Francisco la verdadera motivación de su vida. A comprenderle y ser su sombra.
La nota había llegado a sus manos de forma intencionadamente discreta. Desde bien temprano en la mañana, Teresa, la doncella de la condesa de Valdeparaíso, esperaba a Francisco en la plazuela cercana a la cerrajería, con el encargo de entregarle el recado cuando éste saliera a la calle. Los condes ya estaban de vuelta en su palacete de Madrid y María Sancho Barona citaba a Francisco en su casa, al día siguiente por la tarde. Tenía una consulta importante que hacerle.
Esa misma noche Francisco apenas pudo conciliar el sueño. ¿Qué querría la condesa de él? La última vez que le solicitó un favor, allá en el alcázar sevillano, fue para un asunto de intriga política importante. ¿Qué sería ahora? Guardaba un hermoso recuerdo de sus últimos encuentros, aunque, sobre todo, de aquella breve desnudez que un día logró contemplar de ella. ¿Cómo le habría sentado la ausencia de la corte? Ardía en deseos de volver a verla. El mero roce de los pies de Josefa con los suyos, en la cama, le ponía en guardia, nervioso ante la próxima cita con esa dama que era capaz de robarle hasta las ganas de dormir.
Por primera vez tuvo que mentir a Josefa para poder escapar a casa de los condes de Valdeparaíso. Quería evitar a su mujer posibles suspicacias y celos. Y no era porque ella fuera a pensar que entre la condesa y Francisco existiera una relación, cosa inimaginable, sino porque él apenas podría disimular su fascinación por esa dama, si Josefa le pedía explicaciones. Tampoco estaba dispuesto a dejar de acudir jamás a la llamada de la condesa.
Con el fin de justificar su aseo y buen vestir, dijo que iba de visita al palacio de Miguel de Goyeneche. Llevaba puesta una buena chaquetilla, en cuyo interior escondía doblado el papel con el dibujo de símbolos copiado del manuscrito de su maestro. Al salir, no olvidó tampoco coger su llave de maestría, que se metió en el bolsillo del calzón para ir acariciándola por el camino, una manía que había adquirido en los últimos tiempos, convencido de que le traía inspiración y buena suerte en cuanto hacía.
Llegó a la calle ancha de San Bernardo cargado de expectación y curiosidad por el motivo de la cita, a la que de ninguna manera hubiera renunciado. Le abrió la puerta la doncella, con el mismo gesto de complicidad que ya le conocía de otras ocasiones. Lo miró de arriba abajo, sonriente, y le hizo pasar dentro. Siguió a Teresa a través de un gran zaguán, en cuya mesa central reposaba una bandeja de mimbre con grandes manojos de lavanda, ese olor tan identificativo de la condesa, que había traído desde sus propiedades manchegas; una excentricidad rural que añadía encanto a su refinamiento cortesano. Teresa lo acompañó a una sala contigua, que resultó ser la biblioteca. Para su sorpresa, allí estaba la condesa, sentada sobre la alfombra de nudo español, con su traje de seda graciosamente extendido y rodeada de pilas de libros, abiertos y cerrados, que reposaban sobre el mismo suelo. Con encantadora naturalidad, se puso de pie y dio la bienvenida a Francisco, ofreciéndole a besar, con su acostumbrada coquetería, su delicada mano. El corazón del cerrajero palpitaba agitado. Siempre, en cualquier ocasión y momento, la encontraba más bella que nunca. La estancia en Almagro le había sentado bien. María tenía un aspecto saludable y su pálida belleza se veía adornada por un atractivo sonrosado en las mejillas. Lucía el pelo recogido en una ligera redecilla de cordón negro entrelazado, como si quisiera poner a la moda la forma de acicalarse de las campesinas.
Las noticias habían corrido rápido. La condesa ya se había enterado de la maestría de Francisco, del juramento de su cargo en palacio y de su reciente matrimonio con la hija del maestro. Se mostró efusiva en la felicitación. Habían estado sin verse cerca de un año, pero parecía que la delicada confianza que se había ido estableciendo entre ellos permanecía intacta.
—Francisco, me alegro sinceramente de todos tus progresos y ese nuevo estatus familiar que te permitirá tener un hogar estable y el amor de una mujer pendiente de tu cuidado… —le dijo.
Al pronunciar estas palabras, sus miradas se cruzaron con especial intensidad. El subconsciente les había traicionado. Sintieron ambos el mismo pudor y bajaron la mirada al suelo. María desvió la conversación hacia asuntos de la corte.
Había vuelto a entrar en los aposentos de Bárbara de Braganza como su dama y la tristeza de la princesa la tenía realmente preocupada. La heredera estaba descuidando su físico y había empezado a engordar notablemente. Con ánimo de entretenerla, se dedicaba a contarle los chismes de cuanto había experimentado en La Mancha y cualquier noticia curiosa de fuera de la corte. Le había hablado de él, Francisco Barranco, el cerrajero que la había ayudado en Sevilla y la princesa le había encargado darle la enhorabuena por ese nombramiento como futuro cerrajero de cámara, que le acercaba aún más a la certeza de que un día lo sería bajo su propio reinado.
Pero ninguna de esas cuestiones era el motivo por el cual la condesa de Valdeparaíso había citado en su casa a Francisco.
