La mención de su madre ablandó el corazón de Josefa, que instintivamente se lanzó a abrazar al viejo maestro. Permanecieron así un breve instante, sin cruzar palabra, sintiendo crecer en su interior el afecto que las circunstancias de la vida les habían hurtado.
—Eres preciosa, hija —se atrevió a musitar el maestro, acariciando por un momento la cabeza de Josefa—. Y quizás no deba llamarte así. No es mérito mío haberte criado tan bonita.
—Maestro…, Sebastián…, no sé realmente qué decir…
—contestó, con la voz entrecortada por la emoción, Josefa, que veía diluirse el ánimo de exigir y reivindicar a favor de su padre con el que había llegado hasta esta casa.
—No necesitas decir nada que no quieras. Ya acordé con Francisco que este asunto de nuestro pasado quedaría zanjado para siempre. No me gustaría ponerte ahora en un apuro. Entiendo tus sentimientos encontrados, Josefa. Nada es culpa tuya —habló con ternura el maestro, tratando de aliviar la opresión que se palpaba en ambos—. Y ahora, dime, a qué debo el honor de tu visita.
Josefa respiró hondo, logrando calmar sus nervios. Recordó, con repentino pragmatismo, que su visita tenía un objetivo preciso.
Jamás hubiera venido hasta allí si no fuera por eso. Inició entonces el relato sobre la forma en que había conocido recientemente a Giacomo Bonavía en su casa, gracias a Francisco, y las noticias que tenía sobre el encargo de las rejas para el palacio de Aranjuez que le habían adjudicado.
—Vengo a pedirle un favor extraordinario; una muestra de generosidad sin límites. Soy consciente de ello. Pero también me considero víctima de sus amores en el pasado con mi madre y de la enemistad entre dos parientes, José y usted mismo; una pesada carga que siempre ha amenazado con hundir a mi familia y hundirme a mí misma, y por la cual jamás he pedido nada a cambio.
Sebastián de Flores se quedó mudo de nuevo ante las emotivas palabras de su hija, que denotaban el sufrimiento moral acumulado.
—Sebastián, le pido que renuncie a trabajar con Bonavía y que al retirarse del proyecto facilite que le sustituya mi padre. Puede ser su última obra, lo necesita por prestigio y por dinero —espetó Josefa de un tirón, sin titubeos.
—No puede ser, Josefa —contestó con el mismo aplomo el maestro—. Sabe Dios que te concedería lo que me pides, pero no puedo hacerlo porque… también será mi última obra, ¿sabes?
Mostrando un cierto cansancio físico, que pareció agudizarse con las emociones, Sebastián decidió tomar asiento en una silla cercana.
—Creo que es mi obligación confesarte algo que no he dicho a nadie —comenzó a sincerarse—. También yo estoy enfermo. Sé que tengo un bulto en el estómago que acabará por matarme, más pronto que tarde. No hay remedio de matasano que pueda curarme y me encuentro cada día más débil. Esas rejas serán sin duda mi última obra, y si he aceptado hacerlas es porque después, cuando cierre mis ojos definitivamente, dejaré escrito que sea Francisco, tu esposo, quien las termine. Sé bien que él hará una obra maestra de ellas, y es él, y no mi primo José, quien merece mis favores. Aprecio mucho a ese Barranco. Tienes suerte de haberte casado con un gran hombre.
—Siento mucho lo de su enfermedad, Sebastián —contestó Josefa, impactada por la noticia—. Ahora sí que estoy desconcertada.
¿Puedo sentarme yo también? Lo necesito.
—Claro, Josefa. Toma asiento.
Quedaron otra vez en silencio, encontrando mutuamente sus miradas de una manera afectuosa, aunque llena de sufrimiento.
—Sebastián, usted en un buen maestro y un buen hombre. Y, después de todo… es mi padre. Sé lo mucho que Francisco le admira, pero yo me debo a José de Flores, ¿me entiende?
—Perfectamente, Josefa. Sabes que ya no hacen falta explicaciones…
—Usted sigue siendo un maestro reputado en el gremio y bien relacionado en la corte —insistió Josefa, como buscando nuevos argumentos—. Con eso quiero decir, que probablemente pueda conseguir de inmediato otras obras de igual relevancia que las que acaban de adjudicarle…
—Josefa, por favor, no me insistas…
—Maestro… mi padre lo necesita. Y yo he venido hasta aquí para rogárselo. Le aseguro que no ha sido fácil dar este paso. Por favor, reconsidere lo que le pido…
Sebastián se levantó de la silla. Anduvo unos pasos por la habitación, cabizbajo, meditabundo. Josefa le observaba, inquieta, compungida, con las manos entrecruzadas, esperando una respuesta.
