Por más esfuerzos que hizo, Teresa no pudo evitar el contratiempo.
El conde escuchó la discusión entre el chico y la doncella y se acercó a interesarse. Cuando vio el extraño carácter del pedido que su esposa había hecho al boticario, montó en cólera. Pagó sin rechistar la factura y él mismo se hizo cargo de las sustancias, que guardó en la biblioteca esperando a que María regresara y le diera una explicación convincente.
La doncella se dio cuenta de la delicada situación que se avecinaba para su señora y quiso ayudarla, acudiendo con desesperación a la única persona que sabía la verdad de todo aquello: Francisco Barranco. Teresa corrió a casa del cerrajero, y ante el asombro de Josefa, que aún recordaba a aquella mujer como la causante de algunas desavenencias con su marido en el pasado, le rogó que la acompañara para un asunto de vital importancia. Cuando estuvieron ya en la calle, donde Josefa ya no podía escucharles, Francisco empezó a indagar los porqués de esta urgencia.
—Te lo contaré según vamos andando hacia casa de los condes —empezó a hablar Teresa, con la respiración entrecortada por las prisas de paso que llevaban—. Pero a medida que lo oigas, debes ir pensando rápido en una solución convincente. No tenemos mucho tiempo, y si a mi señora le ocurre algo por este torpe error, prefiero morirme…
—¿Pero qué ha pasado…? —preguntó Francisco, preocupado e intrigado a la vez.
Un rato después, Francisco llamaba a la puerta principal de los condes de Valdeparaíso, muy serio y circunspecto. Traía entre las manos otro cajón de madera, procedente de la misma botica. La doncella, que había salido y entrado por la zona trasera sin que el conde notara su ausencia, se adelantó de nuevo a abrir al visitante. El cerrajero preguntó esta vez por el señor de la casa y, avisado por la doncella, don Juan salió a la puerta incomodado por el trasiego de visitas.
—Perdonad la molestia, señor conde —simuló—. Creo que me recordaréis. Soy Francisco Barranco, el cerrajero de palacio. Vengo de la botica de la calle Mayor y acabo de enterarme de que un ayudante de don Bartolomé ha confundido un pedido. Ha depositado aquí lo que son sustancias para el tratamiento del hierro en mi fragua, y en cambio me ha dejado este cajón de esencias de lavanda, que al parecer le pidió la condesa.
El conde observó a Francisco con extrañeza, como si estuviera analizando la veracidad de la historia. Estaba demasiado enfrascado en el orden de sus documentos, en verdad, como para dedicar más tiempo a un cajón de lavanda, así que decidió poner fin al asunto sin mayores consecuencias.
—Si le parece al señor conde, puesto que cada uno hemos pagado una factura equivocada, y la de mis sustancias es más elevada que la de esencias perfumadas, yo le entrego en este momento los reales de diferencia y me llevo mi pedido —dijo Francisco, sacando de su bolsillo unas monedas, al tiempo que Teresa, diligente, le facilitaba el cambio de cajones de botica.
Cuando María Sancho Barona regresó a su casa esa tarde, la doncella le relató los detalles de lo sucedido. Por suerte, su pedido de sustancias alquímicas había pasado inadvertido para su esposo, que ya consideraba el trueque de cajones de botica como una estúpida anécdota que le había robado demasiado tiempo esa mañana.
—El error ha sido mío, Teresa —confesó compungida la condesa, mientras la doncella procedía a peinar su cabello frente al tocador—. Le dije al boticario que lo enviara hoy a casa, pensando que esta mañana los planes iban a ser diferentes. La corte anda tan desconcertada, que se hace imposible anticipar acontecimientos. No debí arriesgar de ese modo, pero echo tanto de menos mis ratos de aprendizaje en el laboratorio…
—Francisco se ha portado como un caballero, señora —dijo Teresa—. Os ha sacado del problema con inteligencia y sin condiciones. Si vierais el gesto que me dedicó su mujer cuando aparecí por su casa…
—¿De veras? —inquirió curiosa la condesa.
—Sí. La verdad es que Francisco también ha arriesgado mucho en este asunto —añadió Teresa—. Quizás me meta donde no me llaman, pero creo que ese hombre merece al menos vuestro agradecimiento.
—Déjame pensar, Teresa… Estoy cansada en este momento —contestó María, que, con la mirada fija en la imagen que de su rostro le devolvía el espejo, no pudo quitar de su mente, siempre despierta a los sentimientos, el recuerdo intenso y tierno de los besos que había recibido del cerrajero.
