El cerrajero del rey (41 page)

Read El cerrajero del rey Online

Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

Francisco maldecía para sus adentros la odiosa situación que había provocado, cuando se abrió de golpe la puerta de la casa. Los balbuceos nerviosos de un niño rompiendo a llorar le pusieron en guardia sobre la identidad de los recién llegados. Félix y Manuela regresaban del exterior, trayendo consigo los efluvios del exceso de vino prendidos en el aliento de ambos. Quizás por ello no se percataron del penetrante olor a azufre que invadía la sala, aunque sí quedaron petrificados ante el desaguisado que rodeaba a Francisco.

La joven madre, a pesar de la embriaguez, se percató de la tensión reflejada en las mandíbulas de su esposo y decidió retirarse rauda, escaleras arriba, llevando a su hijo en brazos. Los eternos rivales quedaron de nuevo solos.

—¿Qué estás haciendo aquí, Francisco? ¿Qué significa este desastre? —interrogó Félix bruscamente, apuntándole de manera amenazante con el índice.

—Lo sé todo, Félix. Siempre pensé que eras un mísero desgraciado. Ahora soy consciente también de que eres un asesino.

Y si no has matado ya, no es por falta de ganas, es porque Dios es justo y de momento te lo ha impedido… —contestó acalorado Francisco con toda la fuerza de su noble carácter, plantando cara al oficial.

—¿Asesino yo? —gritó, abalanzándose sobre el pecho de Francisco—. ¡Retira lo que dices o te juro que va a ser ahora y aquí donde cuente mi primer muerto!

El cerrajero, con la valentía y serenidad que le permitía saberse en posesión de la verdad, se zafó de su contrincante, que pretendía agarrarle por la pechera. Acto seguido, sin temor a las consecuencias de sus palabras, expuso al completo su acusación.

—Azufre. Sé que estás empleando azufre para envenenar al maestro, y quién sabe también si a tu pobre esposa y su hijo. Mala hora en que te conocieron todos ellos… Pero no voy a dejar que destroces más a esta familia…

—¿Ah, sí? ¿Y cómo piensas hacerlo? —contestó amenazante—. Aunque te creas superior por esa maestría que acaban de regalarte, soy el yerno de Flores, su oficial más antiguo y también tendré mi título próximamente. Además… no pueden, ni puedes, echarme.

Si lo haces, me llevaré los secretos de esta familia a donde vaya. Incluido uno que te atañe especialmente a ti…

—¿A mí? No tengo secretos que te incumban.

—Sí los tienes. ¡Y de gran envergadura, por cierto! ¿O acaso no te importa lo que tenga relación con Josefa?…

—¿De qué hablas? Ni se te ocurra mencionar a Josefa con tu lengua de víbora. —Esta vez era Francisco el que adoptaba la actitud amenazante.

—Entendámonos, Francisco —dijo Félix, haciendo uso de su ironía, reflejada en una fea sonrisa de media boca—. Yo hago desaparecer el azufre, tú te olvidas de este asunto y yo… no haré uso de lo que sé sobre la verdadera paternidad de Josefa. Es decir, que no es hija del maestro José de Flores, sino de su primo Sebastián…

Francisco, fuera de sí por lo que escuchaba, no pudo resistir el impulso de agarrar de la camisa a su rival, que esta vez se regodeaba con sibilina calma en el chantaje que le proponía, a sabiendas de que no podría rechazarlo aunque le repugnara.

—Sabes bien que si proclamo a los cuatro vientos lo que sé de Josefa… —prosiguió Félix—, aparte de desvelar que es hija bastarda, tu matrimonio no servirá para que te postules a suceder a nuestro suegro como cerrajero del rey. ¿Es eso lo que ambicionas por encima de todo, verdad, Francisco Barranco…? Pues yo también. ¿Y sabes qué? Pensándolo bien, todavía está por ver quién será el primero en lograrlo…

—Desgraciado… —dejó escapar Francisco.

Unos golpes en la aldaba de la puerta principal interrumpieron la hiriente discusión entre los dos hombres, que se separaron, aunque sin retirarse la mirada.

Fue Francisco el que decidió abrir la puerta, encontrándose por suerte a Pedro Castro, que enterado ya de la buena nueva de su maestría, así como de mil dimes y diretes de la corte, venía a felicitarle e invitarle a recibir la noche entre las paredes de alguna taberna de la plaza Mayor. El cerrajero no lo pensó dos veces. Tomó su chaquetilla, aunque la tarde era calurosa, y evitando otro roce con Félix, pegó tras de sí un portazo.

La frívola conversación con su amigo sirvió a Francisco para aliviarse de una tensión que parecía estallarle en las sienes. Los cotilleos de altura del cómico, además, resultaban útiles para ponerse al día sobre los asuntos que tristemente se cocían en la familia real. Por ello, le dejaba hablar sin apenas interrumpirle, tomando mentalmente nota de cuanto decía, como si de un relato literario se tratara. El estado de abandono de los Príncipes de Asturias era francamente preocupante.

