Yo, el rey
La protección de Carvajal a Platón abandonó el disimulo inicial; se hizo pública y hasta motivo de orgullo. Desde la secretaría de Estado se dieron órdenes de saldar todas las deudas que el cerrajero hubiera contraído al instalarse en Madrid, conceder aumentos de sueldo a sus oficiales, darle libertad absoluta de adquisición de herramientas, facilidades para amueblar su casa recién construida junto al martinete y salvoconducto para entrar y salir, a cualquier hora, del recinto tapiado de la obra. Jean Baptiste Platón había llegado a Madrid bajo la promesa de obtener un sustento seguro para el resto de su vida, y desde luego lo había logrado. Carvajal era hombre de palabra y estaba convencido del acierto de haber traído a España a un hombre que, desde las entrañas mismas de palacio, iba a ser capaz de revolucionar la industria metalúrgica del reino. Y ello sin interferir en la complicada red de espionaje industrial en Europa que Ensenada había diseñado.
El malhumor y el desánimo hicieron presa en Francisco durante una temporada. El sonido del martillo en la fragua de su taller parecía retumbar con más rabia que nunca. La compañía de su hijo, que ya iba a cumplir los diez años, era lo único que sosegaba su ánimo. Se veía reflejado en él cuando empezó a aprender el oficio, bajo la estricta enseñanza de José de Flores. El pequeño José Barranco tenía suerte, porque su padre no pensaba ser tan estricto como fueron con él. Quería enseñarle la pasión por el oficio y las ansias de progresar, basándose en el gusto por la perfección, por el trabajo bien hecho, por el enamoramiento de la obra de arte.
A pesar de su corta edad, el niño mostraba gran interés y, sobre todo, una extraordinaria admiración por su padre. La educación del pequeño, sin embargo, había sido hasta ahora responsabilidad de Josefa. Ella había volcado en José todo su instinto de madre, ya que jamás podría verterlo sobre otro hijo. Aquel parto tan difícil fue el primero y último, puesto que el trance la había dejado para siempre estéril. Josefa seguía siendo la misma mujer cálida y dulce de su adolescencia. Amaba a su marido con igual intensidad que siempre, aunque era consciente de que había entregado su corazón a un hombre que la quería, pero en el cual no era capaz de despertar pasiones. Hacía mucho que la relación matrimonial de Francisco y Josefa se había acomodado a una tibia vida doméstica, sin complicaciones. El hogar se había convertido para el cerrajero en un remanso de paz, a veces excesiva, en medio de la vorágine profesional en la que siempre estaba metido.
Traspasó la puerta de las reales fraguas y preguntó al primer aprendiz con el que se cruzó por el responsable de las instalaciones. Sin pronunciar palabra, el chico señaló con el dedo hacia un cuartito donde tomaba asiento un hombre viejo, enfrascado en la lectura de un grueso libro de cuentas.
—Buenos días, vengo a ser contratado.
—Lo siento —contestó el administrador sin levantar la vista de sus papeles—, la fragua no necesita más personal. Ya tenemos suficientes oficiales y aprendices.
—Soy maestro cerrajero. El señor Platón me necesita.
—¿Te conoce el
mesié?
—dijo de nuevo el hombrecillo, bromeando con el tratamiento caballeresco del francés y la petulancia del cerrajero que tenía delante.
—No me conoce ni sabe que existo, pero me espera.
El administrador alzó por fin los ojos ante la tajante respuesta de ese hombre, que traía cara de pocas bromas y osaba hablarle de una manera tan irrespetuosa.
—Platón está ocupado en los ajustes del martinete, pero le avisaré de tu presencia. ¿Tu nombre?
—Félix Monsiono. Esperaré aquí a que salga.
El cuñado y rival de Francisco, en efecto, había regresado a Madrid, después de un largo destierro. Monsiono había cumplido fuera de la capital su condena, ausentándose incluso más años de lo estipulado en la sentencia. Pero durante el castigo no había perdido el tiempo. Logró instalarse en la pequeña villa de Iriepar, cercana a Guadalajara, junto a Manuela y su hijo, que a estas alturas ya era un adolescente. Desde allí, ejerciendo como artesano del hierro en la comarca y alrededores, logró sobrevivir y ahorrar para acceder a la maestría, que obtuvo con un paupérrimo nivel de calidad en la obra presentada. La falta de destreza en su mano derecha, disminuida por la amputación de un dedo desde la niñez, no le permitía trabajar bien con las herramientas más menudas, necesarias para elaborar llaves y cerraduras de cierta precisión mecánica y belleza. Su mala fama le precedía, por ende, y los dos examinadores de aquel gremio provincial no quisieron enemistarse con aquel compañero mal encarado.
Prefirieron otorgarle título de maestro y favorecer su marcha a otro lugar, donde pudiera ejercer lejos de ellos.
