Bonavía no le iba a decepcionar. Para gran sorpresa de Francisco, se presentó una mañana a buscarle en las fraguas de palacio.
Jamás pensó que el italiano fuera a pasar por aquel lugar, enclavado en el aparente feudo arquitectónico de su contrincante Sacchetti, que sin duda se pondría furioso si le viera merodear por allí. Venía eufórico, deseoso de compartir las ideas que rondaban su cabeza respecto a la obra del palacio de Aranjuez. El cerrajero dejó por un momento el trabajo organizado a sus oficiales y marcharon a casa para conversar con mayor discreción. Sentados a la mesa de comedor, Bonavía pidió papel y lapicero para trazar unos bocetos y explicarle a Francisco su idea.
Frente a las dificultades que planteaba Sacchetti en dar gusto a Felipe V con la realización de balcones de hierro para la fachada del palacio real, Bonavía planeaba llevar a cabo justo lo contrario. Si bien en un principio él mismo imaginó realizar la escalera principal del palacio de Aranjuez con balaustres de piedra, ahora había decidido un cambio drástico y sorprendente. Iba a diseñar una bellísima barandilla de hierro, repleta de volutas y chapas repujadas imitando el follaje, al modo francés, con la intención de epatar al rey y ver su capricho concedido.
—Tal como concibo esa escalera, nuestro trabajo conjunto resultará extraordinario; una obra maestra —dijo Bonavía, mientras deslizaba su mano sobre el papel, dibujando airosas formas de rocallas y hojas enroscadas al más puro estilo barroco.
—Confío plenamente en ti, Giacomo. Estoy seguro de que podremos realizar un magnífico diseño. Haré cuanto esté en mi mano.
No habrá otra barandilla más bella en España.
—Esa escalera debe ser un placer para la vista, un elemento arquitectónico con vida; un espacio en el cual las medidas y las distancias, la luz, los materiales y tus hierros parezcan energías vivas, que envuelvan visual y físicamente a quien por allí transita. Un gusto para los sentidos.
—Lo que se dice, pura escenografía, Giacomo. Tu vena teatral llevada a las perspectivas, al tratamiento de la piedra y el hierro.
—Exacto. Debemos hacer de esa escalera un escenario, una escultura en sí misma. Si nos sale una obra hermosa, será nuestra consagración.
—Hagámoslo, Giacomo. Estoy preparado para ello —concluyó satisfecho Francisco.
Los siguientes meses fueron agotadores. Francisco recibió oficialmente el encargo de realizar la barandilla de Aranjuez que Bonavía le había propuesto. De entre todo el personal a su disposición en las reales fraguas, eligió a los dos oficiales más valiosos para ayudarle en esta obra. Necesitó recurrir al estudio de tratados arquitectónicos para refrescar su inspiración artística. Ansiaba tener noticias sobre las novedades de su oficio en Europa, conocer el estilo de los más afamados rejeros franceses. Volvió a acudir a la biblioteca de palacio, aquella que se había salvado milagrosamente del incendio del real alcázar. Fue ahí cuando empezó darse cuenta de la carencia que un artesano como él tenía en cuestiones de diseño. Si algún día le correspondía gobernar su gremio, pensaba, abogaría por la necesidad de enseñar a los aprendices la importancia del dibujo. Trabajó duro, codo a codo junto a Bonavía, viajando de continuo a Aranjuez, para realizar sobre tableros de madera el dibujo definitivo y a escala natural, que luego habría de interpretar en la fragua con el hierro candente.
Las semanas se le pasaban tan rápido con el disfrute de ese trabajo, que apenas se percató de que el embarazo de Josefa llegaba a término. Una ayudante de la partera vino a buscarle con urgencia a la puerta de las reales fraguas. Era media tarde y hacía rato que Josefa se había puesto de parto. El trance no presentaba buena pinta. La partera se quejaba de que el niño venía mal colocado. Francisco quiso acompañar a su esposa en la habitación y ayudar en lo necesario, pero pronto se dio cuenta de que era un estorbo para la comadrona.
Decidió esperar en la sala principal de la casa, junto a la chimenea, sentado en compañía de su suegro José de Flores. Josefa, que desde niña había sido pudorosa y recatada, se resistía a quejarse y hacer de su dolor un espectáculo grotesco. Se limitó a sufrir durante horas, enmudeciendo sus gritos con un paño apretado entre los dientes, las maniobras de la partera para sacar al niño. Hubo momentos en que parecía que habría que decidir entre la vida de la madre o la de su hijo. Francisco fue avisado de los riesgos que se avecinaban y pasó el resto del tiempo acurrucado en una silla, rogando a Dios con las manos fuertemente entrelazadas para que ocurriera el milagro. Después de cinco largas horas de espera, el niño nacía amoratado, pero con vida. Josefa estaba exhausta. Había perdido mucha sangre y de no ser por la pericia de la experimentada partera, se habría entregado a la muerte en los últimos momentos. Iba a costarle un buen tiempo recuperarse del duro episodio.
