El cerrajero del rey (76 page)

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

Gracias a sus informaciones, en Versalles se estaba al tanto, no sólo de lo que ocurría en la intimidad de la corte española, sino además de lo que en Londres se opinaba de ello. Por mediación de sus sobornos, Duras tenía como confidentes a varios secretarios en los ministerios, a un ayudante del cantante Farinelli y hasta a una dama, amante de un colaborador del embajador Keene, a la cual revelaba entre sábanas los secretos de Inglaterra. Por vía de esos espías a sueldo, Duras se enteraba también de las ocasiones en que Carvajal y Ensenada lograban obtener la clave del cifrado de sus papeles reservados. El cambio periódico de la encriptación de documentos era entonces una obligación para ministros y embajadores; y aquel que no lo hacía con el suficiente espabilo, podía darse por derrotado.

Cualquier indiscreción personal, cualquier confidencia política podía servir para tirar del hilo de un complot y defenestrar al rival. Si el duque de Duras empleaba la mayor parte de su tiempo y dinero en espionaje, no le iba a la zaga el embajador inglés, sir Benjamin Keene, o los propios Carvajal y Ensenada.

Aunque tratara de ocultarse una vez más a los súbditos, la precaria situación personal de la pareja reinante comenzaba a ser la preocupación más importante del gobierno español por encima de la política. Los achaques diarios de Fernando VI y Bárbara de Braganza ocupaban ya buena parte de las confidencias ministeriales y diplomáticas. El rey, en efecto, había heredado la enfermedad mental de Felipe V. Apenas había cumplido los cuarenta años de edad y ya daba muestras de retazos depresivos y dementes. Algunos días, imitando a su progenitor, se negaba a salir de la cama, a pesar de las súplicas de Bárbara y del padre Rávago, su confesor y hombre de confianza.

Otras veces se había visto salir al rey de su aposento, con los ojos enrojecidos y llorosos, tras haber mantenido una dura entrevista con el marqués de la Ensenada. Don Zenón perdía la paciencia con el soberano y no dudaba en recriminarle su desidia ante la marcha inoportuna de algunos acontecimientos. Se corría la voz entre los cortesanos de que Fernando VI odiaba a Ensenada, porque era el único que se atrevía a provocarle disgustos. Los males del rey, sin embargo, se sumaban ahora al progresivo deterioro de la salud de la reina, lo cual era aún peor, puesto que Bárbara era el verdadero soporte del gobierno.

La preocupación por los reiterados ataques de melancolía de su esposo parecía estar agravando sus angustiosos episodios de asma.

Pasó algunos días revisando minuciosamente la fragua para determinar con exactitud qué información podía haberle robado Félix acerca de sus proyectos y trabajos. Francisco andaba francamente nervioso. Estaba convencido de que el regreso de Monsiono no aventuraba nada bueno. Por el volumen de los legajos que almacenaba, se percató de que le faltaban bastantes papeles, pero no podía asegurar cuáles eran ni a qué se referían, hasta que no los revisara todos o echara de menos alguno en concreto. Se temía que Félix, aparte de llevarse documentos, hubiera copiado otros muchos sin necesidad de sustraerlos. De esta forma, Francisco no tenía opción de saber hasta qué punto su cuñado y rival se había enterado de sus cosas. Lo más preocupante era que hubiera podido acceder a sus anotaciones acerca de los experimentos que realizaba en su fragua, el proyecto de fábrica de Goyeneche en Nuevo Baztán y, ante todo, sobre sus avances en desvelar la fórmula alquímica del manuscrito de los Flores. Era probable que en alguno de los escritos figurara el nombre de la condesa de Valdeparaíso. Francisco sentía pavor a que Félix pudiera perjudicar de algún modo a María al revelar su vinculación con el cerrajero y con los experimentos sobre el hierro.

Unas semanas después, se hallaba Francisco una tarde trabajando en el palacio del Buen Retiro. El marqués de la Ensenada le había hecho llamar para hacerle una proposición acorde a lo que exigía la política en ese tiempo.

—Barranco, cuenta la leyenda cortesana que tu maestro Flores y sus antecesores, creadores desde hace siglos de las cerraduras de todos los palacios reales, no necesitaban ni siquiera llaves para acceder a cualquier aposento… —expuso Ensenada, según tomaba asiento Francisco ante su mesa—. Es decir, que inventaron un sistema, sólo conocido por ellos, por el cual se puede abrir cualquier cerradura en palacio. ¿Es eso cierto?

—Señor, podía negaros que sea verdad, pero me parece inútil ante alguien como vos, que estáis siempre bien informado —contestó Francisco.

—Me alegra tu sinceridad, mi querido cerrajero.

—¿Qué otra opción tengo?

—Ninguna, porque ya has elegido la mejor, que es estar de mi lado. Pero ahora necesito algo importante. Tal como se desenvuelven los asuntos en palacio, no me duelen prendas en reconocer que existe una batalla interna, una guerra en toda regla. Parece ser que cualquier cosa vale. Así que vamos a pelear todos con las mismas armas… Veremos quién llega más lejos…

—Señor, he comprometido muchas veces mi honor como cerrajero de cámara… —quiso anticiparse Barranco con excusas.

