Dicho esto, dio media vuelta y se dirigió hacia el escenario del teatro, más por vigilar los siguientes pasos del conde español, que por deleitarse en la actuación de su amigo cómico. Su ánimo no estaba ya para celebraciones.
Se vistió y arregló con la máxima celeridad que pudo, contando con que esta vez no podía echar mano de su doncella. Desde que celebrara su matrimonio años atrás, María había sentido muchas veces el fastidio del rencuentro con su esposo, pero hoy, a pesar de la precipitación y el sobresalto, sentía una extraña sensación de alivio al abandonar el aposento de Goyeneche. Cuando recogía sus escarpines, colocados en una esquina de la habitación, reparó en dos pesados libros de tapas de pergamino que reposaban sobre una mesita esquinada.
No pudo evitar la curiosidad y sin reparar en el tiempo que perdía, mientras se calzaba, levantó las portadas y echó un vistazo. Se trataba de hojas manuscritas con asuntos contables propios de las empresas familiares de los Goyeneche. Debajo de los libros, sin embargo, asomaba otro pliego suelto. Tiró delicadamente con sus dedos de la esquina del papel hasta lograr tenerlo a la vista. Era una partitura musical y parecía firmada por el maestro Scarlatti. Recordó aquellos tiempos de su niñez en que había recibido lecciones de clavicordio e intentó leerla. Después de los primeros acordes en do, no fue capaz de seguir. Pensó que había olvidado ya sus conocimientos de música. Se fijó en la última página, donde, en una caligrafía minúscula y bien alineada, pudo leer «Antonio Pelegrín
copit
». No tuvo tiempo de captar más detalles, pero se quedó francamente extrañada del conjunto. No era consciente de que Miguel apreciara tanto la música, y además, él jamás había estado en las tardes musicales de doña Bárbara. ¿Cómo era posible que obrara en su poder una partitura del maestro de la princesa, cuando éste tenía tanta reserva para su obra?
¿Y quién era ese tal Pelegrín a quien se permitía copiar una composición original del gran Scarlatti?
Con la mente cargada de preguntas surgidas en esa intensa tarde, la condesa de Valdeparaíso tuvo que despedirse con prisa del hombre a quien poco antes había entregado cuerpo y alma. Anduvo todo lo ligera que le permitían los escarpines y llegó hasta su propio aposento. Hacía rato que la doncella la esperaba adormilada para desvestirla. Después de ponerse el camisón, se metió en su propia cama, aunque en el horario sevillano a que la corte se había acostumbrado era muy temprano para hacerlo. No tardó mucho en aparecer su marido. Juan Francisco Gaona había hecho gala siempre de enorme caballerosidad con su esposa. Adoraba su personalidad y aunque era consciente de los riesgos de casarse con una mujer de su belleza y atractivo, deseable para cualquier hombre, estaba dispuesto a no dejarse consumir por las sospechas de infidelidad. Nada había más ridículo que un esposo carcomido de celos. Después de todo, era inútil tratar de coartar la libertad de acción de una dama imbuida del espíritu de seducción e independencia que había calado desde Versalles, como signo inequívoco de sofisticación y elegancia. Por ello, estaba dispuesto a no hacer demasiadas preguntas. María alegó padecer un ligero malestar, por el cual había decidido no asistir al teatro y reposar en cama. De todas formas, el conde de Valdeparaíso venía ávido de sentir de cerca el cuerpo de su esposa y de hacer uso, después de tanto tiempo de ausencia, de los deberes carnales del matrimonio. Y María hubo de ceder a sus deseos, a pesar de la vaciedad de sentimientos que en ese momento la invadían, de la fatiga acumulada y de haber consumido por ese día su sensualidad en otro aposento.
Su último pensamiento, esa noche, sin embargo, fue para dar gracias a Dios por que Francisco Barranco, el cerrajero, la hubiera salvado de un bochorno ante la corte.
Como buen financiero, era generoso con quien le procuraba favores.
