Unos días después volvieron a encontrarse. La presencia del conde de Valdeparaíso en Sevilla coartaba la libertad de movimientos de María, que se sentía agobiada, además, al compartir con él la estrechez de su aposento. A veces, esta opresión y la imposibilidad de encontrarse con Miguel, ahora que su relación había perdido fuerza, se le hacía insoportable. Salió una tarde del alcázar para ir a rezar a la catedral y deleitarse en las obras de arte que albergaba el edificio. Al terminar sus plegarias y abandonar el templo, sintió la necesidad de caminar hasta la orilla del Guadalquivir y sentarse en el suelo, como una campesina, a contemplar el relajante fluir del agua.
Había pasado un rato, cuando notó que alguien se agachaba a su lado. Era Goyeneche, que la había visto cruzar por la puerta del palacio y había decido seguirla.
—Éste no es sitio ni situación para una dama de la reina, María —inició él la charla.
—Lo sé. Necesitaba respirar un aire diferente al de palacio.
A veces me parece que me ahogo —contestó María, sin apartar la vista del río.
Incapaz de intuir la angustia personal que afectaba a la condesa, Goyeneche pensó que su malestar se debía al ambiente de intrigas en torno a la familia real.
—Desde que yo te conozco, nunca has sido una mujer débil.
No debes flaquear ahora. No es propio de una dama inteligente como tú —dijo, en un tono más afectivo que amoroso—. Recuerda que tenemos asuntos de importancia política pendientes…
—¿Qué asuntos, Miguel? —preguntó María enfadada, queriendo iniciar una conversación encaminada a resolver su desencuentro sentimental—. Para mí no hay más asunto ante ti que la tristeza que me produce ver cómo has cambiado respecto a nuestro amor…
—Bueno, en realidad, yo me refería a mi vinculación a doña Bárbara y nuestro trato de intercambio de información sobre las personas reales, ¿te acuerdas? —propuso Goyeneche con frialdad, eludiendo la discusión afectiva.
—No tengo información relevante que pueda contarte —mintió María, decepcionada por la actitud de Miguel y ya en alerta por su insistencia en querer sacarle noticias íntimas de su señora—. La princesa es muy cauta y no hace confidencias a nadie. Ella respeta los designios del destino y no hará sino esperar con respeto a que Dios quiera auparla al trono junto a su esposo.
—Bien, entonces seré yo quien te hable de doña Isabel…
—añadió Miguel, tratando de aliviar la tensión y recuperar la confianza de la condesa con sus argumentos—. La reina se ha mostrado resuelta a interceder por la concesión del monopolio que yo pediré a la Junta de Comercio, cuando la esencia de la fabricación del acero esté en mis, es decir, nuestras manos…
—¿Puedo saber a cambio de qué? —interrumpió escéptica María—. Las gracias y mercedes de doña Isabel no son nunca gratuitas…
—La reina me tiene gran estima y confía en mi habilidad financiera, ya lo sabes. No hay nada más que eso —mintió también él.
—Miguel, es extraño y triste… Desearía no equivocarme en mi juicio, pero no te creo —afirmó la condesa, mirando fijamente a los ojos de Goyeneche.
Se alzó con agilidad del suelo, a pesar del amplio vuelo de su vestido y, sin mediar más palabra, caminó de vuelta al alcázar, dejando al caballero plantado y pensativo junto al río.
Al contrario que otras damas de alcurnia, María Sancho Barona era dada a compartir sin ambages su intimidad con la doncella que de forma tan entregada la atendía desde años atrás. Aquella inusual infancia, que la llevó a frecuentar la casa de una curandera en Madrid para sanarse de un herpes, aparte de despertar su curiosidad por alquimias, ciencias, artes y oficios, le había abierto el corazón al trato humano con personas de toda condición social. No consideraba a su criada, de nombre Teresa, como una mujer sometida a los antojos de su señora por unos pocos reales, sino como una persona digna de respeto y sincero afecto, por la utilidad del servicio que le prestaba. Teresa le devolvía el buen trato recibido con un apego y devoción que iba más allá de lo que el salario pudiera pagar.
—Mi señora… —empezó a contar Teresa a la condesa de Valdeparaíso, mientras la peinaba de buena mañana, en un momento especialmente favorable a las confidencias femeninas—. He conocido a un buen hombre, halagador y artista…
—Tal como lo describes, me temo lo peor… —interrumpió con pícara sonrisa la condesa, jugando con los encajes de su delicada bata de cama.
—Disculpe mi atrevimiento al contárselo, pero me consumen las dudas, y seguro que la señora sabrá darme consejo.
