La reina, que permanecía como ida mirando a través de la ventana, no había contestado a la pregunta de la condesa, que volvió a insistir:
—Majestad, ¿no pensáis tocar hoy el clavicordio? La marquesa de Aitona os ha dejado encima de la mesa una carpeta con las sonatas —dijo, refiriéndose a Rosa María Castro, la camarera mayor—. Ha tenido que subir a las buhardillas de las criadas a poner orden en ciertas cosas, pero me insistió en que os recordara la hora de vuestras lecciones con el maestro Scarlatti.
—Aprecio tus buenas intenciones, María —contestó la reina—, pero he mandado recado a Domenico de que no venga en unos días. No tengo ánimo ni para lo que más amo en mi existencia: la música. He de reconocer que no me encuentro bien, ni de salud ni de espíritu.
—No debéis ceder al desánimo, majestad. Todos sentimos en este momento lo mismo, pero vuestra majestad es un referente de la corte.
Siempre habéis hecho gala de una admirable energía y serenidad.
—Sí, tienes razón. Pero presiento que la buena obra de nuestro gobierno va a deshacerse como un azucarillo. Hay mucha gente que aprecio en mi entorno y que veo en serio riesgo, pero no puedo hacer nada por ellos.
—¿Quiénes son esas personas, majestad? —preguntó la condesa.
—El primero, Ensenada; le he tenido siempre la más alta estima, pero su carácter prepotente le puede. Creí que iba a ser más comedido. Su connivencia con el embajador Duras y la corte francesa es excesiva, como también lo es su afán industrializador, a costa del rearme de la Armada, y su rápido enriquecimiento.
—Pero… no hay que olvidar que su principal objetivo ha sido siempre recuperar la grandeza de España frente a otras potencias que nos aplastan.
—Tienes razón, y es loable, pero no con esas prisas y esos métodos… Además, no deberías defenderle, María… tú también estás en riesgo —dijo con afecto la reina—. Sabes lo mucho que te aprecio.
Dios me libre de entrometerme en tu vida sentimental, pero creo que ahora debes estar del lado de tu esposo. El rey valora mucho sus consejos, y el conde es quien ha recomendado a Ricardo Wall como secretario de Estado.
—¿Os convence el nombramiento de Wall?
—No. Si te soy sincera, el irlandés no me inspira confianza; no me agrada como persona. Pero conoces mi inclinación hacia Inglaterra; la llevo en mi sangre portuguesa…
—Dicen que el embajador Keene ha gastado más de doscientas mil libras esterlinas en sobornos en la corte, entre vuestros más íntimos, para convencer al rey y a vos de la necesidad de una alianza con Inglaterra. Se habla incluso de Farinelli…
—Si ha utilizado el dinero para eso, lo ha malgastado. A mí no necesitan convencerme. Quizás lo haya empleado con más eficacia en promover el complot contra Ensenada, y auguro que ahí Keene va a tener éxito…, para desgracia de esta corte, puesto que los complots políticos de esta envergadura no convienen a ningún reinado.
Bárbara de Braganza estaba en lo cierto, aunque ella misma, presionada por las circunstancias, era la desertora más importante del apoyo al marqués de la Ensenada en el gobierno.
El flamante secretario de Estado, Ricardo Wall, llegó a Madrid semanas después para asumir su responsabilidad en este cargo. De inmediato, su principal misión, azuzado por Huéscar, Valdeparaíso y el embajador británico, fue acusar a Ensenada de corrupción, malversación, exceso de lujos y enriquecimiento ilícito; de estar tramando a escondidas con la desterrada Isabel de Farnesio el regreso de su hijo Carlos como futuro rey de España y, sobre todo, de maquinar a espaldas del rey el estallido de una guerra contra Inglaterra en las colonias de Honduras, para precipitar así la alianza que el ministro ansiaba con Francia. Ante tamañas acusaciones, aunque sin pruebas, los reyes no tuvieron más opción que retirarle su favor y dejarle a merced de los conspiradores.
Era un caluroso día del mes de julio de 1754, cuando Ensenada acudió al palacio del Buen Retiro, tal como solía hacer habitualmente.
Tocaba despachar personalmente con Fernando VI y así solicitó hacerlo al mayordomo mayor, el duque de Huéscar. Pero se le negó ver al rey por la mañana, puesto que su majestad marchaba de caza a El Pardo y no quería disgustos ni contrariedades. Le dijeron simplemente, con una descortesía poco habitual, que esperara en la antesala de los aposentos regios hasta que el soberano regresara, cosa que no ocurrió hasta las nueve de la noche. Y aun entonces se ordenó a Ensenada retirarse sin haber conseguido audiencia, puesto que el rey había llegado muy cansado.
Ante la escenificación de esos desprecios, Zenón de Somodevilla entendió que había llegado su hora, máxime cuando un confidente en palacio le informó de que esa misma noche, después de la cena, el rey había emplazado a Wall, Valdeparaíso y Huéscar a una reunión con carácter inmediato.
