Uno a uno, los carruajes fueron entrando a los patios del alcázar, depositando a los viajeros y sus equipajes por turnos, para que pudieran ser alojados con orden y ceremonia. Los reyes, Felipe e Isabel, junto a los príncipes Fernando y Bárbara, ocuparían el cuarto real principal, en torno al llamado patio de Doncellas; los infantes y su servidumbre, en la contigua Casa de Contratación. La exquisita preparación de los aposentos causó sorpresa al rey. La habilidad y la diligencia de los artesanos habían obrado el milagro de la rápida remodelación del alcázar. Para el escaso tiempo concedido, todo estaba arreglado y decorado tal cual lo hubiera deseado cualquier soberano. Felipe V venía animoso y condescendiente. Lo extraordinario del viaje y la belleza de los paisajes recorridos le habían despejado su tenaz melancolía.
Apareció aseado, erguido y lúcido en el besamanos que la familia real ofreció a las autoridades locales, juntamente con la corte.
Francisco andaba por los patios, saboreando ese momento de inactividad, con las manos en los bolsillos, imbuido de curiosidad ante el ajetreo provocado por la descarga de equipajes y distribución de la corte en diferentes habitaciones. Un zagal joven se le acercó a paso rápido. Era el hijo del maestro mayor de obras. Le faltaba el aliento para articular palabra y dedujo por ello que había llegado hasta él después de correr un buen trecho por pasillos y patios.
—¡Por fin te encuentro, Barranco! Vengo a buscarte —le espetó el chico, después de tomar resuello.
—¿Me buscas a mí? —preguntó con asombro el cerrajero.
—Sí. Me manda don Miguel de Goyeneche, con el encargo de decirte te presentes de inmediato en el salón de Embajadores, don de el rey celebra en este momento el besamanos… y que no pierdas tiempo en cambiarte de ropas. Con que estés limpio de tiznajos de carbón, vale.
Por suerte, Francisco no había estado en todo el día en la fragua y andaba vestido de paseo. Le pareció que la llamada, por la urgencia, podía ser importante. Se apresuró por ello a buscar el salón donde se celebraba la solemne ceremonia, que brindaba la oportunidad a un número restringido de funcionarios locales y cortesanos, de besar la mano al rey y conocer a la familia real. Vio el revuelo de caballeros y damas, agrupados en conversaciones de tres o cuatro personas, esperando a colocarse en la fila que entraba a la recepción. Evadió a todos con discreción y se atrevió a asomarse con disimulo, pegado al magnífico portón de entrada. Al fondo de la sala, sobre un estradillo de madera, se hallaban los personajes regios. A un lado, los príncipes Fernando y Bárbara; al otro, los pequeños infantes, sus hermanastros. Un paso adelante, en ricos sillones a modo de trono, los reyes, Felipe e Isabel.
Francisco se percató de que algo estaba ocurriendo en la sala que podía atañerle. Un gentilhombre presentaba en ese momento al rey, sobre un almohadón de terciopelo carmesí, dos extraordinarias llaves doradas. Eran las llaves de la ciudad de Sevilla, que musulmanes y judíos habían entregado a Fernando III el Santo, tras su conquista de la ciudad, cinco siglos atrás. Lo fascinante de las mismas era que sus guardas, refinadas y complejas, estaban compuestas por letras correspondientes a inscripciones en hebreo y en árabe, según le contaba el caballero al rey: «Dios abrirá, rey entrará», rezaba una de ellas. Felipe V parecía fascinado por la belleza que algún lejano artesano había logrado dotar a aquellas piezas de metal.
Miguel de Goyeneche, entre los altos cargos de la corte, apreciaba igualmente la escena de entrega de las llaves al rey, cuando atisbó junto a la entrada la figura inquieta de Francisco Barranco.
Con la confianza que permitía su cargo y proximidad a los reyes, se atrevió a intervenir:
—Majestad, si me permitís, conozco a quien os puede explicar bien cómo se elabora una llave de esta categoría y complejidad artística.
Felipe V hizo un leve gesto de contrariedad por la interrupción, pero preso de curiosidad, extendió su mano hacia Goyeneche, concediéndole permiso para que prosiguiera en su exposición.
—Me refiero a vuestro cerrajero en este viaje, majestad. El que viene en sustitución del afamado José de Flores, su maestro.
¿Recordáis de quien os hablo? —se atrevió a preguntar Miguel, mirando ya hacia la puerta donde se hallaba Francisco, ignorante aún de que junto al trono se hablaba de él.