—Teresa, sabes que puedes confiarme tus cuitas.
—Me abordó hace unos días en el patio y resultó encantador.
Después nos hemos hablado en varias ocasiones. Pretende mis favores, me propone matrimonio y marcharme con él a recorrer lugares… Pero no me fío de esos cómicos y artistas. Estoy segura de que en cada escenario, en cada ciudad, seducen a cuantas se dejan…
—¿Es un artista de la compañía teatral que representa en el alcázar?
—Así es. Asegura ser músico, trovador y no sé cuántas cosas más. Se llama Antonio Pelegrín.
Al escuchar la identidad del pretendiente de su doncella, la condesa dio un respingo. Hizo memoria de que tal era el nombre, Antonio Pelegrín, que figuraba como copista de Domenico Scarlatti en la partitura que Goyeneche parecía esconder en su aposento.
Teresa se percató de la sorpresa de su señora e inquirió por la causa. Tras un momento de deliberación, María se dejó llevar por una mezcla de inquietud y entusiasmo. La posibilidad de desentrañar ciertas dudas que recientemente le roían en torno al hombre que amaba se le presentaba como una afortunada casualidad que no iba a desaprovechar. Sentó a Teresa en el taburete que ella misma ocupaba, otorgándole un honor repentino que dejó impresionada a la doncella. Con sus acostumbradas dotes de persuasión, le pidió que le hiciera un gran favor personal. De su respuesta dependían asuntos que podían entrañar una gravedad insospechada para la intimidad de su señora y quizás para la propia Corona. Teresa sólo se atrevió a asentir con la cabeza, aún incrédula de que ella pudiera llevar a cabo una acción tan valiosa. La condesa se lo explicó sin tapujos.
La doncella debía ceder a la seducción de ese tal Antonio Pelegrín; cuanto antes mejor. Y en el fragor de sus amores, procuraría sonsacarle los detalles relativos a la partitura y explicaciones precisas sobre un posible encargo realizado para el caballero Miguel de Goyeneche. Aunque no fuera informada del trasfondo del asunto, Teresa entendió a la primera cuál era el papel que debía jugar en este enredo. Y sin mayor dilema ético prometió a su señora que pondría los cinco sentidos en marcha para traerle pronto las noticias que deseaba.
La contestación a su carta llegó antes de lo esperado. El incremento de viajantes en los caminos entre Madrid y Sevilla desde que la ciudad andaluza era lugar de residencia de la corte facilitaba igualmente el traslado de correo y mercancías. Francisco sintió que se le encogía el estómago cuando un oficial de secretaría se la entregó a pie de fragua. Traía su nombre escrito como destinatario, «Francisco Barranco, cerrajero de cámara», y reconoció en el trazo la letra de Sebastián de Flores. Se trataba de un pliego doblado de cierto tamaño y supuso que la dimensión se correspondería con la extensión del contenido. Después de tanto tiempo ausente, era el primer contacto directo que mantenía con alguna de las personas queridas que había dejado en Madrid. Decidió abandonar por un momento el taller y marchar a su cuarto para asimilar allí tranquilo todos los pormenores que Flores pudiera contarle. Estaba nervioso al abrirla. Se sentó sobre el jergón de su cama y empezó a leer.
Sebastián de Flores manifestaba su alegría por saber de Francisco y comprobar que no perdía el tiempo en Sevilla. Por el contrario, se quejaba, Madrid parecía una ciudad moribunda desde que la corte se había marchado. Únicamente los que gozaban de la soledad para cultivar sus ideas, como él, apreciaban el valor de ese momentáneo abandono que para otros, por el contrario, suponía la ruina. Él se encontraba bien de salud, progresando con lentitud en sus experimentos sobre el hierro, puesto que no podía contar con su ayuda.
Cuando Francisco regresara, cosa que deseaba ocurriera pronto, todo estaría listo por su parte para adelantar en el proyecto común. Respecto a lo que le preguntaba sobre ese conde de Salvagnac, tal como sospechaba Goyeneche, tenía noticias fundadas de que se trataba de un conocido profesor de química, convertido por ambición y necesidad de supervivencia en un estafador. Lo había averiguado gracias al padre Feijoo, con quien se había carteado, seguro de que por su lectura periódica de las
Memorias de Trevoux
estaría al cabo de la actualidad científica francesa.
