El cerrajero del rey (63 page)

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

Por ende, la servidumbre de Isabel de Farnesio fue cesada y la mayor parte de sus criados pasaron a servir a Bárbara de Braganza. Sólo un escueto plantel de criados leales y selectos la acompañó hasta el particular destierro segoviano. Lo más humillante para la poderosa soberana fue la traición de ciertos servidores que creía firmemente atados a ella. El primero, Farinelli, el portentoso cantante, que lejos de condenarse al ostracismo junto a su antigua protectora, tal como ella deseaba, optó por quedarse, siempre mimado como favorito, en la nueva corte de Fernando y Bárbara.

La flamante reina asumió, como era de esperar, un gran protagonismo. Bárbara era inteligente, altiva y orgullosa, pero de corazón noble y cautivadora conversación. Con ella adquiría igualmente relevancia, como su dama favorita, la condesa de Valdeparaíso. Desde el primer momento, embajadores y ministros se dieron cuenta de que los monarcas iban a trabajar en común y que era necesario dirigirse a ellos por igual. Traían ansias de reformas y las mejores intenciones de lograr el bien para sus súbditos. Prometieron mantener intacto el personal de gobierno del anterior reinado, hasta ir formándose su propio criterio sobre los personajes que les parecían de mayor confianza y lealtad. A pesar de la apariencia de comedimiento, Bárbara estaba deseando prescindir de todos aquellos que considerara rémoras de su suegra o que se hubieran comportado mal con ella en el pasado. Bajo la simulada serenidad impuesta en la transición entre reinados, se movía la gruesa marea de las intrigas políticas, entre aquellos que no deseaban abandonar sus cargos de gobierno y esos otros que empezaban a postularse ante los reyes como candidatos para sustituir a los anteriores.

Esta incertidumbre latente fue sin duda el detonante para que estallara finalmente, a los pocos días de morir Felipe V, aquella dura y anunciada huelga de canteros. Sus reivindicaciones sobre salarios y condiciones de trabajo escondían las presiones de algún grupo político, interesado en hacer fracasar momentáneamente la obra de palacio. La intransigencia con que se negaron a negociar sus peticiones y a evitar que los trabajos de cantería se detuvieran, hicieron pensar a muchos que el interés oculto de este movimiento no era la guerra entre clanes artísticos, sino la intención de defenestrar a un ministro.

Tocaba al marqués de Villarías, todavía secretario de Estado, resolver el conflicto. Y a cualquiera de los aspirantes a ocupar su sillón interesaba que sus diligencias fueran un fracaso. La huelga se alargaba, sin aparente solución, por semanas. Se formaron dos bandos: los que deseaban llevar sus reivindicaciones hasta las últimas consecuencias, y los que pretendían seguir en sus puestos, atemorizados ante la perspectiva de perder su jornal y ser despedidos. Los que optaban por lo segundo e intentaban acudir a palacio se veían amenazados, insultados y agredidos.

Así encontró Francisco a dos canteros, una calurosa noche del mes de julio, cuando la corte permanecía conmovida y confusa entre el luto riguroso por la muerte del anterior rey y la expectación por el que llegaba. Regresaba hacia su casa, cuando pudo observar en el llamado «pretil de palacio» donde se levantaba la fragua de los Flores, a un grupo de seis individuos, propinando patadas y golpes a un par de hombres, que se defendían de la brutal paliza encogidos sobre sí mismos en el suelo. Por los gritos que unos y otros proferían, se dio cuenta de que se trataba de una refriega entre huelguistas y dos canteros que habían acudido a trabajar ese día a palacio. Indignado como estaba con esta situación que ya afectaba a la labor de todos y sin pensarlo, reaccionó acaloradamente. Entró en la fragua corriendo y ante la atónita mirada de Josefa, tomó en sus manos un enorme atizador de chimenea. Pidió a su esposa que saliera corriendo a avisar a los centinelas, mientras él se dirigió raudo hacia el meollo de la pelea. A gritos, avisó de que la guardia estaba por venir y amenazó con separarlos a golpes de atizador si no detenían la reyerta de inmediato.

Varios centinelas llegaron instantes después, justo en el momento de sorprender in fraganti a los atacantes y prenderlos para llevarlos detenidos a los calabozos. Los dos canteros embestidos, aunque molidos a golpes, daban gracias a Dios y al cerrajero Francisco Barranco, que les habían librado de una más que probable muerte.