—No admitiré excusas. Lo siento —contestó tajante Ensenada—. Debemos acceder al despacho de Carvajal, como sea y sin dejar rastro. Es imprescindible revisar su documentación. Quiero saber qué hay detrás de la contratación de Jean Baptiste Platón, de las negociaciones con Inglaterra y de la estratagema que pretende su camarilla para echarme.

Francisco entendió que era inútil oponerse a los designios del poderoso ministro. De nuevo se prestaría, muy a su pesar, a contravenir el juramento de fidelidad de su oficio. Lo haría esta vez porque admiraba a Ensenada y creía sinceramente en su valía política. Le parecía injusto que este hombre brillante y de pujanza fuera a sucumbir a los embates de los envidiosos de turno.

—Mañana te presentarás en el Buen Retiro por la tarde. Simularás trabajar en las saletas que corresponden a mis ministerios.

Nadie te preguntará. Cuando empiece a anochecer, mi secretario Solís te esconderá en este despacho, hasta que no quede ningún funcionario en las galerías. Tengo un centinela sobornado. Él dará aviso de cuando Carvajal y todos sus ayudantes se hayan marchado. Será tarde; ya conoces sus horarios… Cualquier día se morirá de agotamiento y falta de sueño sobre su mesa de trabajo —explicaba Ensenada—. Solís sabe lo que tiene que buscar entre los papeles. Tú sólo tienes que abrirle cuantas puertas, cajones y baúles sean necesarios.

—No puedo decir que lo haré con gusto, señor marqués, pero confieso que hay decisiones del lado del señor Carvajal que no comparto y…

—No hay que pensar más, Barranco. Es lo que procede, y punto.

Francisco se presentó al día siguiente en el Buen Retiro, según lo había planeado el marqués de la Ensenada.

Cuando el sol empezó a descender por la línea del horizonte, Solís le acompañó hasta el despacho principal de aquellos ministerios. Allí, secretario y cerrajero esperaron un largo rato, iluminados por la luz de una sola vela, mientras conversaban en voz baja. El tiempo parecía pasar muy despacio y el centinela que debía avisarles del momento en que Carvajal abandonara definitivamente su despacho tardaba en hacer acto de presencia. Ambos se dieron cuenta de que algo raro estaba sucediendo. Hartos de esperar, el sueño ya casi les vencía, sentados de mala manera en incómodas sillas. Confirmaron su sospecha cuando varias horas después escucharon voces por el lado de la galería que daba a los despachos del secretario de Estado. Solís entreabrió la puerta para averiguar lo que ocurría. Por la algarabía lejana, notó que cundía la preocupación por algo que ellos aún ignoraban, pero que había obligado a reforzar todavía más la centinela en aquellas puertas. Era imposible acceder esa noche a los papeles de Carvajal, tal como pretendía Ensenada. Aquella habitación que se habían propuesto franquear, estaba ahora más vigilada que antes.

Mientras Solís y Barranco decidían in situ cómo actuar en consecuencia al fracaso del plan y el modo de abandonar el palacio sin llamar la atención, en el piso principal del Buen Retiro se vivía una tremenda fatalidad. José de Carvajal había subido a despachar con los reyes, como acostumbraba a hacer algunas noches después de que Fernando y Bárbara hubieran cenado. Mientras departía con ellos, con su seriedad habitual, empezó a sentir mareos. Apenas advirtieron los reyes que el ministro se había quedado pálido, cuando éste se desplomó al suelo. Se avisó corriendo a los médicos de cámara que trataron de reanimarle, aún recostado en la alfombra. Carvajal estaba semiinconsciente, pero vivo. Al poco rato pareció reaccionar a las friegas que le aplicaron los doctores, y se decidió que lo mejor era trasladarle a su propia residencia para que guardara reposo.

Entretanto, Carvajal aún tuvo lucidez para pedir a uno de sus ayudantes que bajara raudo a los despachos y se asegurara de poner su documentación a buen recaudo. Quizás se sentía ya morir y temía que los documentos, si caían en manos equivocadas, pudieran desvelar los recovecos de su gestión. Mientras el ayudante de Carvajal solicitaba el aumento de la guardia en aquella zona de despachos, el rumor del colapso del secretario de Estado comenzó a circular por los pasillos, agitando los ánimos de la corte.

Tal como él mismo temía, José de Carvajal murió en su casa cuatro días después, un lunes santo de la primavera de 1754, a los cincuenta y seis años de edad. Dejaba tras de sí la estela de un hombre trabajador hasta el agotamiento físico, leal a los reyes, pero con algunas sombras de gestión que a Ensenada no le había dado tiempo a desenmascarar únicamente por unas horas de retraso.

El mismo día que había ocurrido la muerte del secretario de Estado se presentaron en el Buen Retiro sus dos más leales colaboradores: el duque de Huéscar y el conde Valdeparaíso. Encontraron a Fernando VI lloroso y preocupado, precisamente porque los documentos de Carvajal hubieran podido caer en manos poco seguras.