Con su hijo entre los brazos, Francisco se sintió el hombre más feliz del mundo. Sentía profundo agradecimiento hacia su esposa y se acordaba más que nunca de sus padres. Se registró al recién nacido en el libro de bautismos de la parroquia de San Juan con el nombre de José Barranco y Flores. Su abuelo y su padre le auguraban ya un extraordinario futuro como el primer sucesor de esta saga de grandes artífices. Según explicó la comadrona, las complicaciones del parto harían muy difícil que Josefa pudiera tener más descendencia.
Más les valía conformarse con esta criatura y procurarle la mejor educación que estuviera a su alcance. Orgulloso, Francisco soñaba con hacer del pequeño José un pionero de su profesión; un cerrajero con proyección industrial y verdadera formación artística.
La llegada del niño, además, vino acompañada de una extraordinaria noticia. Por mediación del marqués de Villarías, y en vista de la larga enfermedad de José de Flores y los méritos acumulados por su discípulo y yerno, por fin se concedía a Francisco Barranco el cargo oficial de cerrajero de cámara.
Todo parecía sonreír al flamante cerrajero del rey.
En otros tantos meses de trabajo, mientras Josefa recuperaba su salud lentamente y el pequeño empezaba a engordar como un niño sano, Francisco fue culminando los diferentes tramos de la escalera del palacio de Aranjuez. Bonavía quería hacer coincidir la inauguración de la obra con la próxima llegada de los soberanos para pasar en este real sitio su habitual temporada de primavera. Francisco había trasladado en carromatos desde Madrid los pesados paneles de la barandilla, que con el hierro reluciente y sus detalles recubiertos de bronce dorado, lucían tendidos sobre el suelo de los peldaños, a la espera de la orden definitiva de levantarlos y fijarlos en la cantería. No se hablaba de otra cosa en el ambiente artístico de la corte que de la esperada belleza de esta escalera y del éxito de su planificación y desarrollo. Los nombres de sus principales artífices, Giacomo Bonavía y Francisco Barranco, estaban en boca de todos. Se palpaba la expectación por comprobar in situ el resultado de tan comentado proyecto.
Francisco intuía que se iniciaba aquí la mejor etapa de su vida.
Más de una vez había brindado con vino en Aranjuez, junto a Bonavía y su equipo de canteros y herreros por el éxito anticipado. Sólo esperaban ya la felicitación de los soberanos.
A dos semanas de la llegada de los reyes, cuando el remate final estaba a punto de llevarse a cabo, la orden de paralizar el ensamblaje de la barandilla cayó en Aranjuez como un jarro de agua fría. Todo quedaba repentinamente en suspenso, sin que se diera a Bonavía más explicaciones. Por el contrario, llegó la orden de retirar de inmediato los rastros de la obra y sellar con cemento los agujeros practicados en la cantería para sostener los paneles de hierro, de forma que la familia real pudiera transitar por ese espacio sin tropezar.
La desolación cundió entre los artistas que habían participado en este empeño. Bonavía trataba de atemperar la desilusión de Francisco, convenciéndole de que puesto que su obra ya estaba terminada, sería cuestión de tiempo el que volviera a darse contraorden para su instalación. De momento, era interesante tratar de averiguar a qué razones ocultas se había debido el drástico cambio de opinión.
Para Francisco, sin embargo, el desengaño por esta detención en seco de sus aspiraciones artísticas vino acompañado de una racha de infortunio, anunciadora indudablemente de la necesidad de estar alerta a futuros cambios.
