Se creía capaz de amar con pasión y le preocupaba que, después de todo, Josefa no fuera capaz de despertársela plenamente. Quizás fuera cuestión de tiempo. De todos modos, en el terreno amoroso ambicionaba, de igual manera que en su profesión, alcanzar su total satisfacción. Tras el enjambre de agolpados pensamientos, Francisco acudió a su vena práctica, evitó meditar más allá y se concentró en guardar una a una las piezas desplegadas, para cerrar el baúl a conciencia. Jamás volvería a abrirlo. De cualquier forma, conocía ya los tesoros de su interior como la palma de la mano.
Al día siguiente Josefa regresaba a palacio sin despedirse de él.
Una mañana, Francisco encontró a Nicolasa abrigándose con su capa de lana para salir a la calle, dispuesta a asistir a misa en la cercana iglesia de San Juan. Se enfundó apresuradamente su chaquetilla y se ofreció a acompañarla hasta la plazuela frente al templo.
Caminando al compás de los andares decididos de la mujer del maestro, se arrancó por fin a hablar.
—Nicolasa, usted es persona inteligente y discreta. Siempre ha sido para mí una buena consejera…
—Puedes decirme lo que te preocupa, Francisco. Sé por tu cara que en estos días sufres una congoja que no deja de torturarte —dijo Nicolasa—. Si es por Josefa, no te preocupes, hijo. Creo que te conozco bien. Sois jóvenes. Los designios del amor son caprichosos. Si habéis de formar juntos en el futuro una familia, Dios dirá, y si no, también dirá algo. Por mi parte, nada me gustaría más que tener un yerno como tú, pero también estaré contenta con tener otro que se te parezca… —concluyó con tierno gracejo, para animar al oficial a sincerarse.
—Bueno, en realidad no es eso de lo que deseaba hablarle, aunque también, pero verá… Necesito saber qué hay detrás del odio que se profesan su esposo y Sebastián de Flores —espetó, nervioso y sin más miramientos. Su preocupación profesional volvía a anteponerse a sus sentimientos.
Estaban ya llegando al portal de la iglesia. Nicolasa se detuvo en seco. Su atractivo rostro pareció de repente más arrugado y sus ojos perdieron brillo, como envueltos en una repentina neblina causada por amargos recuerdos.
—Francisco, la corte parece grandiosa, pero en algunos asuntos es pequeña… No ha tardado en alcanzarme el rumor de que Sebastián se ha fijado en tu trabajo, y de que te ha seguido en San Ildefonso hasta poder conversar contigo. Me imaginaba que algún día llegaría este momento. Pero ahora no quiero faltar a mis rezos. Son el alivio de mi alma, ¿sabes? Cuando termine el santo oficio, veré si tengo espíritu para rememorar esa vieja historia.
—Gracias —contestó efusivo el oficial, estrechándola en un cálido abrazo—. Aquí estaré esperándola.
Francisco estaba seguro de que esa valiente mujer, aunque nada la obligara a ello, no dudaría en darle la explicación que le demandaba.
El relato de Nicolasa hizo comprender a Francisco los áridos vericuetos del carácter de su maestro y el malestar que la renovada competencia con Sebastián de Flores le había provocado. Desde su más temprana infancia, se habían criado juntos. Sus respectivos padres eran hermanos, y por ello compartían el apellido Flores, ya ilustre en el entorno de los cerrajeros madrileños. La madre de Sebastián, por ende, pertenecía a la familia de los Bis, aquellos extraordinarios arcabuceros y metalúrgicos de origen flamenco, también al servicio de la Corona durante generaciones. Una epidemia de tifus hizo que Sebastián sufriera la desgracia de perder a sus progenitores. Su tío, Tomás de Flores, padre de José, lo prohijó para que se criara con su propio vástago. Los dos muchachos se formaron unidos como excelentes artesanos. Fueron inseparables hasta que la rivalidad y los celos, como los que sufría él mismo con respecto a Félix Monsiono, comenzaron a interponerse entre ellos.
Sebastián parecía estar siempre inspirado por conocimientos innatos, como si llevara en sus genes la sabiduría de los Bis. Era a todas luces superior a su primo José, porque no se conformaba con aprender mansamente. Meticuloso y analítico en extremo, a todos los procedimientos de trabajo, hasta las herramientas y los metales, les buscaba explicación y posibles mejoras. Decían que mantenía contacto con ciertos arcabuceros, parientes de su madre, y que de ellos recibió instrucción secreta sobre mecánica y uso del hierro, bajo juramento de sellar su boca, pues su divulgación estaba vetada entre familias y gremios rivales. Sebastián destacaba en el taller de Tomás de Flores por su habilidad para fabricar máquinas y artilugios, y por ello pronto le fue ofrecido el cargo de cerrajero de la Casa de la Moneda, en los últimos años del reinado de Carlos II. El contacto en aquella prestigiosa institución con importantes grabadores, mecánicos, artesanos y artistas, le permitió forjarse en poco tiempo una carrera de prestigio.