Durante todos esos años había estado atento, no obstante, a las noticias que llegaban de la villa y corte, referentes tanto a palacio, como al gremio de cerrajeros. No quería perder la pista a Francisco Barranco. Se había jurado a sí mismo no permitir que se saliera con la suya; vengar las afrentas aunque tuviera que esperar toda la vida. Para cobrarse esa deuda tenía infinita paciencia. Por ello, acabó enterándose, aunque tarde y a destiempo, de las muertes de Sebastián y José de Flores, así como del consiguiente ascenso de Francisco Barranco en el escalafón de artesanos auspiciados por el trono. La casualidad había procurado, además, que Jean Baptiste Platón y su mediador, el comerciante Berger, se detuvieran en una posada próxima a Guadalajara en su camino hacia Madrid. El comerciante, más indiscreto de lo debido bajo los efectos del vino, habló al posadero de la identidad de su acompañante y su próximo cometido en las reales fraguas de palacio. Y la noticia voló desde allí a todos los cerrajeros y herreros del entorno, deseosos de trasladarse a Madrid en busca de mejor sustento. La familia Monsiono recogió sus pocas pertenencias en Iriepar y se encaminó de vuelta a la capital, donde se instaló provisionalmente en una casa de muy modesta condición.
A Félix no le importó la espera hasta que Platón apareciera. Estaba aún impresionado de la magnitud de la obra del nuevo palacio real.
La última vez que puso el pie en este lugar, los escombros quemados del viejo alcázar aún humeaban. Mientras aguardaba a que el francés le recibiera, aspiró varias veces profundamente, llenando sus pulmones de ese aire con olor a carbón ardiente y hierro, que era el aroma de su existencia. Se vio trabajando de nuevo a las órdenes de un gran maestro, bajo la presión de los encargos importantes, y decidió, desde luego, que no saldría de allí sin el ofrecimiento de un salario y un cargo que encajara en su ansiado proyecto, que no consistía sino en destruir la carrera de Francisco Barranco.
La sensación de desagrado que sufrió Jean Baptiste Platón al tener delante a Félix Monsiono fue la misma que éste provocaba siempre al primer encuentro. Sus ojos penetrantes, su mandíbula desencajada, su aspecto desaliñado y la agresividad latente de su trato producían invariablemente un fuerte rechazo.
Después de las presentaciones, el maestro francés tardó poco en interesarse vivamente por lo que Félix le ofrecía. Monsiono relató la parte de su vida que podía contar, especialmente lo que a Platón le interesaba: que había sido discípulo de José de Flores, que conocía bien los entresijos del manejo del hierro en palacio y, sobre todo, que tenía relación familiar con Francisco Barranco, contra cuyos intereses estaba dispuesto a maquinar cuanto hiciera falta. Se ponía a disposición de Platón, no sólo como maestro cerrajero, sino para cualquier otro fin que le fuera recompensado. Félix salió de las reales fraguas figurando ya en la lista de contratados. Al día siguiente podría empezar a trabajar en aquellos espléndidos talleres.
Antes de abandonar el recinto de la construcción regia, Félix quiso llevar a cabo una acción, que desde su precipitada marcha había dejado pendiente. Cada día transcurrido durante su exilio se había acordado del libro manuscrito que robó en casa del maestro Flores y por el cual se peleó con los pintores al servicio de Jean Ranc, aquella fatídica noche del incendio del alcázar. A pesar del exceso de alcohol que nublaba sus sentidos en aquella ocasión, Félix recordaba haber tenido tiempo de enterrar el libro en los jardines, envuelto en un hatillo de tela, a salvo de la humedad, en el interior de una acequia por la que no corría el agua. Tuvo que escarbar tierra para levantar la tapa de aquel hueco, que luego disimuló al cerrarlo. Pensó entonces que volvería al día siguiente a rescatar el valioso ejemplar, pero el voraz incendio y las circunstancias posteriores lo hicieron imposible.
Pensaba que aún tenía la oportunidad de recuperarlo, en el caso de que nadie lo hubiera descubierto. Pero era muy difícil reconocer el lugar exacto donde escondió el volumen. Las recientes edificaciones habían cambiado por completo el terreno. En el lugar donde estaba la acequia se habían hecho zanjas y desmontes para los cimientos del palacio. Era incluso probable que en el curso de las obras alguien hubiera dado por casualidad con el libro. Quizás estuviera guardado, Dios sabe dónde, o simplemente ya destruido.