El incidente supuso un antes y un después en la huelga. Todos los implicados se dieron cuenta de que la crispación acumulada en el conflicto había llegado demasiado lejos. El marqués de Villarías, auspiciado por el equipo director de la obra, entre los que se encontraba el propio arquitecto Sacchetti, avaló las órdenes de despido masivo de todos aquellos obreros que no acudieran al día siguiente a su puesto de trabajo. Los huelguistas, sin dar su brazo a torcer ante las medidas autoritarias, exigieron que fuera el propio rey Fernando quien solucionara el problema. Y así tuvo que resolverse la cuestión.

Villarías rogó al soberano que aprobara indultos y pagos a los huelguistas, para que se avinieran de momento a reanudar la actividad, bajo promesa de futuras negociaciones. El viejo secretario de Estado vizcaíno, tal como alguien muy astuto había pretendido, comenzaba a tener en el gobierno del nuevo reinado los días contados.

Capítulo 29

Josefa salió de casa con su hijo de la mano. El pequeño había cumplido ya dos años. El pelo oscuro, como sus padres, y unos intensos ojos negros le daban un aspecto alegre y sano. Pasado un mes del riguroso luto por la muerte de Felipe V, se aproximaba ya la ceremonia de coronación de los nuevos reyes. El pueblo de Madrid andaba alborozado, porque realmente anhelaba los cambios que el reinado de Fernando VI prometía. Era fácil encontrar a diario, en cualquier rincón de las céntricas plazas, diversión en tertulias, charangas y teatros callejeros. La capital se había llenado de comerciantes ambulantes, atraídos por la facilidad para el gasto que se presumía en esta ciudad inmersa en ambiente festivo. A Josefa le apeteció pasear con el niño entre el gentío y escudriñar las exóticas novedades de los tenderetes foráneos.

Se sorprendió al ver cómo avanzaba hacia su puerta un carruaje nobiliario, por cuya ventanilla se asomó una dama. Era la condesa de Valdeparaíso; la recordaba de haberla conocido años atrás en palacio. El tiempo no parecía haber pasado por ella, pensó Josefa. Seguía siendo aquella mujer hermosa y enigmática de siempre. Un lacayo la ayudó a descender de la carroza.

—¿Eres tú la mujer de Barranco? —inquirió la condesa.

—Lo soy, señora. Josefa de Flores, para serviros —contestó con amabilidad, preguntándose la razón que traía a su hogar a aquella dama.

María Sancho Barona se fijó en que Josefa llevaba al cuello su collar de perlas; aquel que le regaló Miguel de Goyeneche y que ella misma entregó en Sevilla a Francisco. Aunque la joya sobrepasaba en lujo la decente modestia de sus vestidos, le gustaba lucirla en estas escasas ocasiones festivas.

—Tienes un niño precioso —dijo, mientras se agachaba para besarle la mejilla—. Es tan guapo como… su madre.

—Gracias, señora. Se cría bien y un hijo es siempre una bendición de Dios.

—Qué razón tienes, Josefa… —Se hizo un incómodo silencio durante un momento, hasta que la condesa se atrevió a preguntar—.

¿Está tu marido en casa?

—Lo está, señora. Revisando documentación en la fragua…

—Josefa dudó sobre lo que debía hacer, aunque no quería ser descortés—. Pero entrad, por favor, no os quedéis ahí. Si traéis algún asunto para mi marido, no creo que debáis tratarlo en la calle.

La condesa aceptó la amable invitación y entró detrás de Josefa. La casa era modesta; quizás más de lo que Francisco podría permitirse, dada su saneada economía después de las herencias recibidas de sus dos maestros, Sebastián y José de Flores, pero tenía el encanto de un verdadero hogar. Su olor era especial. Una mezcla entre jabón de limpieza y humo de fragua.

María esperó en la sala principal a que Josefa avisara de su presencia a Francisco. Se le hacía raro presentarse allí, después de tanto tiempo sin verse y sin preaviso. La exigencia de sus ocupaciones junto a la nueva reina Bárbara de Braganza la mantenían en esta época retenida, casi prisionera a todas horas de la corte. El escaso tiempo para sí misma se le esfumaba rápido entre sus obligaciones conyugales, cuando el conde de Valdeparaíso reposaba en Madrid y la exigente relación que el marqués de la Ensenada le imponía. Tal como expuso a Francisco en aquel último encuentro en su recóndito laboratorio, hacía lo posible por sobrevivir en el intrigante ambiente de palacio de la manera más pragmática posible. Se diría que María había sellado por completo su corazón y se había entregado a las relaciones interesadas. Había llegado a casa del cerrajero también movida por una necesidad, por un interés material y concreto. A pesar de la aparente frialdad con que se había presentado en la fragua, por dentro venía, sin embargo, carcomida por los nervios. No estaba segura de cómo iba a sentirse cuando estuviera frente a Francisco de nuevo. Sabía por experiencia, que, a pesar de las circunstancias adversas, del espacio y el tiempo que mediara entre ellos, verse cara a cara había sido siempre, en cada ocasión, una emoción añadida a su existencia.

