El cerrajero del rey (57 page)

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

Tal como Bárbara de Braganza había leído en la escasa documentación que pasaba por sus manos, Francisco Barranco iba a colaborar en la remodelación de los aposentos que esta pareja real, Felipe y Luisa Isabel, iba a ocupar en el Buen Retiro durante su corta estancia en España. Francisco estaba exultante, pues aunque pasaba horas trabajando en las fraguas hasta la extenuación, sólo veía en ello la posibilidad de progresar y aprender de otros artistas experimentados. Le gustaban los encargos que venían del jovial Giacomo Bonavía. Su trato con él resultaba siempre estimulante y enriquecedor. Y este cometido de elaborar rejas, balcones y nuevas cerraduras para los cuartos de los duques de Parma, tenía su sello. Bajo la dirección de Bonavía, Francisco iba a formar parte en esta obra de un equipo de maestros de todos los oficios, en los cuales habían calado las consignas del artista italiano: buen hacer y belleza artística.

En este momento de cambios y oportunidades, cualquier compromiso cumplido, cualquier movimiento personal realizado con inteligencia, podía servir para procurarse un ascenso en la corte. Elegir las correctas amistades, los adecuados contactos y colaboradores era de vital importancia. Francisco era consciente del valor de este juego sutil de relaciones humanas, presente a todas horas en cualquier recinto de palacio. Por ello, desde que vio merodear por las obras del Buen Retiro al flamante marqués de la Ensenada, su obsesión principal fue procurar con él un encuentro, llamar su atención para que le reconociera como aquel joven cerrajero que estuvo presente años atrás en la tertulia en casa de Miguel de Goyeneche.

Ensenada, como secretario del infante Felipe, revisaba con frecuencia la buena marcha de la remodelación de sus aposentos. Fue en una de esas ocasiones cuando Francisco se atrevió a abordarle en una galería del Buen Retiro. Se presentó formalmente y le refrescó la memoria sobre su primer y lejano encuentro.

—Sí… Recuerdo bien aquella tertulia. Recientemente he vuelto a ver a la condesa de Valdeparaíso, que también formó parte de ella.

—Así es, señor. Todos lo recordamos… —apostilló Francisco.

—Ha pasado mucho tiempo y algunas cosas han cambiado sustancialmente. Ella, claro está, ha mejorado lo que ya era difícil de mejorar. Todos los demás hemos aumentado en edad y algunos, además, en cargos y ambiciones. Y ahora eres tú el cerrajero de cámara, ¿no es eso? —preguntó Zenón de Somodevilla, apreciando el refinado trabajo que Francisco realizaba sobre una cerradura.

—Sí, señor. Entonces era sólo un oficial inexperto, con ganas de aprender. Después logré la maestría, la promesa de la futura plaza de cerrajero de palacio y últimamente la dirección de las nuevas reales fraguas.

—Veo que no has desaprovechado el tiempo. Eres, sin duda, uno de esos a los que me refería, que han cambiado sustancialmente.

—No puedo quejarme. Gracias a Dios, puedo estar orgulloso de mi trabajo y mis responsabilidades. Con Bonavía, por otra parte, tengo buen entendimiento artístico y a él debo interesantes encargos —añadió ufano el cerrajero.

—Bonavía es un artista brillante, no se puede negar. —Ensenada se quedó pensativo unos segundos—. Por cierto, Barranco,

¿qué fue de aquel proyecto industrial sobre el acero que animó aquella tertulia? ¿No estaba Goyeneche tan interesado en ello? ¿No eras tú el ayudante de ese Sebastián de Flores en los experimentos que iba a realizar?

Francisco sopesó durante un momento su contestación. Le pareció raro que quisiera informarse a través de él, y no directamente de su antiguo amigo Goyeneche. Quizás sabía más de lo que aparentaba y buscaba contrastar pareceres. Fue cauto en su respuesta, pero dio a entender con claridad que la idea seguía vigente, a la espera de conseguir apoyos precisos de la Corona que permitieran desarrollar investigaciones y obtener monopolios.

—Interesante lo que cuentas, Barranco. No estaría de más relanzar el proyecto… —concluyó Ensenada, murmurando para adentro—. Ese astuto Goyeneche y yo debemos retomar nuestra amistad. Podríamos tener grandes intereses comunes.

La mención de Sebastián de Flores resultó extrañamente premonitoria. Hacía un tiempo que Francisco sólo sabía de él a través de su mutua relación con Giacomo Bonavía. Sebastián andaba intensamente ocupado en la realización de aquellas puertas-rejas que el italiano había diseñado para los jardines del palacio de Aranjuez, y que el maestro se había empeñado en concluir, a pesar de los ruegos de Josefa para que cediera el encargo a José de Flores. Según comentaba Bonavía, esas piezas estaban quedando bellísimas. Las había revisado en el taller de Sebastián varias veces. Francisco tuvo intención de visitar al maestro en su fragua. Quería contemplarle forjando esas hermosas rejas, pero cuando tuvo un respiro en el trabajo y se decidió a hacerlo, fue ya demasiado tarde.