—¿Ves todos estos libros? —le preguntó, señalando con la manos el desorden de volúmenes desparramados por el suelo—. Los he hecho traer hasta aquí desde Almagro. Son parte de la biblioteca que acumularon mi abuela y mi madre, de quienes heredé el título de marquesa de Añavete, que no uso desde que me casé. Estoy tratando de clasificarlos. Hay libros de autores y temas para todos los gustos, así que tengo por delante una labor entretenida, a la que me he propuesto sacarle el mejor partido.
Francisco la observaba con verdadera fascinación. Y el saberse admirada por los ojos de aquel hombre provocaba en María una confortable satisfacción. Esta extraña relación con el cerrajero la hacía sentirse libre, natural, soñadora y etérea. Se atrevió a contarle que en el desván de su palacio de Almagro había encontrado arrumbado un conjunto de redomas y alambiques, que, tras aquella enfermedad herpética sufrida en su adolescencia, le había regalado la curandera que obró el milagro de sanarla. Por aquel entonces su madre había tenido el buen criterio de retirar aquellos trastos de su alcance, antes de que su curiosidad intelectual le hiciera perder la cabeza por los espejismos alquímicos. En estos momentos, sin embargo, sentía una aguda nostalgia por aquellas raras artes de combinar sustancias, polvos, minerales, líquidos y metales. Pensaba en la posibilidad de instalarse un pequeño y recóndito laboratorio en su palacio madrileño.
Ni su propio esposo, el conde de Valdeparaíso, habría de enterarse de ello.
—¡Y fíjate en este libro, Francisco! —le dijo entusiasmada, tomando un pequeño volumen del suelo, e invitando al cerrajero a tomar asiento junto a una mesita cercana—. Se trata de un
Tratado de secretos de artes liberales y mecánicas,
recientemente impreso en Madrid. Éste ha sido una adquisición mía. Y escucha algunas de las recetas que contiene en su interior. Habla de la manera de hacer un acero finísimo, añadiendo astas de toro, cuero de zapatos viejos, ceniza de sarmiento y corteza de granadas; o cómo hacer que el hierro parezca plata, aplicándole sal, amoniaco y cal; o como templar el acero a base de zumo de puerros, vino blanco y aceite común; y cómo hacer lo mismo con el hierro, con zumo de ortigas, hiel de toro, orines de niño y sal…
—Condesa… no hagáis caso de semejantes recetas. Son absurdas proposiciones de algún charlatán alquimista que no ha practicado en su vida lo que propone.
—¿Así lo crees? —preguntó María, aún incrédula.
—Así es. Siento decirlo. Todo eso son supersticiones, falsa ciencia. Aún recuerdo una frase aprendida en un libro que hace años me hizo leer el padre Figueras, en la biblioteca real: «Si tuvieres enemigo poderoso a quien desees destruir, inspírale el ansia de adquirir la piedra filosofal, el secreto de la vida eterna, porque es el mayor mal que le puedes hacer… gastará todo su dinero en ello».
—Bueno, después de todo, es lo mismo que diría el padre Feijoo acerca de la alquimia.
—Incluso se me ocurre que puede ser algo parecido a lo que hacen ahora los gobiernos para proteger sus secretos industriales: impulsar a los países rivales a gastar su dinero en la búsqueda de algo inútil, proporcionándoles falsas pistas sobre algo tan pretendidamente valioso como imposible…
—Interesante reflexión, cerrajero —dijo divertida la condesa—. De hecho, si yo fuera gobernante, aplicaría esa estratagema.
En cualquier caso, volviendo al libro, si es tan inútil… ¡tómalo, tuyo es! Ya había pensado dártelo, para tus estudios. Para eso te había llamado…
—Se diría que estoy obligado a aceptar un regalo cada vez que acudo a una cita con vos, condesa…
María Sancho Barona se sonrió, evidenciando que aceptaba el comentario como una galantería. Se acercó a otra de las pilas de libros y tomó entre sus manos un volumen de cuidada encuadernación y mediano tamaño.
—Entonces, contempla esta obra. Merece la pena admirarla. Sus grabados de temas mitológicos son de una increíble belleza artística —comentó, con el ejemplar colocado sobre la mesa, mientras pasaba a la vista de Francisco las páginas, ocupadas con impresionantes escenas de dioses de la Antigüedad en la más refinada técnica al aguafuerte.
Una de las escenas representadas llamó poderosamente la atención al cerrajero. Aparecía un joven dios guerrero, provisto de casco, armadura y espada, acompañado por un lobo a sus pies. Inmediatamente vino a su mente la comparación de esta figura mitológica con esa otra que aparecía dibujada en el manuscrito de los Flores.
Se trataba sin duda del mismo personaje. Francisco colocó su mano encima del grabado, evitando que la condesa pasara la página. Ante la extrañeza que su reacción provocó en ella, se vio en la necesidad de darle ciertas explicaciones. Después de todo, pensó Francisco, quizás necesite su colaboración. Antes de empezar a hablar, extrajo del bolsillo interior de su chaquetilla aquel papel doblado en cuatro con la copia del enigmático dibujo. Lo extendió ante la condesa, junto al grabado donde aparecía el mismo dios guerrero. La comparación entre ambos los dejó maravillados. María señalaba con su dedo índice la similitud de detalles entre uno y otro.