—No puedo, Josefa. Lo siento. No puedo. Esas rejas serán mi obra maestra y te repito, será tu esposo, Francisco Barranco, quien las concluya cuando yo muera. Siento decepcionarte, pero es lo que me dicta mi conciencia.
Josefa se alzó a su vez de la silla. Entendía que la visita terminaba. No tenía sentido seguir insistiendo. Aunque no había logrado su objetivo, le repelía concluir el encuentro de una manera indigna.
Si Sebastián estaba cercano a la muerte, era injusto que su hija verdadera fuera a despedirse de él de una manera agria. No estaba en la naturaleza de Josefa comportarse de esa manera tan inhumana.
Las lágrimas inundaron de repente sus pupilas grises. Sebastián se dio cuenta. Se acercó hasta ella y le pasó el brazo por los hombros, consolándola.
—Tendré que aceptarlo… ¿qué otro remedio me queda? —dijo Josefa, derrotada, enjugándose las lágrimas—. Cuídese, Sebastián, cuídese. Se lo ruego. Si le soy de utilidad en su enfermedad para algo…
—Gracias, Josefa. Eres bondadosa. No te preocupes por mí, estoy acostumbrado a mi soledad. Ocúpate de José, tu padre… él es más delicado que yo y te necesita —dijo finalmente, aligerando la emoción con su fina ironía. Los dos sonrieron y volvieron a abrazarse en una cálida despedida.
Cuando Josefa caminaba de vuelta hacia su casa iba pensado que, aunque el resultado del encuentro no había sido el ansiado, daba por buena su decisión de haber hablado y abrazado por fin a su padre, de quien Francisco iba a ser brillante heredero. No contaría a nadie esta cita. A pesar de que nada habían acordado, estaba segura de que Sebastián de Flores también lo guardaría en secreto para sus adentros.
La belleza sublime de la música fue la única medicina capaz de sosegar la mente atormentada de Felipe V. Hacía tiempo que la reina buscaba con desesperación un entretenimiento que lograra sacarle de su crónico letargo. Ni los cambios de residencia, ni las actividades lúdicas propias de los reyes, la caza, la pesca o el teatro, ni las preocupaciones de gobierno, ni los sucesos impactantes como la quema del alcázar, le habían hecho reaccionar, sacudiéndole el cerebro. El rey padecía una severa melancolía; tenía doble personalidad. Sólo el sonido de una voz prodigiosa iba a lograr el milagro de volver a despertar su interés por la vida.
El famoso Carlo Broschi, alias Farinelli, gran divo de la ópera, llegó a España en el verano de 1737 para convertirse, aún más, en el personaje mimado por toda una corte. Su talento bien valía ese trato.
No había resultado fácil convencerle para que se trasladara a Madrid. El interés porque se sintiera cómodo desde el primer momento, admirado y honrado, fue patente incluso antes de su llegada.
Se trataba de hacerle ver que era un personaje necesario para la Corona española, y que, como tal, ninguna otra en Europa podría igualar los privilegios que ésta estaba dispuesta a otorgarle. Acostumbrado al protagonismo que en los últimos tiempos habían adoptado los italianos en el entorno de los reyes, Francisco pensó que el cantante Farinelli sería uno más en esa peculiar hueste de artistas extranjeros que venían a España a implantar un gusto cosmopolita y refinado.
Pero en este caso se equivocaba. Farinelli iba a ser el favorito entre todos. No en vano se encargó al cerrajero fabricar llaves especiales para sus aposentos en palacio, grandes y doradas, iguales a las de gentilhombre, para poder lucirlas en el fajín como símbolo de sus honores y de su potestad para abrir las puertas de los cuartos regios.
Farinelli se lo había ganado por méritos propios.
Vino directamente de cantar ante Luis XV en Versalles, adonde Isabel de Farnesio hizo llegarle sus halagos, súplicas y promesas de un gran contrato que cambiaría su vida. Y no era éste para cantar en público, sino para hacerlo exclusivamente en privado. Farinelli tuvo que sopesar la oferta, antes de dar el sí definitivo. Planeó aceptar por un periodo de sólo unos meses, que acabaron convirtiéndose en un anticipado retiro dorado. Su carrera como cantante era una de las más brillantes de Europa. Procedente de una familia de la baja nobleza napolitana, había sido castrado de niño para que se dedicara a la música y conservara de adulto la tonalidad de soprano. Su voz, educada en el conservatorio, alcanzó un virtuosismo sublime; era poderosa, rica, modulada y vibrante. Abarcaba una extensión de notas inimaginable. Con ella, sumada a su buena apariencia física, había recorrido triunfante diversos teatros de Italia, Austria e Inglaterra, en cuya capital residió durante tres años rodeado de éxito y favores.