Esta vez la celebración era en la casa de Miguel de Goyeneche. El rey Fernando VI acababa de inaugurar una de las más brillantes realizaciones de su reinado. La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando era formalmente constituida bajo su patronazgo, tras varias décadas de proyectos y juntas preparatorias. La institución, a imagen y semejanza de otras europeas, nacía para ser el lugar de formación de los artistas dedicados a las tres nobles artes: pintura, escultura y arquitectura. Goyeneche, que, aparte de hombre de negocios, era un genio cultivado, llevaba años comprometido con la idea de la academia. En agradecimiento a ello, el rey le nombraba ahora primer consiliario de la misma, un cargo lucido y relevante, que incrementaba aún más su prestigio social. Antonia de Indaburu, su esposa, se había encargado de que los salones de la casa lucieran esa noche más espléndidos que nunca para celebrar este acontecimiento que añadía brillo al apellido familiar. Lo más granado de la corte se daba de nuevo cita en un banquete donde la mayor diversión era ver y ser visto, enfundado cada cual en sus mejores galas: vestidos y casacas de sedas floreadas, encajes por doquier, pelucas empolvadas, diamantes hasta en los botones y extravagantes joyas.
El maestro cerrajero Francisco Barranco era, en las fiestas de Ensenada y Goyeneche, ese invitado de diferente condición social que ofrecía interés y variedad al evento, parecido en todo lo demás a cualquier otro celebrado en las casas señoriales de la villa y corte.
En esta ocasión, Pedro Castro figuraba también entre los invitados, junto al empresario Luis de Rubielos y su amada Joyela, bien consolidada como diva de la ópera. El marqués de la Ensenada y los condes de Valdeparaíso tampoco iban a faltar en esta cita.
La fundación de la Academia de Bellas Artes había despertado en Francisco algunas ideas novedosas y a priori descabelladas. En su desesperación por la pérdida de la responsabilidad como director de reales fraguas, pensaba más que nunca en el futuro de su hijo. Aunque siguiera su oficio como artesano del hierro, deseaba que tuviera desde el principio cierta formación como artista. El aprendizaje del dibujo, de las reglas del diseño, de las proporciones, las formas y el cálculo matemático le parecía imprescindible. Después de saludar con discreción a sus conocidos, se acercó a Goyeneche y se atrevió a plantearle esas sugerencias.
—Ahora que la academia es una realidad, don Miguel, deberían considerar abrir sus puertas a todo aquel que desee tener educación artística, aunque no vaya a dedicarse a las nobles artes.
—¿Estás proponiendo que los artesanos puedan acceder a estudiar en esta noble institución? —preguntó asombrado Goyeneche.
—Eso mismo. Por desgracia, los artesanos no tienen ningún otro lugar donde aprender los fundamentos del arte. Y sin esas enseñanzas, es difícil que progresen y que añadan a sus oficios cualidades estéticas. Es más, creo que debería ser obligatorio desde temprana edad, cuando se inician como aprendices —sugirió Francisco.
—La instrucción en la academia será costosa, estricta y difícil.
¿Crees que habrá muchos maestros cerrajeros que deseen emplear las horas de trabajo de sus hijos o aprendices en que aprendan dibujo?
—Por lo menos, de momento, hay uno. Se llama Francisco Barranco —dijo con solemnidad el cerrajero—. Y desea fervientemente que su hijo, José Barranco y Flores, entre en la academia.
—Me dejas impresionado, Barranco. La junta de la academia no ha previsto hasta ahora una idea tan novedosa. Pero, ¿sabes?, me gusta tu propuesta y la forma decidida en que la expones. Haces que parezca razonable. Es más, te aseguro que haré lo posible por recomendar la admisión de tu hijo en la clase de dibujo. Si tiene talento para ello y le aceptan, será toda una novedad.
Francisco no tenía la menor duda de que así sería: Goyeneche cumpliría su ofrecimiento, como siempre solía hacer. Por su parte, cruzaría los dedos para que su pequeño José Barranco fuera admitido en la academia; estaba seguro de que inteligencia y motivación para aprender no le iban a faltar, a pesar de su corta edad.
El marqués de la Ensenada se movía ufano entre los invitados, tratando de evitar un encuentro con el conde de Valdeparaíso que le obligara a un ejercicio de disimulo con respecto a la relación que le unía a su esposa. La marquesa de la Torrecilla, la amante oficial del ministro, seguía en cambio al marqués muy de cerca, empeñada en que éste no perdiera el interés por sus favores.
—Espléndido banquete, Miguel, y espléndido su motivo —felicitó Ensenada a Goyeneche en un apartado del salón.
—Gracias, Zenón. Como buen amigo, te admito el cumplido.
—He sabido que tus negocios editoriales van viento en popa.
—Ojalá fuera como dices. No es para tanto, te lo aseguro.
—Sabrás que en estos días se acaba de fundar un nuevo periódico, con un contenido exclusivamente económico.
Los Discursos Mercuriales,
se titula. ¿Le auguras buen futuro? —preguntó Ensenada.
—La publicación de periódicos está tomando su auge. No lo puedo negar. Creo que está surgiendo una burguesía ávida de noticias sobre agricultura, economía y comercio. Habrá que admitir que el fomento de las industrias que vuestro gobierno proporciona ha aumentado el interés del pueblo llano por esas cuestiones. Y la prensa desde luego es un medio barato y fácil de ofrecer conocimientos a los súbditos, tú bien lo sabes…