Hacía días que había regresado a su trabajo en las reales fraguas de Madrid. Una mañana, recién levantados, Josefa y Francisco se encontraron de bruces con el triste suceso. Un buen rato después de la salida del sol, el maestro Flores no había bajado todavía a desayunar, tal como acostumbraba a hacer cada día cuando se encontraba con suficientes fuerzas. Josefa dejó al niño en la cuna y subió a despertar a su padre. Unos segundos después, sus llantos inundaron la casa. José de Flores había entregado su alma a Dios esa noche, de una forma silenciosa. Con los ojos cerrados y el semblante sereno, parecía estar aún dormido. Tocó a Josefa y Francisco consolarse mutuamente. Para ella era el segundo padre que se le iba en unos años; para Francisco suponía la pérdida de ese maestro al cual debía desde niño la forja de su propia vida. Josefa lamentaba más que nunca la ausencia de su hermana Manuela, a la cual, tras su tempestuosa marcha junto a Félix, no podía avisar sobre el fallecimiento. Dios sabría por dónde andaba con su indeseable marido. José de Flores no dejaba más herencia que su fragua y sus herramientas, dispuestas desde hacía tiempo en su testamento para ser heredadas por su admirado discípulo, Francisco Barranco. A él, precisamente, le había dejado escrita una nota, que apareció debajo de su almohada, donde debía estar escondida desde días atrás, como si el maestro hubiera barruntado su próxima muerte:
Francisco:
Cuando leas estas palabras habrá llegado mi hora. Te las dirijo a ti porque te considero el hijo que nunca tuve y sé que sabrás cuidar bien de Josefa. Me arrepiento ahora de no haberte manifestado jamás el orgullo que siempre he sentido por ti. Durante tu aprendizaje, supe de inmediato que habías abierto aquel baúl de ingenios que mi familia ha atesorado a lo largo de generaciones, pero el mero hecho de que fueras capaz de abrirlo me hizo valorar tu temprana inteligencia, tu afán de conocimiento y los talentos de tus manos. Gracias a ello, salvaste tu vida en el alcázar. Doy gracias eternas a Dios por ello. Ahora eres tú el depositario de ese baúl, del cual desgraciadamente falta el manuscrito. Te encomiendo la guardia y custodia del primero, de cuyos secretos te hago legatario para que los transmitas en un futuro a tu hijo, mi nieto; del segundo, quiera el padre eterno que vuelvas a hallarlo. Cuida del legado de la familia Flores. Cuida de Josefa, a quien más he querido en el mundo, y de mi hija Manuela, si el destino la devolviera maltrecha a esta casa. Y a ti, Dios te alumbre y guarde como mereces.
La nota hizo emocionarse a Francisco. José de Flores había sido para él un buen maestro. Lo enterraron en la cripta de la iglesia de San Juan, donde habrían de decirse ochocientas misas por su alma, de acuerdo con el testamento.
Francisco pasó varios días ensimismado en sus propias ideas.
Muchas noches, en la tranquilidad del hogar, cuando el cansancio le preparaba para acostarse, abría el baúl que guardaba aquellas valiosas cerraduras. Por primera vez en su vida, podía deleitarse en observarlas a plena luz y estudiar con detenimiento todos sus refinados detalles y mecanismos. Las desplegaba sobre la mesa principal de la sala, después de haber recogido los platos de la cena, e incluso sentía la necesidad de implicar a Josefa en ese disfrute. A ella, a pesar de haber convivido con esos artilugios, siempre le habían estado vedados, como a todas las mujeres de su familia. Era pues una novedad el poderlos contemplar fuera de su habitual escondite. Josefa agradeció mucho la confianza que le demostraba ahora su esposo. Y es que tras el nacimiento de su hijo, la relación entre ellos se había vuelto más cómplice y comprensiva. La dignidad de Francisco había sufrido un duro zarpazo en aquel último encuentro con la condesa de Valdeparaíso, en el que se hizo evidente la imposibilidad de esa pasión idílica. Aún la amaba, jamás dejaría de hacerlo, pero puesto que pasaba tiempo sin verla, su corazón le pedía reposo y le empujaba a buscar en Josefa el afecto que serenara su vida. Falta le iba a hacer a Francisco el apoyo moral de su mujer para superar los próximos acontecimientos que se avecinaban.
El enfrentamiento entre los clanes de los arquitectos Sacchetti y Bonavía, los intereses económicos ocultos, los recelos y envidias por el lucimiento del contrario, comenzaron a resultar peligrosos. Francisco se dio cuenta de que se había puesto en marcha contra él una bien orquestada campaña de desprestigio. Sin poder explicar de dónde venía esa animadversión, ni la procedencia de las órdenes envenenadas que le llegaban, el cerrajero del rey tuvo que soportar durante los siguientes meses la presión de ver puesta en entredicho su gestión de las reales fraguas. Se atrevió a preguntar al intendente de la obra, Baltasar Elgueta, pero éste le remitió al mismísimo marqués de Villarías, de cuyo despacho salían firmadas en última instancia todas las órdenes que atañían a la obra. Francisco dudó sobre la conveniencia de presentarse ante el secretario de Estado con sus quejas; al fin y al cabo, le debía el cargo que ocupaba. Pero, finalmente, pudo más su indignación por las críticas que recibía a diario, que el pudor de molestar a aquel ministro que había sido tan solícito con él anteriormente. El marqués de Villarías no ocultó su sorpresa al verle aparecer por la secretaría.