Barranco apareció en la sala, a los pocos instantes, azorado y atónito. A María le pareció que tenía en su frente alguna arruga donde antes no las había. La curtida madurez de los años se notaba ya en él, pero le aportaba a cambio el atractivo de la experiencia, de la serenidad y el aplomo. Ignoraba la condesa que el cerrajero, al verla, sentía otra vez el corazón palpitar acelerado. La agitación interior le hacía respirar profundo, como si le faltara el aire. También él se percató de los cambios sufridos en la belleza de la dama, no tanto por el paso de los años, sino por la seriedad que se había incrustado en su rostro a falta de una sonrisa que lo iluminara en estos últimos tiempos. María tenía las pupilas tristes y Francisco sintió rabia de lo injusta que era con ella la vida. Poseía toda la belleza, posición social y riqueza que se pudiera desear, pero en su alma se notaba un gran vacío. Al volver a encontrarla, se dio cuenta de que seguía deseando, con todas sus fuerzas, ver la felicidad reflejada en el rostro de esa mujer. Si él no podía estar a su lado para proporcionársela, aunque ése fuera el gran anhelo de su vida, se conformaba con que otro caballero de postín la amara de verdad como se merecía.

En presencia de Josefa, el saludo entre la condesa y Francisco fue estrictamente protocolario. El cerrajero le besó la mano y preguntó de un modo extrañamente servil en qué podía ayudarla. Al tocarse las manos, ambos se las notaron temblorosas.

—Barranco, supongo que te extraña mi presencia aquí. No creo que vengan muchas damas de visita a la fragua —dijo María, con intencionada soberbia aristocrática.

—Desde luego, señora condesa. Estáis en lo cierto. Ésta es una morada de artesano, donde no solemos recibir a gente titulada…

—Me obliga a venir un importante recado de palacio. La reina doña Bárbara te necesita, como otras veces en el pasado. Es un asunto confidencial…

Josefa entendió entonces que su presencia sobraba. Le dolía dejar a su esposo solo con aquella mujer altiva y hermosa. Había notado los nervios de Francisco al ponerse delante de ella, pero era su obligación retirarse. Su esposo se lo indicaba con la mirada y las cuestiones de palacio estaban por encima de los intereses personales.

Obedeció mansamente y salió de la estancia hacia el patio.

Francisco invitó entonces a la condesa a sentarse a la mesa del comedor, cara a cara. Se mantuvieron un instante en silencio y poco a poco fue apareciendo en sus rostros una tímida sonrisa, dedicada uno a otro. La complicidad de antaño parecía haberse mantenido viva. Resurgía en ese momento al volverse a mirar a los ojos y encontrar en ellos el mismo brillo de otros tiempos.

—Tengo muchas cosas que decirte, Francisco —habló ella—.

Y realmente no sé cuál es la más importante. Ante todo, quiero felicitarte por ese precioso hijo que tienes. Te envidio por este aire de hogar que aquí se respira…

—Muchas gracias, condesa —contestó Francisco, aún con la emoción contenida de pensar que tenía a María Sancho Barona sentada frente a él—. Estoy orgulloso de mi familia, de Josefa y del pequeño Francisco. No puedo quejarme. Por lo demás, ¿en qué puedo ayudaros? Estad segura de que nada, repito, nada, podía enorgullecerme más que volver a seros de utilidad.

—Gracias, Francisco. Es curioso constatar cómo se repiten, con insistencia, nuestras circunstancias… Pero antes de pedirte un nuevo favor, quería también contarte que sigo avanzando en mis pesquisas sobre el manuscrito.

—¿De veras? ¿Es eso cierto? Pensé que habíais abandonado la idea. Os imaginé tan ocupada en la corte que supuse que ya no os interesaban las indagaciones alquímicas de este modesto artesano.

—Me hace gracia tu falsa modestia, Francisco. ¿Crees que no he estado al tanto de tus éxitos artísticos junto a Bonavía? ¡Pero si no se hablaba de otra cosa que de ese magnífico proyecto para la escalera de Aranjuez! Y me he alegrado tanto, siempre, de ello… Te lo mereces.

—Gracias ahora a vos, condesa. Ya sabréis entonces que el proyecto se detuvo por razones políticas que aún ignoramos.

—Lo sé. La corte a veces es un nido insoportable de intrigas. Las sufro a diario. Por desgracia para mi sosiego, estoy inmersa en ellas.

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