Goyeneche caminó unos pasos hacia la puerta. Francisco se sorprendió al verle venir, y aún más de que le hiciera una seña para que entrara en la sala. La expectación ante la escena, fuera de protocolo, se hizo intensa. El cerrajero se decidió a dar pasos hacia adelante. Iba al principio cohibido por la magnificencia de la corte, pero a medio camino se sintió orgulloso de su protagonismo y alzó la mirada. Se encontró de bruces con las figuras de las damas, entre las que estaba de pie, junto a la camarera mayor, María Sancho Barona.
Le dio la impresión de que le contemplaba con tanta sorpresa como admiración y respeto. Se topó después con los ojos del tesorero de la reina y, al llegar a él, juntos avanzaron hasta donde esperaba sentado Felipe V. El galante caballero presentó a Francisco Barranco como uno de los mejores artesanos al servicio de su majestad. El cerrajero se arrodilló ante el rey con humildad y se alzó del suelo cuando percibió la señal para hacerlo. El privilegio de ser presentado ante la familia real le había emocionado. Estaba nervioso, aunque su apariencia exterior era la de un hombre aplomado y seguro. La actitud del rey le transmitió confianza. Don Felipe vestía una hermosa casaca de terciopelo azul intenso, con las solapas bordadas en oro. Una larga peluca de rizos blancos enmarcaba su rostro agradable, de tez pálida, por efecto de la escasa luz solar que había recibido en los últimos tiempos, debido a su enfermizo encierro. El soberano acompañó su mirada indulgente con amables palabras hacia Francisco:
—Cerrajero, debes saber que la labor de tu maestro ha sido siempre de mi agrado y satisfacción. Puesto que Goyeneche te trae a mis pies, debes de ser un digno sucesor. Espero que tu lealtad merezca en el futuro mi aprecio.
Mientras el rey hablaba, Francisco notó la atención de la familia real depositada en él. La princesa Bárbara, con un gesto amistoso marcado en su rostro, parecía interesarse vivamente por la conversación. Doña Isabel, que vestía un traje en azules y dorados a juego con su esposo, escrutaba de una aguda ojeada la personalidad del cerrajero, apretando los labios para no pisarle la palabra al rey.
—Y ahora, cuéntanos —prosiguió Felipe V—. ¿Cómo es posible fabricar unas llaves tan extraordinarias como estas que me presentan? ¿Puede algo mecánico, como una llave y una cerradura, acoplarse de tal forma al capricho intelectual y artístico del hombre?
El oficial miró con atención esas antiguas llaves que aún reposaban sobre el almohadón ante el soberano. Quedó maravillado de la complejidad de sus guardas. Jamás había visto un trabajo tan fino, de tanta precisión técnica. Estaba empezando a rumiar el mejor modo de explicar el funcionamiento de una cerradura ante un auditorio tan inusual e ilustre como aquél, sin cohibirse, cuando de nuevo habló el rey:
—Puedes cogerlas… —dijo solemne, invitando a Francisco a tomar las históricas llaves de Sevilla en sus manos.
Por la admiración que le despertaban estas piezas, las tomó entre sus dedos con suma delicadeza. Con inspirada sencillez fue capaz de describir a la perfección la forma en que las guardas de una llave mueven los resortes interiores de una cerradura para que ésta se abra, y la suma precisión con que ambos deben acoplarse. A mayor capricho artístico en las guardas, mayor ingenio mecánico en el interior de la cerradura y mayor refinamiento necesario del trabajo artesano. La elocuencia de Francisco fue capaz de hacer imaginar a todos la belleza intrínseca de los metales y el proceso de fabricación de una llave; un logro de la inteligencia del hombre, contenida en una pequeña pieza capaz de proporcionar beneficios excepcionales, tales como el sentido de la propiedad y la inviolabilidad de pertenencias y secretos.
Don Felipe, refinado y sensible a la belleza artística, comprometido con los adelantos culturales y científicos del reino, quedó fascinado por el testimonio de su joven cerrajero.
—No negaréis, majestad, que tenéis buenos oficiales a vuestro servicio… —se atrevió a intervenir Goyeneche, que permanecía próximo a la escena—. Artesanos como Francisco Barranco que, provistos de medios y conocimientos, podrían contribuir a adelantar las necesarias manufacturas metalúrgicas…
El financiero intentaba aprovechar la ocasión para despertar en el soberano al menos un fugaz interés por el proyecto industrial que pretendía liderar. Fue el rey, sin embargo, quien puso brusco final a la charla, que parecía caminar hacia conceptos demasiado profundos para su repentina somnolencia. Don Felipe estaba cansado del largo besamanos.
