Dejó al ingenio del cerrajero el lograrlo, para no despertar sospechas.
Y Francisco había obedecido lealmente la orden de su benefactor, aunque sólo él sabía la agitación de conciencia que estos encargos contrarios a la ética de su profesión le provocaban. Aunque las notas musicales parecían parte de un documento cifrado, cuyo contenido únicamente podría saberse si se encontraba el código que emisor y receptor compartían, relataba Goyeneche a la reina, era obvio que se trataba de comunicación secreta entre Bárbara de Braganza y la corte lusitana, recibida bajo el amparo cómplice del músico Scarlatti y el embajador de Portugal. No era difícil imaginar que la princesa estuviera informando por esta vía a sus padres de la situación de la familia real española. Era probable, además, que estas revelaciones estuvieran circulando por Europa, en la correspondencia entre embajadores, debilitando la posición de España ante las complejas negociaciones de tratados que en este momento se maquinaban en el concierto internacional. Isabel de Farnesio, enfadada, pegó un puñetazo sordo en la mesa. Insistió a Goyeneche para que no dejara de investigar y averiguar. Ella no pararía hasta desenmascarar a esa nuera petulante, según su criterio, que por mala fortuna le había caído en gracia.
—Por cierto, Goyeneche, no me duelen prendas en reconocer el éxito de tu iniciativa metalúrgica —dijo la reina, levantándose ya de la mesa, para encaminarse a su saleta de trabajo—. El rey está fascinado de nuevo con la idea de las manufacturas. Ya conoces el placer que le supuso promover las reales fábricas de tapices en Madrid y de vidrios en La Granja. Siempre ha estado convencido del progreso que las artes y los oficios reportan a su reino.
—Sin duda lo reportan, majestad. Sabéis que soy parte interesada por historia familiar en ese aspecto…
—El caso es que el rey ha dado orden al secretario de Estado de dinamizar algunas propuestas pendientes, que pueden afectarte, no sé si porque debes asociarte a ellas o combatirlas como competencia.
—Si vuestra majestad tiene la bondad de contármelas, podré juzgar por mí mismo —contestó inquieto Goyeneche, a quien claramente no arredraba la idea de las rivalidades comerciales, sino todo lo contrario, suponían un estímulo para su espíritu emprendedor.
—Entre los papeles de la Junta de Comercio figura la próxima puesta en marcha de una real fábrica de hojalata en una pequeña localidad llamada Ronda, cercana a Málaga. Sé poco de esta materia, pero al parecer será la primera de España, ¿me equivoco? Dos caballeros suizos, que responden a los nombres de Meuron y Dupasquier, han convencido a la junta de que importarán la clave de su fabricación a España, a cambio de monopolios y pingües beneficios.
Han contratado artesanos alemanes, que han salido de su tierra escondidos en barriles, puesto que la fuga de maestros con secretos industriales se castiga allí con severas penas. Y no me extraña. Con su traición, esos pobres diablos causan tanto perjuicio a su país, como beneficio al que los acoge.
—De cualquier forma, no todos los artífices extranjeros son fiables, majestad. Lo sé por experiencia. En esta peculiar guerra, algunos juegan con la posesión de supuestos secretos para estafar a quien los cree. Parece más asunto de alquimistas que otra cosa —sentenció Miguel.
—Tienes razón. Sin ir más lejos, te anuncio que el rey recibirá en audiencia en estos días a un extraño aristócrata francés, que viaja hacia Sevilla. Dice ser el conde de Salvagnac, un aficionado a la química, muy conocido en la corte francesa por sus raros experimentos. Asegura haber logrado hace años transmutar los metales y dice poder convertir directamente el hierro en cobre, en un proceso que dura escasos minutos y es muy rentable. Todo radica en cierto polvo, cuyo condimento esencial se niega a desvelar. Así me lo ha relatado el secretario de Estado. Me añadió que Salvagnac cuenta con la garantía y la protección del gobierno de París. Y si es así, me pregunto qué busca en la Corona española. Siento curiosidad por lo que ofrece, pero no me fío.
—Majestad, permitidme que yo haga mis indagaciones sobre el conde de Salvagnac… —ofreció Goyeneche, sospechando igualmente algún trasunto poco claro detrás del personaje.
—Bien. Tómalo como otra responsabilidad propia de tu cargo —concluyó la reina, dándole su mano a besar según su inequívoca manera de poner fin a las conversaciones.