Aquel sitio no era lugar para fiestas, sino para el recogimiento espiritual y el reposo del cuerpo, tal como doña Bárbara necesitaba en ese momento. El monasterio de El Escorial abría sus puertas a los reyes, después de unos meses de agotadora actividad política pasados en la villa y corte.
El cambio de gobierno exigió reajustes en todos los detalles imaginables. Al ministro fallecido y al desahuciado, así como a todos sus colaboradores, se les recogieron las llaves de gentilhombre y de acceso a los despachos. Era una cuestión primordial en la seguridad de palacio. Bárbara y Fernando, turbados por la inquietud de las intrigas que se urdían a sus espaldas, reclamaron igualmente un cambio de cerraduras en todos sus aposentos. De ahí que Francisco formara también parte del cortejo que marchó hacia El Escorial a principios del otoño. Iba a ejercer esos días el trabajo habitual de su oficio, como cuando era oficial en el taller de Flores.
Miguel de Goyeneche se había sumado igualmente al viaje, junto a su esposa, Antonia de Indaburu, instalándose en las casas disponibles para los cortesanos en el entorno del monumental edificio regio. Perdida la relación de favoritismo con el gobierno que le facilitó su amistad con Ensenada, el financiero pretendía establecer vínculos con los nuevos miembros del gobierno. Por desgracia, la supervivencia de fábricas y negocios dependía en gran parte de los privilegios que uno era capaz de asegurarse por mediación de ministros y hasta de los reyes. Goyeneche no podía permitirse el lujo de prescindir de las amistades en la corte.
A pesar de su construcción esquemática y racional, la grandiosidad del conjunto, la sucesión de patios, galerías, subterráneos y escaleras convertía a El Escorial en un laberinto matemático, en el que era tan fácil perderse como encontrarse con personas, deseadas o indeseadas, en cualquier punto insospechado del edificio.
Desde las habitaciones destinadas a la servidumbre, Francisco se movía con relativa libertad por los pasillos. Debido a sus muchos años como cerrajero de palacio, era un hombre conocido en el entramado de la casa real, dentro del cual gozaba de un bien merecido prestigio. Sus buenas palabras y atractivo personal le habían hecho, igualmente, muy querido entre los criados de cualquier rango. Después de toda una vida practicando el mismo oficio en la corte, era lógico que surgieran amistades y afectos.
Tras una mañana de arduo trabajo, Francisco se encaminaba a almorzar temprano en el modesto comedor de la servidumbre, cuando al transitar por una galería escuchó las notas atronadoras del gran órgano de la iglesia del monasterio. Eran las doce, y el maestro organista estaba ensayando sus partituras. A pesar de las múltiples veces que había venido a lo largo de su vida a ese real sitio, jamás había oído tocar ese grandioso instrumento. El sonido celestial de la música, retumbando sobre las altísimas bóvedas, le sobrecogió el alma. Su devoción religiosa, auténtica pero siempre escasa, le incitó a entrar en el recinto religioso. La inmensidad del espacio interior le hizo sentirse insignificante, como si Dios en persona estuviera recordando allí a cada fiel la fugacidad del ser humano.
La iglesia estaba en penumbra. Aunque una tenue luz cenital se deslizaba por la nave central, iluminada igualmente por el cálido fulgor de las velas, que constantemente ardían en el altar mayor y junto a las imponentes estatuas orantes del emperador Carlos V y su hijo Felipe II, acompañados de sus esposas, que flanqueaban el altar mayor con impresionante realismo.
Le extrañó ver a una persona rezando frente al altar, arrodillada en un reclinatorio. Era una dama. Se fijó en ella y de inmediato la reconoció por su físico y un vestido que ya le había visto en otras veces anteriores: era la condesa de Valdeparaíso, que con las manos tapándose la cara, parecía ensimismada en sus plegarias.
Contemplarla en esa actitud suplicatoria ante Dios impresionaba.
Transmitía soledad, preocupación y profunda necesidad de ser escuchada, aunque fuera sólo por el Altísimo.
Al oír unos pasos tras de sí, María se sobresaltó. Últimamente le agitaba cualquier cosa. Volvió su rostro hacia el fondo de la nave para comprobar quién se le acercaba. Sus ojos reflejaron al instante la alegría de la inesperada sorpresa. Quedó asombrada de encontrar allí a Francisco, que no dudó en avanzar hasta ella. Sin cruzar más que las miradas, el cerrajero se arrodilló en otro reclinatorio contiguo. Movido por esa espiritualidad dormida en su interior, juntó sus manos para hablar con Dios, cerró los párpados y dejó que la atronadora música del órgano le invadiera. María decidió imitarle, y juntos rezaron durante un momento. Sólo ellos, en su conciencia, sabían por lo que estaban rogando y estaban seguros de que pedían al cielo lo mismo. Pasó así un rato, que a Francisco le pareció eterno, hasta que notó que la condesa le tocaba con suavidad en el brazo.