Bonavía se presentó en el Buen Retiro con el rostro compungido.

Casualmente había pasado esa mañana por el taller de Sebastián de Flores, en la calle de Segovia. Cuando llegó, se encontró en el portal con el revuelo de sus oficiales. Lo acababan de hallar muerto en su dormitorio. Vivía solo, y en soledad se había despedido de la vida esa noche.

El tumor que padecía, según desveló a Josefa, había terminado lentamente con su existencia. En las últimas semanas se mostraba dolorido y pálido, pero jamás dejó de empuñar a ratos el yunque ni de dar instrucciones precisas a sus ayudantes sobre cada voluta o cada remache.

Finalmente, tal como él intuía, dejaba esta gran obra inacabada.

Tras escuchar la infausta noticia de boca del italiano, correspondió a Francisco hacerla llegar a Josefa y al maestro Flores. Quería ser él quien se lo dijera, antes de que pudieran enterarse por terceras personas. Estaba seguro de que la mala nueva circularía pronto por las calles del barrio y por eso caminó rápido atravesando la ciudad, desde el Buen Retiro hasta su casa. Francisco fue cálido y afectuoso al relatar el suceso, pero no pudo evitar provocar en su esposa la más profunda pena. Josefa no quiso que su padre la viera llorar, y prefirió salir apresuradamente a la calle a desahogarse, sentada en el brocal de una fuente cercana. Allí la encontró Francisco, que pasó un buen rato estrechándola entre sus brazos, hasta que logró consolarla. La convenció después para acudir a la fragua del fallecido. Después de todo, alguien debía ocuparse de los trámites del entierro y la apertura de su testamento.

Sabiendo que estaba a punto de morir, el maestro había dejado encima de su mesa de despacho una copia de sus últimas voluntades, junto al nombre del escribano a quien debían reclamar el original.

Francisco la encontró al revisar la casa, aposento por aposento, aún con el difunto de cuerpo presente en la cama. Su lectura fue una gran sorpresa. Supo por aquel papel que Sebastián de Flores quería ser enterrado en la iglesia del convento de Santo Tomás, donde se celebraban las reuniones del gremio. Lo más sustancioso del contenido, sin embargo, se refería a su patrimonio. Sebastián había llegado a ser un acaudalado artesano. Su generosidad dejó a Francisco emocionado. El maestro disponía que se repartieran más de seis mil reales de sus ahorros entre sus parientes. Entre ellos estaba su primo José de Flores, que con esta repentina herencia iba a poder saldar lo que le restaba de aquel débito pendiente que amenazó con arruinarlo. Sebastián se acordaba de su primo y rival incluso para nombrarle albacea de sus bienes, para los cuales dejaba como únicos herederos a Josefa de Flores y Francisco Barranco. No cabía duda de que el maestro satisfacía así sus deudas emocionales.

El entierro se celebró con mayor solemnidad de lo acostumbrado para un artesano. Josefa se encargó personalmente de amortajar a su verdadero padre, cuya muerte siguió llorando durante mucho tiempo. Cerrajeros y herreros de Madrid, al unísono, unieron sus oraciones por él en el oficio de difuntos que enmarcó la bajada del féretro a la cripta de enterramientos. Miguel de Goyeneche le rindió su particular homenaje publicando en
La Gaceta de Madrid
la reseña de su muerte, señalando con ello que el prestigio del maestro merecía honores de personaje ilustre: «También murió en esta villa, de edad de cincuenta y ocho años, Sebastián de Flores, ayuda de la furriera de su majestad, y tan insigne en su profesión de herrero y cerrajero, que excedió a los más delicados ingenios de estos ejercicios, como acreditan las muchas obras que se le encargaron para los reales sitios, Casas de Moneda y caballerizas reales», rezaba la noticia.

Una vez puesto punto y final a los oficios fúnebres, Francisco tuvo que asimilar que el testamento de Sebastián de Flores lo había convertido también en un artesano moderadamente rico. Por primera vez en su vida se hallaba en posesión de patrimonio y ciertos caudales. Josefa tomaba para sí varios miles de reales, mientras que Francisco se hacía cargo de la propiedad de la famosa casa taller de la calle de Segovia. Heredaba con ella todos los enseres, herramientas y obras inacabadas que permanecían en la fragua. Había sido el deseo de Sebastián de Flores que se convirtiera en su sucesor y en la persona que disfrutara de los bienes acumulados a lo largo de toda una vida de trabajo. Esta circunstancia hacía a Francisco dueño de su propia casa. Hubiera podido optar por abandonar la vieja fragua real e instalarse por cuenta propia, pero en él pesó más el sentimiento de buen discípulo y yerno. En este particular, la enfermedad de su maestro era un impedimento para el progreso de Francisco. Optó en cambio por alquilar la enorme superficie de aquella casa, dividida en taller para diversas tiendas de cerrajería en su piso bajo. Con ello obtendría buenas rentas mensuales que permitirían al cerrajero sustentar dignamente a su esposa y su suegro.