El ministro subió en su carroza y marchó veloz hacia su casa.
Descendió en la puerta, pero dio órdenes al cochero de seguir camino hasta la fragua del cerrajero Francisco Barranco, recogerle y traerle de vuelta con urgencia.
En el hogar de los Barranco Flores, estaban a punto de extinguirse las velas que iluminaban la estancia principal, señal de que llegaba la hora de retirarse a la cama. Francisco había estado observando junto a su hijo algunos delicados dibujos de ornamentos que éste había realizado en la academia. Se sentía orgulloso de sus progresos. Se escuchó de repente el ruido de la carroza detenerse ante la casa, seguido del fuerte golpeo en la puerta. Al abrir, Francisco se topó con el apresurado requerimiento que le hacía el cochero de Ensenada de subir a la carroza y acompañarle. No lo dudó un segundo, consciente de que algo grave pasaba.
Al llegar a la casa del ministro, se encontró en su interior un contenido nerviosismo. Los criados habían recibido órdenes de esconder en sacos cuantos objetos y enseres de plata y bronce estuvieran a la vista. Desconcertado por el ir y venir de los servidores, que no reparaban en su presencia, Francisco decidió buscar por sí mismo al ministro. Lo encontró en la biblioteca, junto al secretario Solís, que parecía demudado. Ambos estaban de pie, frente a un armario abierto, que se encontraba oculto detrás de unas estanterías de libros. Sin perder tiempo más que para revisar por encima el carácter de los documentos, el ministro y Solís introducían también en sacos de tela multitud de papeles que se guardaban en su interior.
—¡Barranco! —exclamó Ensenada con energía al verle entrar en la biblioteca—. No te asombres por lo que ves y simplemente… colabora. Todas las manos son pocas.
—Señor… —balbuceó Francisco, esperando una explicación a lo que estaba ocurriendo.
—Creo que mi cese es inminente. No tardarán en venir a buscarme. Es imprescindible retirar papeles comprometidos, que en manos de mis enemigos pueden llevarme hasta el patíbulo.
—¿En qué puedo ayudar?
—Te he hecho llamar por varias razones. Primera, porque tu nombre puede aparecer entre estos documentos. En cierto modo, estás implicado conmigo; quería que lo supieras. En segundo lugar, porque me puedes ser útil. No eres un político ni medras ostensiblemente en la corte. Nadie reparará en ti, de momento, así que quiero que seas tú quien escondas todos estos papeles. Se me ocurre que incluso puedes quemarlos en tus hornos. Nadie se extrañará de ver fuego en la fragua en pleno mes de julio. Si yo hago lo propio en mis chimeneas, de inmediato sabrán que estoy quemando dosieres y se darán más prisa en prenderme.
—Estoy a vuestra total disposición, señor marqués, ya lo sabéis —contestó con lealtad y preocupación Francisco.
Sin mediar palabra, el cerrajero colaboró en la tarea de inspeccionar y guardar papeles en los sacos. Cuando el enigmático armario de la biblioteca estuvo vacío, ayudó a colocar los libros, que con las prisas habían caído desde las estanterías y estaban desparramados por el suelo. Cargó todo el material en la carroza, que se situó por la parte trasera de la residencia del ministro, y le llevaron de regreso a su casa, esta vez al paso tranquilo de los caballos, para no llamar la atención ni despertar al vecindario con el sonido de un agitado trote.
Llegó a su casa justo cuando el reloj del palomar de Luis de Rubielos tocaba las doce. Francisco pasó varias horas quemando papeles en la fragua. Por suerte, habían quedado ascuas encendidas de cierto trabajo de rejería que había terminado esa tarde. No quiso siquiera posar su vista ni leer lo que contenían las anotaciones. Con el corazón en un puño, pensó que era mejor deshacerse de esa peligrosa carga cuanto antes.
Mientras tanto, pasada la medianoche, treinta guardias a las órdenes de Ricardo Wall, encabezados por el marqués de Sarriá, hermano del difunto Carvajal, se presentaron en casa de Ensenada. Le leyeron la orden de arresto y no le dieron opción más que a ponerse su casaca y la peluca. Su caída resultaba más cruel de lo que esperaba; se imaginaba la destitución, pero no acaba de creer que fueran a detenerle como un reo. Le subieron a una diligencia de viaje, que arrancó con destino directo hacia Granada, donde iba a quedar prisionero en la cárcel. De igual modo, un tropel semejante de guardias se presentó en casa del duque de Duras. Le anunciaron su arresto domiciliario y su incomunicación, durante los próximos siete días, para que no pudiera escribir a Francia relatando lo que estaba ocurriendo.
Duras había tenido gran culpa en el cese fulminante de Ensenada.
Su indiscreta información a Versalles sobre los éxitos del ministro en el refuerzo militar de España alarmó en Londres de tal modo, que desde allí se diseñó la estrategia del complot y el golpe político para derribarle.
