Se entreabrió la puerta y asomó la cara la joven doncella de la condesa. Se miraron, buscando sin necesidad de palabras la confirmación de que la cita podía desarrollarse según lo convenido. Breves instantes después, se colaba dentro de la fragua, con delicado misterio, María Sancho Barona, vestida para no llamar la atención, con un sencillo traje de chaquetilla entallada y voluminosa falda de grueso lino, y un ligero mantón sobre hombros y cabeza para ocultar, si fuera necesario, la identidad de su rostro. Teresa quedó fuera, discretamente apostada, vigilando la puerta.
Frente a frente, la condesa y el cerrajero se sintieron igualmente incómodos. A ninguno de los dos se le había olvidado que él la había visto una vez semidesnuda. Francisco estaba paralizado, anonadado ante la belleza de esa mujer, refinada aristócrata, que tanto admiraba. María, por el contrario, se debatía entre disimular la creciente atracción que sentía hacia el oficial, un criado en la escala de los artesanos, y poner obstáculos a cualquier confidencia, o sacar a relucir su elocuencia y simpatía para lograr de él lo que venía buscando. Optó de forma inconsciente por una mezcla entre ambos. Situados en la penumbra de la fragua, comenzó a hablar la condesa:
—Barranco, creo que no necesito recordarte la larga y peculiar relación que nos une, especialmente desde que aquel proyecto industrial que surgió en la tertulia de Goyeneche nos ató a un mismo objetivo —dijo con sincera emotividad en su voz—. Por desgracia, este traslado a Sevilla y las novedades en la familia real nos han estropeado las ilusiones y, por qué negarlo, el buen comportamiento, a todos. Yo misma he sido víctima del engaño más doloroso, el que afecta al corazón.
Se quedó pensativa durante un momento, sopesando el grado de intimidad que estaba dispuesta a alcanzar en su narración. Por una extraña razón, se sentía comprendida por aquel cerrajero de ojos profundos, que la escuchaba sin desviar un segundo de su cara la mirada franca. Comenzaba a sentirse cómoda ante él y continuó hablando de una forma inspirada.
—Sé que Miguel de Goyeneche me traiciona.
—Os sorprenderá, pero yo también lo sé. Me alegro de que os hayáis dado cuenta.
—¿Y cómo es eso? ¿Soy la última en enterarme?
—Entended mis razones… es mi mentor y no debo criticarle, aunque no esté siempre de acuerdo con sus actitudes personales. Por casualidad, escuché a la reina criticaros injustamente y él no salió en vuestra defensa…
—Es triste, Francisco. Las dos facciones de esta corte nos han separado. Él debe lealtad a una parte, y yo a la contraria. Es irremediable. Pero él ha caído más bajo que yo, puesto que ha pretendido utilizarme para obtener información que pueda servir a su señora en bandeja de plata. No me consuela el que lo haga en beneficio de ese común proyecto que nos animaba, si en el camino pisotea el amor que le he entregado. Más pronto que tarde se dará cuenta de lo que pierde. Pero no puedo luchar con las mismas armas de una soberana, así que sólo me queda la esperanza de encontrar personas que aún conserven nobleza, y no me refiero a la de los títulos, sino a la nobleza de espíritu. Y creo que tú, Francisco Barranco, tienes la honestidad del hombre sencillo, la conciencia limpia de alguien no pervertido por las bajezas del poder y la ambición desmedida…
En este punto, Francisco se sintió intimidado y descubierto.
Sintió súbitamente el peso de la mentira como una losa y un arrepentimiento profundo se apoderó de él, curiosamente no tanto por haber faltado al código ético de su profesión, sino por haber perjudicado con ello a la dama que ahora, de forma privilegiada, tenía frente a sí. María se percató de la repentina tribulación de Francisco y fue capaz igualmente de entender la razón.
—Condesa, creo que sobrevaloráis mi actitud en relación a lo que está ocurriendo en esta corte. La rudeza de mi trabajo en la fragua me hace ser consciente de quién soy y a qué mundo pertenezco.
El fuego quema a veces también los sueños y hace ver la realidad de la vida. Pero no quiero ceder más al engaño…, debéis saber que yo he colaborado en todo cuanto don Miguel ha necesitado de mí.
Y admito que ahora siento remordimientos.
—No necesito tus explicaciones. Ya lo sabía. Únicamente quiero que entiendas la justicia de lo que vengo a pedirte…
La condesa de Valdeparaíso le confesó algunas cuestiones políticas sobre la lucha oculta que los príncipes herederos fomentaban desde sus cuartos contra el vacío de poder que provocaba la enfermedad del rey, incapaz de gobernar, al cual sin embargo se impedía abdicar. Le habló también del abuso de autoridad de Isabel de Farnesio, que estaba imponiendo una política belicista causante de la ruina del reino. Todo ello eran pretensiones justas, inspiradas por el sentido común y el amor a los súbditos, soportadas en secreto gracias al apoyo internacional.