Por las enseñanzas recibidas de su padre creía firmemente en que el agradecimiento es un bien, que cuanto más se prodiga con otros, más multiplica el beneficio propio. Por ello, Goyeneche decidió ser espléndido una vez más con Francisco. Fue a buscarlo a la fragua, donde el cerrajero trabajaba a diario los múltiples herrajes, y puso en sus manos una bolsita de tela con el peso inconfundible de una decena de monedas. El aviso de la llegada del conde de Valdeparaíso había merecido tal premio, justificó Goyeneche, ante el asombro complacido que manifestaba en su rostro Francisco. Pertrechado con el delantal de cuero para no quemarse al atizar el fuego y con el hollín del carbón ennegreciendo sus uñas, se sintió sucio e incómodo ante el caballero, que pese a ello parecía fascinado por el ambiente penumbroso y el olor a hierro y fuego que se respiraba en la fragua.
Empezó a curiosear entre las herramientas menudas, esparcidas encima del banco de trabajo. Parecía tener ganas de charla.
—Barranco, quizás no te lo he dicho últimamente, incluso puede que jamás, no me acuerdo —comenzó a exponer Goyeneche—. Creo que eres un hombre de gran talento. Actúas siempre con discreción, eficacia y lealtad. Justo es reconocerlo. No hace falta imaginar mucho para saber que si profundizas en conocimientos, llegarás lejos.
—Gracias —contestó con franca modestia Francisco—. Tengo los pies bien anclados al suelo. De momento me limito a aprovechar las oportunidades que se presentan.
—Y haces bien… Dime, ¿has aprendido algo sobre la transmutación de los metales? ¿El hierro en cobre…? —preguntó sin más preámbulos Goyeneche, sin dar tiempo a que el cerrajero contestara—.
Va a presentarse próximamente en la corte el conde de Salvagnac.
—¿Otro ministro francés? —inquirió extrañado Francisco.
—No. Esta vez se trata de… un farsante. Estoy convencido.
Viene dispuesto a solicitar al rey el monopolio y patente de un supuesto secreto de conversión del hierro en cobre. Fascinado como está recientemente por la metalurgia, es posible que crea sus mentiras e influya para que la junta apruebe su propuesta. Aun en el caso de que se demuestre más tarde la estafa, será para nosotros un estorbo, porque agotará los recursos del gobierno y las ilusiones del rey por fábricas metalúrgicas de nueva invención. Será difícil hacerles creer después que se posee la verdadera y viable clave de la fabricación industrial del acero. Debemos desenmascarar al personaje cuanto antes…
—Podemos consultar al maestro Sebastián de Flores… —sugirió Francisco—. Es probable que desde Madrid pueda acceder a mayor información de la que en Sevilla tenemos a nuestra disposición. Es hombre de amplios recursos y conocimientos. Podría servir de gran ayuda en este asunto.
—Interesante proposición… Ocúpate de ello, Barranco —concluyó el caballero, propinándole una amistosa palmada en la espalda a modo de despedida, gesto que pareció a Francisco señal de plena confianza—. Y no bajes la guardia. Es más que probable que necesite hacer uso en breve de tu buen oficio…
Esa tarde, después de abandonar la fragua, Francisco dedicó su tiempo a escribir una misiva a Sebastián de Flores, el hombre al que debía su presentación a Miguel de Goyeneche y, con ello, su intromisión en los complejos proyectos del hierro, amén de las intrigas de la corte, de las cuales, de manera involuntaria y casi inconsciente, era ya parte. Solicitó cuanta información pudiera recabar sobre el conde de Salvagnac, supuesto metalúrgico, inaudito convertidor de hierro en cobre. Desde que estaba en Andalucía no había tenido noticias del devenir del maestro y aunque sentía interés por saber acerca de su salud y últimos acontecimientos de su vida, así como contarle los suyos propios, le pareció mejor ser explícito y breve en la carta, para que entendiera la urgencia del informe que le requería.
No le fue difícil lograr que un toledano, viajante y proveedor de carbón de brezo, se comprometiera a llevar la nota consigo hasta la villa y corte.