Ellos mismos se encargaron de entrar en aquel despacho, cerrado a cal y canto desde que el ministro sucumbiera frente a los reyes, y revisar, seleccionar y esconder los papeles más comprometedores; otros legajos fueron simplemente quemados.

Inquieta por lo que ocurría en palacio y por los rumores que ya cundían sobre el futuro ministerial de su esposo, la condesa de Valdeparaíso, que estaba libre esa jornada de servicio a la reina, tomó no obstante su carroza, y se presentó en los aposentos reales. Deseaba estar junto a Bárbara en este momento crucial para la política de la Corona, pero especialmente para su propia vida. Antes de hacer acto de presencia, los reyes ya habían ofrecido la vacante que dejaba Carvajal al conde de Valdeparaíso. Confiaban en su discreción y su buen juicio, pero el conde rehusó aceptar, por considerarse incapaz de hacer frente a las dificultades que presentaba el cargo en esos momentos tan difíciles. No rechazaba, sin embargo, la posibilidad de ponerse al frente de algún ministerio en un futuro cercano. Desconcertado, el rey se volvió hacia su mayordomo mayor, el duque de Huéscar, y le rogó que ocupara el puesto, al menos para cubrir el vacío de poder hasta que se decidiera la persona idónea para el ejercicio de secretario de Estado.

El nombre de esa persona fue de inmediato propuesto por Huéscar y Valdeparaíso. Se trataba de otro caballero leal a sus fines, afecto a su bando. Era éste el general Ricardo Wall, español de adopción e irlandés de origen, que actualmente ejercía como embajador de España en Londres. Su mera designación dejaba claro hacia qué país se iba a decantar la política internacional de España a partir de entonces.

La nueva situación de gobierno causó desazón en María Sancho Barona. Su esposo alcanzaba ahora más poder e influencia en la corte que nunca. Debería de estar satisfecha, y sin embargo era miedo lo que inundaba su alma, pavor a estar dividida entre dos bandos.

Con su esposo no compartía más que el vínculo de un frío matrimonio de conveniencia; ni siquiera habían logrado tener descendencia.

Lo tenía presente en sus pensamientos, pero su corazón, caprichoso y libre, estaba enganchado sin remedio a ese amor imposible por Francisco Barranco. ¿Y cómo explicar su relación con el marqués de la Ensenada, si no era por el mero interés, el intercambio de influencias y la atracción mutua necesaria para ser amantes? Zenón de Somodevilla era un hombre poderoso, enérgico y atractivo, pero María creía que era tiempo de poner fin a sus amoríos con el ministro, especialmente ahora que los enfrentamientos entre camarillas opuestas iban a ser más directos. De todos modos, le parecía rastrero abandonarle justo cuando muchos otros lo iban a hacer, al comprobar que el peso de un gran complot se le venía encima. Después de todo, le tenía cariño. Por otra parte, al dejarle en este mal momento, él podría incluso tomar su venganza, utilizando la relación con María para humillar en público al conde de Valdeparaíso, ahora que éste avanzaba en su carrera política y se convertía en su principal enemigo. La condesa estaba aturdida; no sabía de qué manera actuar sin causar perjuicio a nadie. Tenía miedo. Se sabía espiada y vigilada; su nombre podría figurar en cualquier papel comprometido.

El marqués de la Ensenada, por su parte, intuía que tenía los días contados en el gobierno. Carvajal siempre había sido su gran rival político, pero ahora empezaba a darse cuenta de que también era, por otro lado, el muro de contención de las intrigas. Muerto Carvajal, Ensenada se quedó en primera línea de combate frente a aquellos cortesanos que odiaban su forma carismática, orgullosa y autoritaria de ejercer el poder. Y éstos estaban dispuestos a hacer el juego a quienes, como sir Benjamin Keene, sólo buscaban la ruina militar de España. Aun así, Zenón de Somodevilla no esperaba que la conspiración contra él fuera a ser tan fulminante.

—Majestad, ¿no viene hoy el maestro Scarlatti? —preguntó la condesa de Valdeparaíso a doña Bárbara.

Había pasado más de un mes desde el repentino fallecimiento del secretario de Estado y en los aposentos regios se respiraba todavía un aire denso y triste. Contagiados por el ambiente de incertidumbre que pesaba sobre muchos protagonistas de la vida de la corte, la reina estaba apesadumbrada y Fernando VI parecía la sombra de sí mismo.

A lo largo de esas semanas, María había acompañado puntualmente a doña Bárbara todas las tardes en sus aposentos. La conversación, generalmente entretenida entre las damas, resultaba en esos días más insulsa que nunca; la meteorología diaria y los detalles de sus joyas, adornos y vestidos se habían convertido en temas recurrentes que rellenaban sin compromiso los huecos de silencio. Nadie se atrevía a manifestar lo que realmente pensaba, por miedo a la trascendencia política de cualquier comentario inoportuno.

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