—Francisco, te lo ruego. Debes ayudar a la princesa Bárbara.
No sólo encontrarás la recompensa en ella, sino que te lo agradecerá todo el país —suplicó la condesa, poniendo tal pasión e intensidad a sus palabras, que no pudo evitar agarrar de las manos a Francisco, en un gesto rogatorio. Retuvieron sus manos juntas durante unos segundos, suficientes para darse cuenta del calor de su piel y de los nervios que uno y otro sentían.
Uno de los fuelles, cediendo al peso de su estructura de madera, insufló una ligera corriente de aire que avivó el fuego que mantenía encendidas las ascuas del carbón. El ruido les hizo soltarse las manos. La inesperada llamarada coloreó la penumbra de un cálido tono rojizo. La visión de sus rostros iluminados dejó a ambos, frente a frente, paralizados. Por primera vez en su vida, Francisco maldijo internamente su condición de artesano. Era el principal obstáculo que le impedía manifestar su amor abiertamente a María Sancho Barona. La encontraba tan superior a sí mismo, que no se atrevía a hacerlo. Ignoraba cuál podría ser la reacción de una dama noble ante la declaración amorosa de un hombre de más baja condición social.
Ni siquiera el hecho de ser una mujer casada suponía una mayor barrera. Tener de amante a Miguel de Goyeneche, a espaldas de su marido, era la prueba. Si él hubiera podido heredar la hidalguía y los caudales de su padre, si fuera caballero, pensaba Francisco, sin duda había cortejado a la condesa, la habría amado sin tapujos, habría intentado hacerla suya. De momento, se mordía la lengua y trataba de contener su obsesión por ella. Desconcertado, trató de calmar la opresión que sentía por dentro, tomando el atizador para remover los rescoldos, que de nuevo desprendieron un fuerte resplandor.
En un alarde de irónico romanticismo, la condesa llevaba últimamente colocado al cuello el collar de perlas que Goyeneche le había regalado. Con el mantón que traía sobre los hombros, Francisco no había reparado en ello hasta que la vio sacárselo por la cabeza.
Sin atreverse a coger otra vez las manos del cerrajero, María le pidió que las extendiera juntas. El cerrajero obedeció, expectante y ella depositó el collar con delicadeza entre sus palmas.
—Este adorno no tiene ya valor para mí —dijo con tono seductoramente firme—. Imagino que tienes compromiso con esa linda muchacha que servía en palacio, la hija de tu maestro, Josefa, ¿no es así?
—Bueno, realmente no es un compromiso… —comenzó a titubear Francisco.
—Quién fuera ella… Las mujeres de su condición tienen el verdadero privilegio de casarse por amor, con el hombre que quieren.
—Condesa… —musitó Francisco, casi dispuesto a liberar sus ganas de pronunciar palabras que le brotaban del alma.
—¡Regálaselo! —interrumpió María—. Lucirá en su cuello como una bonita joya que le trajo su prometido de Sevilla.
—No puedo aceptarlo. Ese collar es un regalo de cierto valor, que yo no podría permitirme comprar y ha sido adquisición de un conocido caballero… Pensarán que lo he robado —contestó el cerrajero tajante, tratando de devolvérselo a la condesa, que esta vez tomó de la mano a Francisco, cerrándole el puño con el collar dentro.
—Por favor, quédatelo —rogó la dama de una forma que hacía difícil contrariarla—. Tómalo como pago por adelantado del arriesgado cometido que en nombre de doña Bárbara vas a realizar.
—De acuerdo. Así lo aceptaré. Os aseguro que aprecio el collar más por la dama a quien adornaba, que por su valor material —dijo Francisco, de una forma que a la condesa le sonó a música celestial.
La doncella entreabrió de repente la puerta, para advertir a su señora del peligro de ser descubierta. Había visto al conde encaminarse hacia los aposentos y de inmediato preguntaría por su paradero. Abreviaron necesariamente la despedida más de lo que hubieran deseado. Un escueto «Hasta pronto», con la mirada fija uno en otro, hubo de ser suficiente. En ella fue patente, sin embargo, el mutuo interés y un fuerte deseo de ser al menos cómplices.
Decididamente, ese hombre tenía la virtud de cautivarla de una manera diferente a los caballeros a los que estaba acostumbrada, pensó María al marchar de la fragua.