La elección del conde de Rotemberg como nuevo embajador en España no había sido aleatoria ni caprichosa. La misión que desde Versalles se le encomendaba era digna de su habilidad diplomática. La sagacidad de sus gestiones en los últimos años ante las Coronas imperiales de Rusia y Austria le avalaba. De mediana edad, cosmopolita, conversador y galante, resultaba el caballero perfecto para epatar a una corte como la española, que desde hacía décadas aspiraba, siempre con retraso, a imitar en casi todo a Francia. Rotemberg debía confirmar lo que en París se sospechaba: que ante la enfermedad mental de Felipe V y la debilidad de carácter de su heredero, Fernando, el trono español estaba en manos de dos mujeres, Isabel de Farnesio y Bárbara de Braganza. La rivalidad entre ellas, lejos de preocupar a Francia, se postulaba como una ocasión de oro para manipular a su favor. Harto de guerras y gasto, a costa de los tratados de colaboración firmados con España para sostener la ambición de la soberana española por conquistar Italia, el gobierno francés era partidario de provocar una particular revolución en el seno de los Borbones españoles. Hundir a la Corona, para ayudar a recomponerla a su gusto; tal podía ser la consigna. Entre las muchas tretas que se urdían, era fundamental apoyar las intrigas a favor de Fernando y Bárbara y obtener la abdicación de Felipe V, para aupar de forma inminente a los herederos al trono, ayudándoles a formar un gobierno acorde a los intereses de Versalles. Lo primordial, en esta estrategia, era ganarse la amistad y la confianza de los jóvenes Príncipes de Asturias, conocer sus intrigas y alimentar su ambición.
Dividir para vencer, en definitiva.
Doña Bárbara había logrado una mañana alejar de sus aposentos a aquel hombre primordial en el servicio de su esposo, el conde de Salazar. No le profesaba la más mínima simpatía. Por los cargos que había ostentado desde la tierna infancia del príncipe, como su ayo y sumiller de corps, le consideraba responsable de las deficiencias en su educación, de su carácter timorato y la falta de ideas en su intelectualidad. Muchas veces había presentido a Salazar como un serio competidor en la intimidad de Fernando y, además, tampoco le despertaba confianza.
El flamante embajador Rotemberg solicitó ser recibido en privado por los príncipes herederos y nadie, aparentemente, osó negarle esa petición al representante de Francia. Desde aquel encuentro, primero de muchos, un sincero aprecio mutuo cimentó la relación entre ellos. Rotemberg quedó impresionado por la sensatez de aquellos dos jóvenes, llamados algún día a gobernar, y por sus serias pretensiones de provocar un cambio de política en el reino.
En el ambiente de hostilidad hacia Fernando y Bárbara que la reina fomentaba en la corte, era fácil que éstos se sintieran de inmediato comprendidos y respaldados por el diplomático, que no dudó en prometerles la colaboración de Francia en sus planes y la revelación de documentos confidenciales entre los dos gobiernos. En un alarde de confianza, Bárbara llegó a confesar sin tapujos que ella se comunicaba en secreto con la corte de Portugal, por mediación del marqués de Belmonte, su embajador, en aras de una futura alianza entre los dos reinos ibéricos. Esta proposición interesó vivamente al conde de Rotemberg, que ideó desplazar a Inglaterra y fomentar una pronta alianza de las tres Coronas: Francia, España y Portugal, sobre la base del cambio de política internacional deseado por el gobierno francés.
Al terminar la audiencia, regresó a su mesa de trabajo, en el cuarto que le habían asignado en el alcázar, cercano al de los otros embajadores. Rotemberg tenía claro el sucinto contenido de su próximo despacho al primer ministro francés, que redactó con suma impaciencia:
Sevilla, 25 de noviembre de 1731
A su eminencia el cardenal Fleury
Eminencia:
La princesa gobernará totalmente aquí. Será Bárbara quien suceda a Isabel, más que Fernando a Felipe. Salvo cambio de parecer, sigo instrucciones. Beso las manos de vuestra eminencia.