—Goyeneche, aplaza tus sugerencias para otro momento. Mis huesos me piden ya un rato de alivio —dijo el rey, que con un ademán pidió ayuda al sumiller de corps para alzarse del sillón y, sin fijarse en los cortesanos que aún esperaban turno para besarle la mano, se dirigió con andar cansino y encorvado hacia su aposento.
La decepción generalizada entre caballeros y damas fue suplida por la decidida actitud de la reina, que decidió continuar con el ceremonial, ejercer su potestad y dar su mano a besar.
Una mirada cómplice se cruzó entre Francisco y su mentor.
Miguel de Goyeneche no pudo reprimir a su vez el deseo de localizar entre las damas a la condesa de Valdeparaíso, que se retiraba ya de la sala junto a Bárbara de Braganza. Antes de cruzar el umbral de la gran puerta del salón de Embajadores, María volvió su rostro hacia donde ellos aún permanecían. Se dio cuenta de que Miguel y Francisco la observaban con igual intensidad y se sintió halagada por ambos.
Los raros objetos apilados con desorden en la calle, a pie de puerta, llamaron la atención de Francisco. Paseaba sin rumbo a la puesta del sol por el barrio de Santa Cruz, cuando encontró por casualidad aquella tienda, que más que objetos, parecía vender el paso del tiempo. El comerciante que la regentaba, ya entrado en años y de aspecto tan polvoriento como su propia mercancía, acumulaba sabiduría a fuerza de recopilar, estudiar y trajinar con aquellos trastos de otras épocas, que mezclaba con la venta de ropa vieja, para poder sobrevivir. Don Anselmo «el anticuario» era toda una institución en Sevilla. Su pequeño bazar, angosto y penumbroso, con paredes forradas de estantes de madera repletos de extraños bártulos, resultaba fascinante a los ojos de un neófito en antigüedades como el joven cerrajero.
A sabiendas de su ignorancia, no se hubiera atrevido a entrar de no haber sido por la visión de aquellas copas de cristal, que reposaban en una sucia repisa del establecimiento. Eran idénticas a esas otras que Francisco recordaba formando parte del dibujo de símbolos en el manuscrito ancestral del maestro José de Flores. Sobresalía entre ellas una delicada copa de cristal opaco, casi negro. Don Anselmo apreciaba sobremanera la curiosidad de cualquier visitante con quien pudiera aliviar la soledad de sus horas y compartir anécdotas de los tesoros extraídos por él entre las ruinas de otras civilizaciones que habitaron Andalucía. Por ello, recibió de modo afable a Francisco, que accedió al comercio a preguntar por esas piezas.
—Entiendo que llame tu atención su belleza, aunque es obvio que no tendrías dinero para adquirirlas… —respondió con ironía don Anselmo al interés del cerrajero—. Pronto pasarán a formar parte de la colección de un noble erudito de esta ciudad. Me pagará lo que pido por ellas. Se trata de vidrios romanos ¿sabes? Algunas las he extraído con mis propias manos de ruinas árabes. Ellos apreciaban bien los refinados objetos de esa otra civilización que ellos mismos aplastaron. Ironías de la vida…
—Siento mi desconocimiento… ¿puedo preguntarle la causa de ese color opaco en una de las copas? —inquirió Francisco, que se atrevió a pasar el dedo con delicadeza por el contorno de la pieza.
—Cuánta ignorancia, por Dios bendito… —replicó el anticuario, simulando decepción, según un estudiado preámbulo que precedía a la demostración de su sapiencia—. El vidrio se compone de arena fundida, que llaman silicio. Según cuenta Plinio, el secreto fue descubierto por los fenicios. Y el color oscuro, del púrpura al negro, de algunas de esas copas que vendo se debe al añadido de un mineral, el manganeso, un enigma estético que emplearon los vidrieros romanos y después les robaron los de la mítica ciudad árabe de Damasco, igualmente la cuna de los mejores aceros que jamás ha fabricado el hombre…
—¿Ha dicho aceros? —preguntó instintivamente el oficial, dando un respingo.
—Sí. He mencionado el acero. ¿Tampoco sabes nada de eso?
—Don Anselmo parecía dispuesto a verter otra retahíla de conocimientos, pero se detuvo nervioso al observar que un hombre bien vestido se disponía a entrar en la tienda. Reconoció en él a un agente comercial que hacía tiempo esperaba en la ciudad para embarcar ciertas antigüedades rumbo a Francia. Nervioso ante la evidencia de una próxima transacción que venía a sacarle por un tiempo de su sempiterna ruina, decidió cortar en seco la conversación con Francisco y despedirle con indisimulada prisa.
—Oye, no tengo inconveniente en que vengas de visita cuando te plazca, pero ahora debo atender asuntos de más trascendencia…