El rey, instigado por Isabel de Farnesio, insistía en no perdonar a los herederos las intrigas fomentadas en Sevilla. Y el príncipe Fernando, apegado a su padre aunque jamás hubiera recibido cariño de él, sufría lo indecible por el desdén paterno. Era humillante verse postrado de tal manera, cuando por el contrario, la corte se entretenía en celebrar las victorias de su hermanastro Carlos en Italia, a punto de conquistar el trono de Nápoles y Sicilia.

Los desaires habían logrado enfermar a Fernando, que padecía una grave afección de fístula, que los médicos españoles no acertaban a curar. El conde de Rotemberg, embajador francés, haciendo gala de la amistad que había compartido con el príncipe en Andalucía, era el único que se apiadaba de su penoso estado. Rogó al rey Luis XV que dejase venir desde Versalles al prestigioso doctor Monsieur Petit, que en el plazo de unas semanas se plantó en Madrid. Los príncipes se lo agradecieron mucho, aunque, ilusos, no eran conscientes de que el envío del médico francés se debía realmente a otra misión menos altruista, y sí, en cambio, maliciosamente política. La auscultación de los órganos sexuales de Fernando iba a servir para determinar a ciencia cierta si padecía alguna tara sexual. Habían pasado ya cinco años del matrimonio de los herederos y Bárbara de Braganza todavía no había quedado embarazada. Desde el punto de vista francés, era inútil seguir ayudándoles si, tal como corroboraba el afamado doctor, no serían capaces jamás de engendrar hijos.

Monsieur Petit diagnosticó también que Fernando moriría pronto de la misma corrupción en la sangre que había llevado a su madre a la tumba. El funesto informe médico precipitó, al mismo tiempo, el final de la embajada del conde de Rotemberg, puesto que la relación de confianza trabada con Fernando y Bárbara no tenía ya ninguna utilidad para Francia.

La marcha del embajador, seguía relatando Pedro Castro a Francisco, venía a aumentar la sensación de vacío que reinaba en los aposentos de los príncipes. Bárbara de Braganza se refugiaba en su música. Las sonatas que Domenico Scarlatti componía para ella sonaban en el clavicordio a todas horas, llenando el silencio de las conversaciones calladas con la agilidad rampante de sus notas, que en las últimas obras del maestro recogían sonidos de la tradición moruna y popular de Andalucía. La princesa, sin embargo, se sentía más sola que nunca. Añoraba ostensiblemente a su dama favorita, la condesa de Valdeparaíso, que aún permanecía en sus posesiones de Almagro y no podía estar al quite de las preocupaciones de doña Bárbara.

Francisco tampoco tuvo reparos en confesar abiertamente a su amigo lo mucho que él también echaba de menos la presencia en la capital de María Sancho Barona. Le contó entonces que iba a casarse con Josefa, la hija del maestro Flores. Ya lo habían decidido. Ella había sido la impulsora final de su obra de maestría. Le debía gratitud y reconocimiento a la lealtad y al amor que ella, casi desde niños, le había demostrado.

—¿La amas, Francisco? —preguntó con sinceridad Pedro Castro.

—La quiero, Pedro, sé que la quiero y la respeto. Estoy seguro de que será una buena esposa, compañera y madre de los hijos que Dios tenga a bien enviarnos…

—Es decir… que no la amas —sentenció Pedro de una manera contundente—. Te conozco bien. Sé que todavía ardes en deseos, estás obnubilado y obsesionado por la condesa. Pero ya sabes lo que pienso: es una ilusión, una quimera… Lo tienes difícil, amigo. No te envidio, porque vas a casarte engañando a Josefa, y engañándote a ti mismo, al ofrecerle sólo un tibio cariño. Aunque si me pongo en tu lugar… creo que no te quedan más opciones.

—Pedro, prefiero no pensar para no volverme loco. Lo único que sé es que Josefa merece un marido que la cuide y le proporcione un hogar seguro, y yo voy a hacer ambas cosas. Ella es parte de mi vida desde que subí a aquel carro del maestro Flores que partió de Nuevo Baztán de los Goyeneche y me trajo a esta ciudad para siempre. Voy a luchar por su bienestar y el de mi maestro. No hay más. Empiezo a pensar que está escrito en mi destino que yo sea el sucesor de esa dinastía de cerrajeros y encumbrarla a lo más alto que un artesano haya podido soñar en este reino.

—Empieza por no perder las buenas relaciones que posees en la corte, amigo —aconsejó con acierto e inteligencia el cómico—.

Miguel de Goyeneche está eufórico. Su padre, el viejo financiero, acaba de legarle el privilegio para la impresión de
La Gaceta de Madrid,
así que tu caballero protector es ahora también el impresor del diario oficial, el distribuidor de noticias, anuncios e información.

Vamos, lo que se dice un hombre influyente. Conociéndole, auguro que se tomará demasiadas libertades en este negocio y pronto tendrá encima la censura del Consejo de Castilla. Pasada la tormenta de las intrigas sevillanas, volverá a necesitarte en la corte. No abandones tus proyectos con él y aprovéchate de sus favores…

—Jamás he pensado en abandonar mis cuestiones con él, Pedro. Todo lo contrario. En cuanto la corte vuelva a asentarse y todos los que nos fuimos a Sevilla estemos de nuevo cómodos en nuestras casas, estoy seguro de que volveremos a retomar el proyecto con fuerza. Tanto vaivén nos ha afectado a todos. Desconcierta y retarda cualquier idea interesante. Por cierto, ¿tienes noticias de cómo ha afectado a Goyeneche el exilio de la condesa en La Mancha?