El conde de Rotemberg
Terminada su elaborada rúbrica, espolvoreó polvos secantes sobre la tinta, dobló y lacró el papel. Al levantar la vista de la carta se dio cuenta de que algunos documentos parecían ligeramente movidos del sitio donde los había depositado antes de marcharse. La marca del polvo acumulado sobre la mesa delataba la antigua posición de los expedientes apilados. Entre sus muchas virtudes, pasaba por ser una persona minuciosa y ordenada. Supuso de inmediato que, en su ausencia, el cuarto había sido inspeccionado por alguien.
Estaba convencido de que el robo de dinero u objetos valiosos no había sido el fin. Después de todo, pensó, en esta corte les falta mucho que aprender. Un buen espía en París jamás habría dejado tan burda huella de su pesquisa. Volvió a tomar la pluma, la impregnó de tinta y sobre otro papel escribió:
Alteza:
Me consta que algún sujeto ha violado el respeto debido a la privacidad de mis documentos diplomáticos. No había información relevante, pero me veré obligado a extremar la precaución y a espaciar mis visitas a sus altezas. Ruego que en próxima ocasión designe como testigos de nuestro encuentro a su camarera mayor y una dama de confianza, para aliviar la sospecha de que existen conversaciones comprometidas entre ambas partes.
C. de R.
Bárbara de Braganza leyó la nota con el mayor sigilo. Sospechaba de su importancia por la forma en que se la había entregado en mano un secretario francés. Venía a confirmar sus temores sobre la vigilancia a que todas sus acciones estaban sometidas en la corte. Presagiaba en ello la mano de su suegra, Isabel de Farnesio, aunque sin imaginar quiénes eran los verdaderos artífices de la trama.
Una vez más, por imperativo de la soberana, y en honor a la lealtad debida y los beneficios prometidos, Miguel de Goyeneche había accedido a ejercer de espía, buscando algún detalle entre la documentación del embajador de Francia que diera pistas sobre la dirección de sus consejos y las confidencias que recibía de los príncipes. A pesar de sus reticencias, que hasta ahora no se atrevía manifestar abiertamente, Francisco Barranco había sido su obligado colaborador. Empezaba a pensar que había perdido el respeto a la apertura indebida de cerraduras y, a ratos, por las noches, cuando se acordaba de las enseñanzas de su maestro José de Flores, sentía cómo el insomnio se apoderaba de él.
Sentadas sobre sendos escabeles en una esquina de la habitación, suficientemente alejadas del núcleo de la conversación, la condesa de Montellano, como camarera mayor de la princesa, y la condesa de Valdeparaíso servían de coartada a las entrevistas que los herederos seguían manteniendo, de forma espaciada y comedida, con aquel embajador que ya consideraban su amigo. La presencia de las dos mujeres valía como garantía de que las reuniones no eran sino un mero entretenimiento cortesano, correspondiente al interés de los príncipes por estar al día en las novedades culturales y científicas de Francia. Cualquiera de estas damas podría ser interrogada por la soberana sobre las actividades en los cuartos de los príncipes y relevada de su cargo, con la humillación que conllevaría para un miembro de la nobleza, si despertaban sospechas de ocultación de intrigas y deslealtad hacia sus reyes. Sin embargo, ni la Montellano ni María Sancho Barona se arredraban ante esos temores. Ambas se habían convertido en partícipes de las intrigas en los aposentos de Bárbara y Fernando. No sólo era inevitable que a sus oídos llegaran las comprometidas palabras que se cruzaban entre diplomáticos y príncipes, sino que era deseo de la propia heredera consorte el que estuvieran al tanto de su actividad. Estaba segura de que jamás la traicionarían, antes bien, era capaz de jurar que arriesgarían la dignidad por adhesión a su causa. De hecho, hacía tiempo que la condesa de Valdeparaíso andaba maquinando por cuenta propia las posibilidades de contribuir a desenmascarar ciertos atropellos que pensaba se estaban cometiendo a escondidas contra doña Bárbara. La actitud desconcertante de Miguel de Goyeneche durante la última cita empezaba a abrirle los ojos. Por el amor que le tenía, le dolía reconocer que la confianza en él se le fugaba por instantes.