José hubiera superado sus celos profesionales de Sebastián, de no ser porque el amor de una mujer acabó por convertirlos en enemigos acérrimos. Nicolasa de Burgos, descendiente por vía materna de arcabuceros flamencos, como el propio Sebastián, se enamoró perdidamente del muchacho cuando iniciaba su adolescencia y era una lozana mujercita de llamativo cabello pelirrojo. Éste la correspondía y pensaba ofrecerle matrimonio, pero los intereses familiares se interpusieron. La enemistad entre los Asquembrens y los Bis, que provenían de un antepasado común, era irreconciliable desde que estos últimos se adueñaran de cierto viejo manuscrito que contenía la sabiduría del clan, acumulada durante generaciones, acerca de los secretos del hierro. Los parientes de Nicolasa se opusieron tajantemente a la relación, a pesar de los ruegos de la joven, que amenazaba con tomar los hábitos de monja si no se respetaban sus sentimientos.
José de Flores aprovechó la circunstancia para urdir su particular revancha. Encandilado a su vez con la atractiva Nicolasa, él mismo propuso a ambas familias su unión conyugal. Sin consultarlo con la interesada, el matrimonio quedó concertado y fue pronto un hecho, puesto que Nicolasa, atosigada por presiones paternas, se vio obligada a ceder sin poner reparos. Sebastián, sin embargo, no se resignó. Dos meses antes de la celebración de la boda buscó a Nicolasa para prometerle que, a pesar de la adversidad del destino, sus sentimientos hacia ella serían imperecederos. La joven se dejó seducir y, escondidos, se entregaron el uno al otro por primera y última vez.
La boda tuvo así tintes de despecho compartido por todos. Después de aquello, los tres arrastraron de por vida el cargo de conciencia de sus actuaciones.
Sebastián permaneció célibe. Apreciaba la soledad. Nicolasa, por su parte, había aprendido a querer a José, su esposo, a quien enseguida dio descendencia, aunque ambos intuían que el recuerdo de Sebastián estaría siempre presente entre ellos.
Poco dado a enredos, Francisco se sintió impactado por aquella historia. Entendió la responsabilidad que ahora pesaba sobre él. El destino le proponía servir como nexo de unión entre esos tres personajes que tanto sufrían internamente por su pasado. Debía a su maestro gran parte del talento que hoy podía demostrar en el oficio y le estaba por ello muy agradecido, pero también había decidido aprovechar las posibilidades que Sebastián de Flores le ofrecía de alcanzar un futuro más brillante. El recuerdo de sus padres reforzaba ahora más que nunca su perseverancia. Los acontecimientos de la corte vendrían a confirmarle que había adoptado la decisión acertada.
El verano se había presentado en Madrid con un calor sofocante.
Luis I había optado al fin por perdonar los deslices y desacatos de su esposa, y desde que fuera liberada de su breve encierro en el alcázar, el comportamiento de Luisa Isabel había mejorado en público. Aunque la reconciliación iba a llegar demasiado tarde. En los últimos días de agosto de 1724, un revuelo enorme cundió en los aposentos del palacio de Buen Retiro. El joven soberano había contraído la viruela. Josefa, junto a las otras criadas, fue alertada por la condesa de Altamira de que debía extremar las medidas de higiene y dar cuenta inmediata de cualquier síntoma inusual de enfermedad. Se temía que la reina también estuviera infectada, y con ella gran parte del servicio femenino. Podía desatarse una epidemia en palacio. Los caprichosos designios del destino hicieron, sin embargo, que únicamente el rey estuviera afectado. Nada pudieron hacer los médicos por salvarle la vida. Murió a finales del mes, a los diecisiete años, tan sólo ocho meses después de haber iniciado su reinado. La corte quedó sobrecogida. Desde su aparente retiro en La Granja de San Ildefonso, Isabel de Farnesio aprovechó el desconcierto generalizado para mover los resortes convenientes y empujar a su marido a retomar el poder. Felipe V iniciaba así un segundo mandato, a pesar del cargo de conciencia que sentía ante Dios por desdecirse de su abdicación y usurpar los derechos a su hijo, el infante Fernando, a quien correspondía suceder en buena ley a su hermano fallecido.
Josefa sintió profunda lástima por su señora, Luisa Isabel de Orleáns. La princesa se había convertido en reina viuda con quince años, y a nadie parecía importarle su suerte. Vestida de luto y encerrada en sus aposentos sin apenas compañía, mientras la corte enterraba a Luis I y se apresuraba a rendir pleitesía a los nuevos soberanos, la desdichada joven se comportaba por primera vez en su vida como una mujer adulta. Su rostro reflejaba el arrepentimiento por los errores pasados y el desconcierto ante un porvenir poco alentador. Por designios políticos, España iba a sellar la paz con Austria, poniendo fin a las reclamaciones surgidas de la Guerra de Sucesión y entraba en cambio en conflicto con Francia, rompiendo todos sus acuerdos de unión familiar entre Borbones. La pobre Luisa Isabel fue la principal víctima. Unas semanas después de la muerte de su esposo, fue obligada a recoger todos sus enseres y a viajar escoltada en carroza hasta la frontera, donde se la entregó de vuelta a las autoridades francesas, cual si un fardo de ropa sucia se tratara.