—Tengo entendido que su relación íntima se estropeó mucho en Andalucía…

—Bueno, yo sé algo de eso, pero ¿cómo lo sabes tú?

—Los criados, Francisco, los criados. Son enemigos pagados en cualquier casa…

—No me hagas reír. ¿Y de qué más te has enterado?

—Nada especial. Goyeneche está tranquilo. Si ella está ausente, nada puede hacer o deshacer respecto a su relación. De todas formas, es hombre práctico, un cortesano perfecto. No le faltarán damas revoloteando a su alrededor. Recuerda que es hombre de fortuna y está soltero. Creo que en esta ruptura sufrirá más ella. Se la ve mustia junto a su esposo.

—Ojalá la vida le depare la felicidad que merece… Pedro, te juro que si yo pudiera…

—Vamos, Francisco, ¡olvídate de esta historia!

Por último, Pedro se atrevió a contarle los últimos rumores de taberna sobre el que iba a ser su cuñado, Félix Monsiono. Estaba preocupado por lo que se escuchaba acerca de su perfil de delincuente. Dimes y diretes entre la escoria que se emborrachaba de vino en esos locales, difíciles de demostrar, pero preocupantes. Le advertía de ello como un buen amigo.

La ascensión en el estamento de cargos de la corte era un asunto sujeto a las más estrictas tradiciones de la casa real española desde hacía cinco siglos. Ni siquiera la intención modernizadora de la nueva dinastía Borbón había sido capaz de introducir novedades en la manera de entrar a servir en palacio y progresar en sus honores.

El estancamiento del personal era la norma imperante. La falta de libertad y dinamismo para expulsar a criados inútiles y aceptar a otros más valiosos hacía que el conjunto de servidumbre fuera, cada vez más, una pesada carga para la casa real y la causante de la sempiterna ruina de sus arcas. Francisco empezaba a conocer bien los mecanismos de esa entidad. A pesar de que José de Flores llevaba muchos años doliente de una enfermedad que le había obligado a ceder a sus discípulos el trabajo en palacio, su cargo de cerrajero de cámara no le sería devengado hasta su muerte. Para un artesano al servicio del rey, la pérdida de tal honor en vida sólo sería consecuencia de la absoluta inutilidad en su trabajo manual, un delito criminal probado o una grave deslealtad a la Corona. No era el caso de Flores, reputado, leal y respetado en el entorno de la casa real. Existía, sin embargo, una posibilidad para asegurar el futuro de Francisco Barranco en palacio, sin tener que esperar a que el fallecimiento de su maestro dejara libre el puesto. Se trataba del peculiar nombramiento para «ausencias, enfermedades y futura», un formulismo inventado para asegurar a un discípulo que se le guardaría la plaza vacante del maestro.

La influencia de Miguel de Goyeneche en palacio fue decisiva para que Francisco optara a «la futura» de cerrajero de cámara. El joven había acudido a él en su casa para contarle su reciente progresión y perspectivas de futuro. El caballero, demostrando un sincero orgullo por la iniciativa de su protegido, le prometió que incidiría para su promoción en palacio. El maestro Flores puso empeño igualmente en redactar una carta, dirigida nada menos que a José Patiño, secretario de Estado, exponiéndole la valía de su alumno Francisco Barranco, demostrada ya durante los últimos años al servicio de la familia real, y solicitándole el favor de un cargo y salario, a modo de dote del rey, para que pudiera contraer matrimonio con su hija, Josefa Nicolasa de Flores.

Hubo de esperar algunos meses para obtener una respuesta afirmativa. Pocas cosas en palacio se resolvían por la vía urgente. Por fin, en la primavera de 1734 Francisco fue citado al despacho del duque de Frías, ilustre sumiller de corps del rey, de quien recibió el papel que atestiguaba el juramento que iba a realizar. Y ante aquel grande de España dio un paso más en su carrera, respondiendo, con su mano derecha colocada sobre la Biblia, al formulario que le fue leído:

¿Juráis a Dios trino y uno servir bien y fielmente al rey nuestro señor en las ausencias, enfermedades y futura del oficio de cerrajero de cámara, que sirve José Nicolás de Flores para casaros con Josefa Nicolasa de Flores su hija, en que os he nombrado y hecho merced?

Sí, juro.

¿Juráis que si supiereis alguna cosa contra su real persona o servicio, próxima o remota, directa o indirectamente, que se ha de dar cuenta de ello a su majestad, o a mí como su sumiller de corps?

Sí, juro.

Si así lo hiciereis, Dios os haga bien y si no, os lo demande.

Other books

The Sorcerer's House by Gene Wolfe
Blood Red by Quintin Jardine
The Philip K. Dick Megapack by Dick, Philip K.
Eighth Grave After Dark by Darynda Jones
Whatever It Takes by C.M. Steele