Se miró en el pequeño espejo de su tocador con satisfacción. Esa tarde la condesa de Valdeparaíso estrenaba un vestido de seda color marfil, repleto de florecillas bordadas. Se sentía bella. Era inútil ocultar sus acciones a la doncella que la ayudaba a acicalarse, así que después de que le untara su acostumbrada esencia de lavanda, le pidió sin tapujos que le colocara al cuello el collar de perlas que sólo se ponía en contadas ocasiones. La criada ya sabía que era signo de que su señora iba al encuentro con el caballero Goyeneche. La luz flameante y cálida de los hachones que a esas horas comenzaban a iluminar en el alcázar, compensando las sombras del atardecer, invitaba a la sensualidad. Miguel sabía bien cómo enaltecer el arrebato femenino y el disfrute íntimo del anhelo amoroso. Esa tarde su aposento estaba iluminado por decenas de velas de diferentes tamaños, que proporcionaban al ambiente una mágica calidez. Había dispuesto todo para que María se sintiera querida, amada y deseada. Pero, sobre todo, para que se abandonara al fragor del momento y hablara más de la cuenta. Siempre había sentido por ella una intensa atracción, un amor bien fundado, pero en este momento su principal preocupación hacia María no era otra que la forma de sonsacarle valiosa información sobre los príncipes herederos. Ningún lazo de familia, amistad o afecto resistía la corrosión de las intrigas de corte. Presionado cada vez más por Isabel de Farnesio, Miguel empezaba a perder de vista el valor de sus sentimientos por la condesa. Jamás en su vida había antepuesto tanto la razón al espíritu como ahora. El ansia de negocio y el conflicto político estaban logrando nublar esa caballeresca y sentimental personalidad, de la cual se había enamorado María.
La pasión invadió más que nunca la cita de esa tarde. La intención seductora de las velas había surtido efecto. La condesa se sentía animada y ligera. Hubiera querido hablar de sentimientos y frivolidades, pero se encontró extrañamente conversando de política y proyectos industriales entre sábanas. Miguel había dirigido la conversación, desde los arrumacos a las preocupaciones de Estado, con extrema habilidad. María deseaba ante todo complacer al hombre que la arrebataba el corazón. Siguió por tanto la charla sobre los serios asuntos que Goyeneche planteaba.
—¿Y si hiciera partícipe a la princesa Bárbara de tus planes industriales? —preguntó María—. Es una mujer inteligente, estoy segura de que se interesaría vivamente por el conocimiento del mundo del hierro, el acero, la metalurgia… Es curiosa, intelectual, refinada y apreciaría, como aprendí a hacerlo yo misma, la hermosura de algo que aparenta ser tan tosco y masculino. Además, sería capaz sin duda de valorar el rendimiento monetario que el asunto podría aportar al reino.
—¿Tanto se interesa doña Bárbara por la economía del reino?
—interrogó con maliciosa intención Goyeneche.
—Bueno…, no es descabellado pensar que los príncipes tengan que asumir el trono antes de lo imaginado. Todos conocemos la delicada salud del rey y sus deseos de abdicar desde hace años, si la reina se lo permitiera…
—Y tú que la conoces bien… ¿Crees que está la princesa preparada para ello? Y más importante todavía, ¿tendría apoyos para enfrentarse a la oposición de una suegra tan poderosa como Isabel de Farnesio…?
—Sí, claro que lo está. Es una mujer nacida para ser reina.
Estoy segura de que nos colmaría de favores, si la apoyamos en sus intereses…
—¿Sus intereses? Bueno, cuéntame en qué enredos debo apoyarla, y si es en aras de mi economía, daré la bienvenida a los intereses de doña Bárbara —recalcó Goyeneche en un frío tono irónico que no pasó desapercibido para María.
Un súbito sentimiento de desconfianza cruzó fugazmente por la mente de la condesa. Se sintió repentinamente incómoda por su desnudez, hablando de cosas tan serias. El seductor ambiente que habían disfrutado se volvió tibio.
—Miguel, ¿por qué me preguntas estas cosas? —dijo, reposando su cabeza sobre el pecho de él, todavía en actitud tierna—. Los dos sabemos que nos debemos al servicio de las personas reales, pero no me gustaría que eso interfiera en nuestra relación. Dejemos los problemas de la corte fuera del lecho. ¿Te he dicho hoy que te adoro?
María notaba ya a Miguel distraído, como si en su mente se desvaneciera la sensualidad de aquel momento. Parecía incluso nervioso, ávido de salir de entre las sábanas.
—¿Ocurre algo que yo no sepa, Miguel? —preguntó seria la condesa, sin poder disimular su preocupación. Empezaba a arrepentirse de haber revelado ciertas cosas de la intimidad de la princesa.
—Nada, María, no ocurre nada —contestó Goyeneche, también con gesto serio y abandonando la cama para cubrirse con un batín.
—¿Entonces…? Te noto raro.
—No es nada, repito —contestó tajante Miguel. Anduvo unos pasos por la habitación, pensando sobre su actitud, y volvió después a sentarse sobre el borde del lecho. Acariciando con un dedo el brazo de María, continuó hablando—: Las intrigas de la corte me tienen preocupado, ¿sabes? Don Felipe está cada vez más ido y aunque tengo la confianza de doña Isabel, he meditado sobre la posibilidad de ayudar a los príncipes herederos en la sombra. No he querido contártelo hasta ahora, pero tienes razón, quizás apoyarlos puede serme interesante para el futuro.
—Me alegra que así lo pienses.