Por Feijoo había sabido que el tal Salvagnac había gozado durante unos años de la protección del duque de Orleáns para llevar a cabo en la Academia de Ciencias de París diferentes experimentos en química. Muerto su protector y escaso de dinero, convenció a algunos ilusos de que había hallado un supuesto secreto de transmutación del hierro en cobre, de forma que prometía hacerse rico él y enriquecer a otros, convirtiendo un metal pobre en otro de mayor valor, gracias a un sencillo y barato procedimiento. Ante reputadas personalidades llevó a cabo tres demostraciones públicas, que acabaron con las dudas generadas en torno a lo que prometía y le granjeó la financiación del gobierno para levantar una fábrica que explotara su invento, acompañada de una patente de exclusividad por veinte años. Después de la extraordinaria inversión realizada y varios meses de funcionamiento, se descubrió la farsa, que no era sino un procedimiento químico empleado con malicia. Hervía trozos de hierro en grandes cubetas, a las que añadía polvos de un componente llamado vitriolo azul, rico en cobre, que cubría el hierro por precipitación, tiñéndolo de rojo. El resultado de la operación era el mismo hierro convertido por tintura en falso cobre.
«Salvagnac ha estado en prisión, pero se sabe de forma confidencial que el gobierno, tratando de evitar el ridículo, lo ha sacado fuera del país para que engañe igualmente a otros. Por eso ha llegado a España. A algunos ministros franceses les encantaría saber que sus homónimos españoles comprometen tiempo y dinero en esta estafa»,
escribía Sebastián de Flores.
La historia del conde de Salvagnac fascinó a Francisco. El tiempo de lectura de la carta se le había pasado volando. Debía informar cuanto antes a Miguel de Goyeneche acerca de su contenido.
Se sentía orgulloso de poder anunciarle que había cumplido con su cometido y de contribuir a que un impostor no lograra perjudicar las buenas perspectivas de su común proyecto metalúrgico.
Lo buscó en sus aposentos, pero allí no estaba más que un criado, que le dio instrucciones para encontrarle en las estancias regias.
Hacía ellas se dirigía, cuando oyó cerca la voz de Goyeneche. Procedía de uno de los viejos patios moriscos. Iba decidido a saludarle, cuando, a punto de entrar en la galería de arcos, se percató de que el caballero estaba acompañado por la reina. Hablaban los dos solos.
No le habían visto. Era impensable interrumpirles, así que se apartó a esperar en una esquina, detrás de una ancha columna. Goyeneche y doña Isabel dieron la vuelta al patio y avanzaban hacia dónde él se ocultaba. Escuchó entonces claramente al financiero referirse a ciertos asuntos sobre la condesa de Valdeparaíso. La reina la criticaba con dureza y él no hacía nada por defenderla. Francisco sintió que la indignación le quemaba por dentro, pero no tenía más remedio que tragarse el orgullo y disimular. Vio que la reina se despedía y se marchaba. Entonces salió del escondite, simulando que acababa de llegar en busca del financiero. Inquieto, enseguida le habló de las noticias que acababa de recibir desde Madrid.
Goyeneche quedó igualmente asombrado ante la historia que relataba la carta de Sebastián de Flores. Se le ocurrió de repente una idea extraordinaria. Quería que Francisco se presentara junto a él ante Isabel de Farnesio para informarle acerca de las circunstancias de la pretendida invención del químico francés. Era su forma de recompensarle esta vez con honores que fueran más allá de lo meramente económico.
El disfrute de la naturaleza era un placer profundamente arraigado en la sensibilidad de Isabel de Farnesio. Añoraba en Sevilla no tener a la vista la magnífica perspectiva del jardín recientemente diseñado y plantado en el palacio segoviano de La Granja de San Ildefonso. Lo imaginaba creciendo y poblándose de verde en su ausencia.
Le sobrecogía pensar en aquel colosal telón de fondo natural que aportaba la sierra de Guadarrama al hermoso escenario que eran sus parterres a pie de suelo. A pesar de todo, del jardín del real alcázar andaluz apreciaba la variedad de formas, colores, texturas y aromas, desde las flores perfumadas a los árboles frutales, todo pensado para satisfacer los sentidos. Reservaba por ello algunas tardes, cuando el rey se negaba a salir de su habitación y podía quedar a buen recaudo, para aliviar sus preocupaciones paseando. El espacio conocido desde antiguo como jardín de las damas, con sus setos bajos recortados en formas geométricas, era uno de sus favoritos. Hacia aquel lugar se encaminaron Miguel de Goyeneche y Francisco Barranco, a sabiendas de que la encontrarían en un momento distendido, propicio para que el oficial pudiera hablar con la soberana, algo difícil de lograr si no era fuera de todo protocolo.