Días después, Francisco se veía de nuevo aplicando la ganzúa a la cerradura de un aposento. Esta vez se trataba del cuarto de Miguel de Goyeneche, y no sentía atisbo de remordimiento. La condesa le había dado instrucciones precisas. Ella lo entretendría en el suyo propio, en ausencia de su esposo, que iba a salir de caza, y él revisaría, sin alterar su orden ni sustraerlos, los documentos que el financiero archivaba sin excesivo cuidado en una caja de papeles, junto a los libros de cuentas. Seguro como estaba Goyeneche de que la única persona en la corte capaz de descerrajar puertas estaba de su lado, apenas se había molestado en esconderlos. Pudiera ser que, simplemente, no hubiera nada en ellos que resultara comprometedor. Pero para estupefacción de Francisco, ante sus ojos apareció una carta anónima en la que claramente se aludía a una ingeniosa treta: la expansión intencionada del rumor de haberse descubierto una conspiración para envenenar a los príncipes, con el único fin de atemorizarlos, acrecentar su aislamiento y obligarles a suspender, por miedo a la muerte, su propios complots. Una refinada intriga, digna de una mente astutamente enrevesada. Nada de ello extrañó a la condesa de Valdeparaíso ni a Bárbara de Braganza, cuando el modesto cerrajero les hizo llegar las noticias, por vía de la discreta doncella Teresa.
A la mañana siguiente de su arriesgada acción, cuando Francisco se encaminaba hacia la fragua, salió a su encuentro un joven ataviado con refinada librea de comedor. Por el escudo grabado en sus botones de latón, se dio cuenta de que pertenecía al servicio de los príncipes. Le hizo entrega de una bolsita de tela, cuyo pesado tintineo anunciaba el contenido que cualquier hombre de modesta economía podía desear. De momento, no supo ni a quién, ni a qué se debía esta entrega.
Cuando la abrió, en la intimidad del taller, quedó absorto al encontrar la generosa cantidad de quince mil reales, en monedas de plata de nuevo cuño, una cantidad correspondiente a la mitad del sueldo anual de un maestro artesano. Al fondo encontró una nota, con una regia caligrafía femenina que anunciaba:
En adelanto al salario debido al futuro cerrajero de cámara de los reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza.
Agradecida por tu lealtad.
Conmovido por un cúmulo de sentimientos contrapuestos y acuciado esa noche por la soledad, Francisco buscó en el patio de la Montería a Pedro el cómico. Necesitaba la cercanía de ese verdadero amigo, a quien tenía acostumbrado ya a las parrafadas sobre su amor imposible hacia la condesa. Próximamente, la compañía de Luis de Rubielos estrenaba nueva obra y los actores, cansados de ensayar, habían improvisado una reunión, sentados en círculo sobre taburetes, para brindar con una botella de modesto vino. El cerrajero, siempre bien recibido en este ambiente, se sumó al brindis y la charla. Algunos contaron venturas y desventuras de su profesión. Convencieron finalmente al empresario, Luis de Rubielos, para que, una vez más, contara aquella peculiar historia de amor, que hizo pensar a Francisco en las infinitas posibilidades de toda relación entre un hombre y una mujer.
En su juventud, cuando se iniciaba como empresario teatral, Luis de Rubielos había conocido en Madrid a una extraordinaria dama. La encontró una fría noche de invierno, llorando con desesperación, sola, sentada en el portal del convento de las Descalzas Reales.
Se acercó a indagar qué le ocurría y a prestarle, si estaba en su mano, alguna ayuda. La mujer vestía un bello traje de escenario, que lucía no obstante sucio y desgarrado. Le contó que esperaba a escuchar el canto de maitines, para saber que las monjas estaban despiertas y buscar en ellas consuelo. Se planteaba abandonar su mundo, el de la farándula, y pasar a la vida ascética. Procedía de Italia y respondía al nombre artístico de Joyela. A España había llegado de la mano de la famosa compañía de los Trufaldines, especializados en
la comedia del arte,
que cada noche actuaban ante la corte en el elegante teatro de los Caños del Peral. Era una excelente actriz y cantante. Su bella voz le hacía aspirar a convertirse en diva de la incipiente ópera, si no fuera porque un desafortunado matrimonio destruía día a día sus aspiraciones. Su esposo, también actor, recelaba del creciente éxito de su compañera, de forma que cuantos más aplausos recibía ella en el escenario, peor maltrato le esperaba de él al salir del teatro. Era una ecuación maldita, capaz de hacer que empezara a aborrecer su propio talento. Luis de Rubielos se enamoró de ella. Le ofreció cobijo y, ante todo, respaldo y confianza. En su primer encuentro carnal, la hizo ascender al último piso de su casa por una escalera iluminada ex profeso con cincuenta y dos velas, tantas como escalones había.
El fin era hacerla sentirse la mujer más bella y deseada, la reina de su corazón, una emperatriz de la escena. Todo había ocurrido a las doce y doce minutos de la noche. Henchida de afecto, Joyela se sintió fuerte para abandonar a su esposo y marchar a triunfar por los teatros de Europa. Su relación con Luis de Rubielos se había convertido en epistolar, pero eternamente profunda y emocionante. El empresario la esperaba siempre. Sabía que volvería a él, en su retiro, después de haber sido una diva triunfante.
Mientras tanto, en el palomar de su casa madrileña, aquel ingenio de relojería seguía tocando doce campanadas dos veces, cada noche, por ella.