Francisco quedaba en posesión, además, de las puertas-rejas del palacio de Aranjuez, que habría de concluir por deseo expreso del maestro fallecido, e hipotéticamente al frente de la parte experimental del proyecto de la fábrica de acero. Nada de eso le abrumaba. Más bien al contrario, le había dado nuevo bríos. Gastaba ahora ademanes de mayor autoridad en la dirección de las fraguas reales y se sentía anímicamente reforzado para culminar, a satisfacción de todos, las obras artísticas de hierro que desde hacía tiempo tenía entre manos. Francisco Barranco se estaba convirtiendo en un hombre de prestigio y respetado.

Desde su niñez amaba la lectura. Por ello, una de las posesiones que más valoró sentimentalmente de la herencia fue el conjunto de libros que encontró apilados en diversos cajones de madera. No pudo evitar apreciarlos por encima de otros objetos aparentemente más valiosos. Por su disposición, parecía que Sebastián se había dedicado a ordenarlos en las semanas anteriores a su muerte. Quizás pensara entonces en facilitar la mudanza a sus herederos. Entre esos volúmenes, encontró los más diversos temas, incluido algún viejo ejemplar sobre metalurgia y diseño arquitectónico, similar a los atesorados en la biblioteca del viejo alcázar. Nada nuevo para Francisco, que ya tuvo su oportunidad de consultarlos allí. Le extrañó en cambio encontrar una decena de curiosos ejemplares dedicados a la alquimia. Es probable que el maestro se sintiera atraído por esos saberes a lo largo de sus experimentos, aunque jamás se lo había confesado.

Les echó un vistazo, pero encontró que su comprensión era difícil; digna de personas acostumbradas a los conceptos a medio camino entre la ciencia y la mística, con tiempo que perder en quiméricos experimentos entre redomas y alambiques. Si los vendía a un librero de viejo, apenas obtendría unos poco reales. Decidió así que la mejor opción era regalárselos a quien de verdad sintiera aprecio por ellos.

Pensó en la condesa de Valdeparaíso. Si ella le aceptaba el presente, los libros serían suyos. Los metió en un saco de tela y esperó a que se presentara la ocasión propicia para ofrecérselos.

Había sufrido un día áspero y conflictivo en las reales fraguas. Francisco tuvo que sacar a relucir su capacidad de mando para poner orden en las rencillas entre sus oficiales. A medida que avanzaba la obra del nuevo palacio, el trabajo se intensificaba y se hacía cada vez más exigente. El invierno se había presentado de súbito en Madrid, frío y nevado. Algunos días se hacía obligatorio cerrar los comercios y teatros, porque era del todo imposible transitar por las calles.

A pesar de todo, la construcción del edificio regio no se detenía ni siquiera en esas duras condiciones. Los sótanos, reservados a los oficios, estaban en su interior prácticamente terminados. Sus bóvedas parecían listas para servir de suelo al piso superior, que iba a ser el primer cuerpo del edificio a nivel de calle.

La elegante fachada de gruesa piedra de Colmenar almohadillada comenzaba a ser una realidad emergente, tan visible como emocionante. La Corona hacía enormes esfuerzos por reunir lo necesario para abordar el extraordinario gasto de este principio de obra. Los tesoreros reales como Miguel de Goyeneche se devanaban los sesos para acaparar, tal como exigían los reyes, los dineros suficientes de las más diversas fuentes de ingresos. Los impuestos sobre el tabaco, la conducción de agua a las casas de Madrid, el servicio de correos, o el arrendamiento de dehesas de la Corona y la venta de sus árboles, todo era válido para sufragar el anhelo constructivo de los primeros Borbones españoles. Un equipo de escultores de piedra, a las órdenes del italiano Juan Domingo Olivieri, daba inicio a la frenética actividad de ornamentar las fachadas. Al igual que ocurría con el suministro de hierro, el tránsito de carromatos cargados de grandes bloques de piedra y mármol, con destino al taller de cantería de palacio, era ya constante en los aledaños de la gran obra. El edificio se hallaba en su fase más dura: la construcción de cimientos, el levantamiento exterior de sus primeros pisos. Algunas jornadas se hacían agotadoras para los obreros y artistas. A todos se les exigía el máximo de sus posibilidades.

Una espléndida luna llena comenzaba a despuntar al anochecer cuando Francisco regresó a casa. Traía las manos doloridas de sostener martillos y mazos. Apenas probó bocado de la cena que Josefa había preparado. A pesar del desahogo económico que ahora gozaban, su forma de vida familiar no había cambiado sustancialmente.

Francisco tenía esa noche una obsesión predominante: la entrega de los libros de alquimia a la condesa de Valdeparaíso.

La tarde siguiente pudo ver desde palacio un convoy de carrozas que bajaba por la calle mayor en dirección al camino de Toledo.

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