—Francisco… —dijo ella en un susurro—, quería darte las gracias por tu intervención del otro día. Hubiera sido un desastre para mi vida, si mi esposo llega a enterarse de mi actividad oculta con la alquimia…
—No debéis agradecerme nada… lo hice porque así me lo dictó el corazón —contestó Francisco, que movido por un impulso interior, se atrevió a tomar la mano a la condesa. Le pareció que la tenía fría y la cogió entre las suyas para darle calor. Después, cedió al deseo que le abrasaba el corazón y se atrevió a besar con galante dulzura cada uno de los delicados dedos.
La emoción del momento apenas les dejaba hablar. Las mejillas de María, a pesar de su experiencia en amores, se habían ruborizado. No esperaba que Francisco se atreviera de nuevo a intentar manifestarle sus sentimientos. El cerrajero era consciente del sufrimiento que María estaría padeciendo por su vinculación personal a los últimos acontecimientos de la corte. Quería transmitirle de inmediato su ternura y comprensión. Sonriente y confiado, le acarició la mejilla y le posó el índice en la comisura de los labios para hacerla a su vez sonreír. Les parecía ya que estaban solos en el mundo y no les importaba que el músico, que seguía tocando el monumental órgano, pudiera verles.
Con la mano que tenía libre, María sacó del bajo de su corpiño la llave de maestría de Francisco, que llevaba siempre prendida de una cinta y un broche. Necesitó entonces hablar y lo hizo en susurros:
—La llevo siempre conmigo… significa mucho para mí y creo que, como tú, tiene voluntad de protegerme —dijo la dama, mientras las pupilas se le inundaban de lágrimas—. ¿Sabes, Francisco?
No soy feliz. Siento que vivo varias vidas en una. Mi vida pública, junto a la reina, junto a mi esposo; mi vida íntima, con esos amantes que me vacían el alma; mi vida oculta, en el laboratorio de alquimia.
Y luego… estás tú. No sé cuál de ellas es la auténtica y a cuál pertenezco…
—María… —dijo Francisco—. Por desgracia hay muchas cosas establecidas en nuestra existencia que nos separan, pero no pueden evitar que nos atrape irremediablemente un mismo sentimiento común. Sabéis que os amo desde el primer día que os contemplé en aquel teatro. Siempre ha sido así y siempre será, hasta que me muera.
—Lo sé… —susurró María, emocionada.
—Hubiera querido nacer en otra cuna, o haber progresado a otro estatus, para poder amaros en cuerpo y alma, como merecéis.
Ninguno de esos caballeros que forman parte de vuestra vida ha valorado vuestro amor, vuestra persona, en toda su grandeza. Sé que para mí, la existencia junto a vos es algo inalcanzable, al menos en esta vida. Y creo que jamás acabaré de asimilarlo ni aceptarlo. Sólo sé que desearía teneros a mi lado… para haceros feliz.
La condesa permanecía en silencio, sobrecogida por las palabras de Francisco, luchando por contener las lágrimas, que eran símbolo de su opresión interior por no poder dar rienda suelta a sus verdaderos sentimientos hacia el hombre que con más autenticidad había querido nunca.
—Ignoro qué será de nuestras vidas —prosiguió Francisco—, pero aunque no podamos estar juntos, y aun cuando yo muriera antes, velaré siempre por vos. No puedo soportar que sufráis…
El cerrajero sacó de su bolsillo un pañuelo de lino, que entregó a la condesa para que se enjugara las lágrimas.
—María, os amo. Simple y sencillamente, os amo.
—Y yo te amo a ti, Francisco —fue capaz de reconocer por fin, liberándose de la angustia que le oprimía el pecho.
Se alzaron de los reclinatorios y se estrecharon en un abrazo, al que siguió un beso, tierno y apasionado; un gesto que siempre parecía en ellos la confirmación de un doloroso adiós, porque ambos tenían la certeza de que jamás podrían vivir libremente ese amor que los ataba.
La mirada de la condesa pareció iluminada de repente por una idea fugaz. Con indudable excitación, desabrochó de su corpiño la cinta que llevaba colgada la llave de maestría del cerrajero. Sin dar explicaciones, puso su mano derecha encima de la mano izquierda de Francisco y las ató juntas, dejando la llave colgando entre ellos.
Francisco entendió el simbolismo de aquella hermosa acción. No podía estar más de acuerdo ni haberlo deseado con mayor intensidad.