La familia real se hallaba en La Granja de San Ildefonso, adonde solía trasladarse durante los meses más calurosos del año, cuando la carroza que trasladaba a Farinelli desde París hizo su entrada. Isabel de Farnesio estaba exultante. Ese verano el rey se negaba de nuevo a salir de la cama, asearse, cambiarse de ropa y dejarse ver por sus ministros y cortesanos. El divo fue puesto en antecedentes sobre la situación del monarca. Se esperaba que su voz obrara el prodigio. Y así fue. Farinelli actuó en la habitación de Felipe V. Al escucharle, el rey, como hipnotizado por los maravillosos trinos, accedió a levantarse, adecentar su aspecto y participar en las actividades de la corte. No tardó en ofrecérsele una extraordinaria pensión, una vida de lujos en palacio, cargos y honores equiparables a los de primer ministro, con tal de garantizar su lealtad y permanencia junto a los soberanos españoles. Durante los siguientes años, Farinelli habría de cantar cada noche, mes tras mes, las mismas cuatro arias que insuflaban bríos al rey y deleitaban su ánimo. Con ello, su influencia sobre la voluntad de Felipe V fue creciendo hasta hacerse incluso mayor que la de Isabel de Farnesio.
Astuto e inteligente, Farinelli advirtió enseguida que iba a toparse con dos problemas: las envidias que su fulgurante ascendente sobre el rey podrían despertar entre otros cortesanos y el monopolio que sobre él quería garantizarse la reina. Cualquier intento de acompañar a los Príncipes de Asturias en sus aposentos, de intercambiar su pasión musical con Bárbara de Braganza y Domenico Scarlatti, su compatriota, despertaba en la soberana celos irremediables, que se traslucían en impedimentos y recados con sutiles prohibiciones para que no se atreviera a hacerlo. Farinelli no quería sentirse cautivo de nadie, ni siquiera de la influyente soberana de España. Deseaba moverse con libertad y romper el cerco del absurdo exclusivismo que existía sobre su persona.
De nada había servido la decepción amorosa sufrida en el pasado.
Habían transcurrido ya cuatro años desde su ruptura en Sevilla, un largo tiempo sin encontrase en la intimidad ni a solas. Cuatro años rehuyendo en lo posible su encuentro en la corte, sin verse más que de lejos, intercambiando un frío saludo de cortesía, luchando por olvidar los sentimientos que en otra época tanto les habían marcado.
La condesa de Valdeparaíso, sin embargo, se encontraba aún prisionera de su atracción por Miguel de Goyeneche. Trataba de convencerse de que ya no era amor lo que sentía hacia ese hombre. La forma en que la había utilizado durante las terribles intrigas palaciegas ocurridas en Andalucía le había abierto los ojos. De esa relación íntima ya sólo quedaban los restos de una gran pasión y una actitud intelectual mutuamente desafiante, que aún les impulsaba a buscarse el uno al otro.
La desafección con su esposo dejaba caer a María en sus contradicciones espirituales. Sentía que todavía le faltaba por conocer el sentido del verdadero amor, ese que nada material busca, ni siquiera la propia felicidad, sino la felicidad del otro. Era una mujer sentimental, sensible, y su corazón se sentía vacío ante la falta de una pasión que llenara sus soledades. A veces pensaba en Francisco Barranco.
Una emoción especial recorría entonces su delicado cuerpo. Él era diferente, atractivo y auténtico. A pesar de todo, aunque María procuraba alimentar siempre su espíritu libre, a veces el peso de los condicionamientos sociales se le venía encima. Deducía que su inclinación por Francisco no era más que una interesante amistad, un deseo de rebeldía frente a lo establecido, un capricho. Se resistía a considerar que pudiera tener sentimientos más profundos por un cerrajero. Era en ese instante cuando volvía a pensar en Miguel de Goyeneche. Y en esa confusión, sus defensas frente al amor se venían abajo.
Surgió la chispa y los dos se vieron encendidos como la dinamita. El conde de Valdeparaíso se había marchado de nuevo a sus tierras en La Mancha, dejando a María sola, como otras tantas veces, en su residencia madrileña. La casualidad quiso que durante una tarde musical, organizada en el teatro del Buen Retiro para el exclusivo lucimiento de la voz de Farinelli ante la corte, Miguel de Goyeneche y María Sancho Barona se sentaran en sillones contiguos. No lo habían deseado ni buscado, pero al hallarse irremediablemente juntos, ninguno de los dos rechazó el reencuentro. Miguel, habilidoso cortejador, volvió a embelesar a María como antaño. Y ella se dejó llevar por el extraño poder que el financiero ejercía sobre ella, rejuvenecida por sus halagos.