—Aunque, incido en lo mismo, María… me gustaría saber a qué tengo que atenerme en este complot. Te necesito, y lo más valioso que puedes darme ahora, aparte de tu alma y tu cuerpo, es… información —sugirió de una forma extrañamente embaucadora.
Un turbador silencio se interpuso de repente entre ellos. Se miraban fijamente a los ojos con mucha intensidad, pero a María le pareció ver que el brillo de deseo que siempre iluminaba la mirada de su amante, cuando estaba frente a ella, parecía más opaco que otros días. No podía explicar por qué, pero su confianza en él comenzaba a tambalearse. ¿Quizás se había desencantado de ella? María había volcado, sin embargo, demasiado en esta relación como para no resistirse a dejar que se estropeara. No podía soportar la idea de esa decepción.
—Disfrutemos de la noche que se adentra, Miguel. Tengo frío.
Si de verdad me amas, vuelve a entrar en el lecho… —insistió ella, a pesar del sabor agridulce del encuentro.
En el patio de la Montería, mientras la particular contienda dialéctica y amorosa de Miguel de Goyeneche y la condesa de Valdeparaíso se desarrollaba, coincidiendo con el crepúsculo, tenía lugar la primera representación teatral de la compañía de Luis de Rubielos. Se trataba de una de aquellas comedias de magia tan a la moda. El autor de ésta era el aclamado José de Cañizares y llevaba por título
Juan de Espina,
un personaje madrileño, que hacía las delicias del público cortesano.
A excepción de la familia real, que asistiría a la representación del día siguiente, se esperaba hoy la concurrencia de la corte en pleno.
Pedro Castro tenía asignado un papel de segunda fila, pero se sentía orgulloso del brillante montaje que había sido capaz de lograr su compañía. Durante los últimos días se había incorporado a la
troupe
el actor italiano Giacomo Coriolano, un comediante simpático y de primera categoría, que llegaba a España desde la ciudad de Pisa escapando de ciertas deudas con la justicia. El éxito de la obra parecía garantizado. Francisco se había apresurado a reservarse un buen lugar, de pie, en el espacio reservado a los criados. Sólo los caballeros y damas de cierto rango tenían derecho a ocupar taburetes y sillas.
Apenas se había iniciado el primer acto cuando, en medio del silencio que dominaba aquel instante de divertimento, se escuchó el trote de caballos y el rodar de carruajes, accediendo al alcázar por otro patio. Al cabo de unos instantes, se vio movimiento de criados y se extendió el rumor de que había llegado un convoy con varias carrozas desde la villa y corte. Pronto se supo de quién se trataba, puesto que sus ocupantes aparecieron en el patio de la Montería, distrayendo sin remedio al público. El conde de Valdeparaíso, Juan Francisco Gaona Portocarrero, había adelantado su venida a Andalucía, aprovechando la ocasión de sumarse, por seguridad en el largo viaje, al vistoso cortejo francés del conde de Rotemberg, nuevo embajador que el rey Luis XV enviaba a la corte de su tío Felipe V.
A pesar del cansancio y el polvo del camino que deslucía sus pelucas y ropajes, pesadas casacas de grandes puños, los dos aristócratas venían ufanos y con ganas de ser reconocidos, saludados y celebrados, especialmente el diplomático, a quien se había advertido que el rey podría recibirle esa misma noche, a altas horas de la madrugada, cuando terminara en ese horario su acostumbrada cena. Al enterarse de la identidad del caballero español, Francisco pensó de inmediato en la condesa de Valdeparaíso. Sentía curiosidad por observar la reacción de María cuando se diera cuenta de la inesperada llegada de su esposo. La buscó con la mirada entre la zona noble del teatro, pero por más que oteó, no la halló por ninguna parte. Como por instinto, se fijó entonces en el público masculino. Tampoco pudo localizar a Miguel de Goyeneche. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Imaginó en un instante el significado de ambas ausencias.
Se escabulló a empujones entre los criados, encaminándose a paso acelerado hacia el aposento del financiero. Se dio cuenta durante el trayecto que actuaba tan sólo movido por el ánimo de proteger a la condesa. La sentía más débil, amenazada y frágil que nunca. No deseaba verla envuelta en una comprometida situación ante su esposo y la corte. Aporreó la puerta con decisión. No hubo respuesta.
Volvió a golpear fuerte con los nudillos. No se atrevía a pronunciar el nombre de don Miguel, por no llamar la atención con sus voces.
Aún esperó un momento más para volver a tocar, pero en ese instante se abrió por fin la puerta del aposento. Francisco se encontraba de nuevo frente a un Goyeneche descamisado, aunque no hubo tiempo esta vez para recriminaciones:
—El conde de Valdeparaíso acaba de llegar de Madrid. Se encuentra en el patio de la Montería, de momento entretenido con la novedad del alcázar, pero creo que en breve preguntará por su esposa… —explicó decidido Francisco, esta vez conservando la mirada altiva hacia su benefactor, consciente del favor que en ese momento se apuntaba en su modesto haber.