Las pertenencias y documentos de Zenón de Somodevilla fueron de inmediato requisadas. Un miembro del Consejo de Castilla se encargó de buscar en su casa papeles y sellar todos los muebles que tuvieran cajones, hasta que fueran concienzudamente revisados.
Wall estaba empeñado en encontrar pruebas documentales con las que acusar a Ensenada de una manera irrefutable. De no ser así, temía que el rey se arrepintiera del injusto trato a su antiguo ministro y decidiera restaurarle en el cargo. De igual forma, se requisaron documentos y pertenencias a varios de sus más cercanos colaboradores, pero el hallazgo de indicios incriminatorios fue un total fracaso.
Y junto a la detención de Ensenada, se produjeron en cascada, en las semanas siguientes, el arresto de sus más importantes «hechuras», entre ellas el empresario Juan Fernández de Isla, que fue vilmente acusado de estafa y fraude. El embargo y la ruina de las ferrerías de su pertenencia fue la consecuencia inmediata y más directa de este trato injusto.
Por el contrario, a los pocos días del descalabro, el conde de Valdeparaíso fue nombrado nuevo ministro de Hacienda, un cargo al cual quiso sumar el rey el de secretario de la reina Bárbara de Braganza.
La buena fortuna había salvado a Miguel de Goyeneche y a Francisco Barranco de la purga de personas afines al marqués de la Ensenada. Ni un solo papel podía demostrar su vinculación, más allá de la mera amistad del caballero o el cumplimiento de su servicio por parte del artesano.
La vida cambió mucho y bruscamente para la condesa de Valdeparaíso. La repentina detención y destierro de Ensenada, su amante aunque a veces le pesara reconocerlo, y la vinculación directa de su esposo con estos acontecimientos la dejó desconcertada. Temía que en cualquier momento saliera a la luz su relación con el ministro defenestrado. Estaba intranquila. Apenas dormía por las noches y se levantaba muchos días sobresaltada por las pesadillas.
Las obligaciones de gobierno del conde y su presencia continuada en Madrid y en la corte, siempre cerca de ella, le impedían asimismo acceder a su recóndito laboratorio de alquimia. Para no levantar sospechas sobre la existencia de este cuartito escondido en la parte posterior del solar, María entretenía a su marido lo más posible cuando éste regresaba a casa, evitando que transitara libremente por aquel patio. El humor del conde era cada vez más agrio desde que se ocupaba del Ministerio de Hacienda y la fría relación matrimonial suponía a veces un suplicio para una mujer sensible y sentimental como ella. Las horas que la condesa pasaba entre aparatos de destilación y experimentos habían sido siempre un bálsamo para su alma. Si no podía hacerlo, tal como le impedían las circunstancias, se sentía marchitar como una flor mustia. Por ello, después de algunas semanas de abstinencia alquímica, la condesa volvió a utilizar los subterfugios y el disimulo para poder disfrutar a ratos de esta afición que llenaba su vida.
En la soledad de esta estancia, y ahora que se sentía insatisfecha y agobiada por los graves asuntos políticos de la corte, pensaba en Francisco Barranco más que nunca en los últimos meses. Anhelaba la confianza y la sencillez con que podía contarle las cosas, así como esa especial habilidad que tenía él para entender el sufrimiento de su alma. Francisco sabía ver su estado de ánimo con sólo mirarle a los ojos. María hubiera deseado en estos momentos desprenderse de la vida frívola y de artificio en la corte, quizás poner tierra por medio y marcharse a sus posesiones de La Mancha, donde el paisaje se correspondía a la llaneza y afabilidad del modo de vida. Quería dejar atrás las odiosas intrigas, que tanta inquietud le procuraban.
No obstante, nada de todo eso podía hacer.
Estaba la corte a punto de marchar para una breve temporada en el real sitio de El Escorial. Las órdenes de organizar la partida se habían dado con escaso tiempo de antelación. Hacía unos días que había llegado a Madrid la luctuosa noticia de la muerte en Lisboa de Mariana de Austria, reina viuda de Portugal y madre de doña Bárbara, y la triste novedad había afectado negativamente su salud. La urgente necesidad de un cambio de aires que aliviaran los ahogos de la reina, que vestiría luto por su madre durante los próximos seis meses, había impuesto este imprevisto traslado.
En la mañana previa al viaje cortesano, un muchacho se presentó en casa de los Valdeparaíso. Preguntó por la condesa, pero estaba ausente, acompañando a doña Bárbara a rezar con las monjas del convento de las Descalzas Reales. El chico, atendido por la doncella Teresa, traía un cajón de madera entre las manos, repleto de botes y saquitos con extraños productos de laboratorio; venía de parte del boticario don Bartolomé e insistía mucho y muy torpemente en que debía cobrar la factura. Teresa quiso espabilarle y convencerle de que regresara otro día, antes de que el conde, que casualmente permanecía aquel día en casa ordenando documentos, llegara a enterarse.