A pesar del repentino conflicto político que tanto había alterado la corte, Francisco no perdía el tiempo. Estaba seguro de que Josefa no saldría mal parada si se avecinaban cambios en la servidumbre, y decidió concentrase en las teorías de la metalurgia, que ahora ocupaban obsesivamente sus pensamientos. Hallar cualquier publicación sobre estos temas en los comercios de la villa se hacía imposible. Eran demasiado raros para encontrarse en los tenderetes de los libreros de viejo y demasiado preciados por intelectuales y aristócratas adinerados como para que un simple oficial artesano pudiera hacerse con alguno de ellos. Francisco investigó entre sus conocidos en palacio sobre la real biblioteca instalada por Felipe V, con grandes lujos, en el edificio que unía el alcázar con la Casa del Tesoro. Le hablaron de la gran variedad y número de volúmenes que almacenaba, ya que se había formado sumando las grandes colecciones requisadas a los nobles que eligieron el bando equivocado en la última guerra, amén de otras transacciones, entre donaciones y adquisiciones, de amantes de la ciencia arruinados o simplemente difuntos. Estaba al frente de ella el sacerdote Juan Ferreras, jesuita, erudito y teólogo, al mando de varios bibliotecarios, encargados del cuidado de toda esta ciencia impresa. Sólo las personas de buena sociedad y reputación reconocida tenían acceso a ella.
El oficial aprovechó el primer encargo surgido de arreglos de cerrajería para personarse en el magnífico recinto y darse a conocer ante el bibliotecario mayor: «Francisco Barranco, oficial de cerrajero, en nombre del maestro Flores», era la segura presentación que le franqueaba la entrada en las estancias del alcázar.
El característico olor a papel, tinta y polvo adherido a los libros inundó la mente de Francisco, mientras se afanaba en el arreglo de herrajes en aquellos armarios protectores de la cultura que forraban las paredes de la estancia. Le vino a la memoria aquel arcón de su padre, que nunca había llegado a heredar. Entre limas, ganzúas y buriles, no podía evitar que los ojos se le fueran hacia los títulos de las obras, grabados en oro en sus lomos. Por casualidad, reconoció entre ellos la colección de las
Memorias de Trevoux
que atesoraban en el hogar familiar. Recordaba que éstas siempre incluían artículos sobre secretos de ciencias. Se aventuró a sacar un ejemplar del armario y de pie, sobre la marcha, comenzó a ojearlo. Unos pasos cercanos sonaron a sus espaldas, sobresaltándole. Intuyó que se trataba de un bibliotecario e intentó colocar el libro en su sitio, pero se le resbaló de las manos, cayendo al suelo entreabierto.
—Lo siento, de veras —dijo azorado, mientras lo recogía, tratando de enmendar el desaguisado—. No pretendía más que echarle un vistazo. Sé que no tenía permiso, pero verá, mi familia coleccionaba estas obras y desde que abandoné mi casa no había vuelto a verlas… Ha sido un impulso irresistible. Lo lamento…
—Muchacho, no seré yo quien frene el interés de nadie por la lectura.
Era la voz del padre Ferreras: bajito y enjuto, de rostro arrugado, nariz prominente y gran tonsura; conciliador y amante de la enseñanza, que se dirigía a él mientras ordenaba los volúmenes en una estantería contigua.
—Si fuera mío, válgame Dios que te lo regalaría. Quizás nadie vuelva a abrirlo en mucho tiempo. Pero es de propiedad regia y soy el encargado de su custodia. ¿Ha sido casualidad o es que te interesa sinceramente el conocimiento?
—Verá, soy artesano de oficio, ya lo sabe…, pero necesito aprender más allá de lo que mis manos y la experiencia me enseñan.
Quizás no lo parezca, pero soy hijo de letrado y de niño recibí algo de instrucción. No puedo negar que ahora la echo de menos. En mi situación actual, no sé cómo podría recuperarla, e incluso ampliarla… Dicen que al rey le preocupa la educación de sus súbditos, ¿es así? Si con vuestro permiso yo pudiera consultar algunos de estos ejemplares, os estaría eternamente agradecido…
—Será mejor que dejes la eternidad para los santos y me busques aquí por las tardes. Veré qué puedo hacer. La verdad es que la nobleza anda ahora muy ocupada en negocios y viene poco por aquí.
De todas maneras, tenemos suerte, porque gracias a Dios a don Felipe le interesa de verdad la cultura de su pueblo, el conocimiento, y otorga los medios necesarios para que sus súbditos se beneficien de ello. Es lo que yo digo: a rey culto, pueblo culto; a rey zafio, pueblo zafio. Es matemática pura. ¿Sabes algo de matemáticas?
—No, padre —contestó con vergüenza Francisco.