Y yo, probablemente, también. Difícil entender los caprichos de una mujer, enamorada o desenamorada… Créeme, Francisco, lo que te he dicho: te envidio.
Le dolía al cerrajero escuchar hablar de la condesa en un tono tan frívolo. Sabía ya que era una mujer de espíritu sensible y admirable curiosidad intelectual, detrás de su ostensible belleza. Le había alegrado escuchar, sin embargo, que el fin de su relación con Goyeneche era un hecho.
Se acercaban ya a las afueras de Madrid, por el camino de Alcalá de Henares, cuando el caballero, en medio de esa entretenida conversación que había hecho parecer tan corto el viaje, se acordó repentinamente de un último detalle. Buscó en el bolsillo de su casaca y, para estupefacción de Francisco, sacó de él la llave de maestría que el cerrajero había depositado en la tumba de su madre.
—Me gustó mucho tu gesto, Francisco. Denota una generosidad de corazón extrema, pero permíteme la intromisión… es un gesto inútil. Tú has cumplido con tu obligación de buen hijo, pero esta pieza es demasiado hermosa e importante para ti, como para dejar que se pierda para siempre. Los muertos no necesitan estas cosas materiales —le dijo, alargándole la llave—. Guárdala a buen recaudo, o cuando menos, dásela a alguien que pueda disfrutar de su belleza como merece. Desde luego, es una pieza maestra. Y no tengas cargo de conciencia por haberla retirado del sepulcro de tu madre. Ha sido, simplemente, idea mía.
Sus carrozas se habían cruzado en el camino. Una imprevista casualidad hizo que el mismo día que Francisco salía hacia Nuevo Baztán para asistir al entierro del viejo Goyeneche, llegara a Madrid, procedente de Italia, Filippo Juvara.
El arquitecto venía precedido de su fama y prestigio. Felipe V e Isabel de Farnesio estaban ansiosos por conocer al flamante maestro, de quien esperaban ilusionados el más brillante proyecto arquitectónico de su carrera. Juvara no habría de defraudarles. Rondaba ya los sesenta años, había recorrido gran parte de Europa con sus planos a cuestas y había edificado palacios para cardenales, aristócratas y soberanos. No venía por ello impresionado ante la idea de trabajar para los reyes de España, que pese a todo le recibieron con extraordinario agasajo. Juvara fue alojado en casa del príncipe Masserano, hombre de confianza del rey, que iba a tratarle como a un huésped de alto rango.
Para que el maestro se sintiera bien recompensado por el esfuerzo de trasladarse hasta la capital de España, se le ofrecieron de inmediato condiciones económicas privilegiadas para un artista, como el reembolso de los seiscientos doblones de plata que le había costado el viaje, y la promesa de un sustancioso sueldo de otros dos mil doblones anuales. Las dificultades pecuniarias por las que pasaba la Corona ante el ingente gasto de la construcción del nuevo palacio, sin embargo, se encargarían de dificultar el cumplimiento del compromiso.
Juvara era un hombre de palabra; un profesional serio, de personalidad curtida por el hecho de haberse formado en Roma como sacerdote al mismo tiempo que aprendía arquitectura junto a reputados maestros, que lograron hacer de él un disputado arquitecto entre las cortes de Europa. No deseaba perder el tiempo en Madrid, así que fue palpable su inmediata implicación en el proyecto de palacio que anhelaban Felipe V e Isabel de Farnesio.
A los pocos días de su llegada, cuando la cálida primavera comenzaba a derretir la gelidez del invierno, pudo verse al abate Juvara recorriendo palmo a palmo, entre los materiales de derribo, las ruinas del alcázar. Atendiendo a la inagotable extracción de hierros para chatarra, Francisco se entretenía a veces en observar la forma en que el arquitecto tomaba medidas y notas. Pertrechado con su peluca de rizos cortos por encima del hombro, y vestido con su particular, oscuro y estricto atuendo religioso, don Filippo no parecía muy satisfecho con lo que había encontrado en el entorno del edificio destruido. El solar irregular del alcázar no le encajaba en el proyecto de la belleza y magnitud que se le exigía. Cercado de un lado por las calles y casas de una ciudad que había crecido al amparo del palacio, y del otro por el río Manzanares, el lugar que había ocupado la residencia de la Corona española durante siglos le parecía angosto e insuficiente. Juvara inspeccionó el espacio urbano de la villa y corte y sus alrededores hasta dar con el enclave ideal para el nuevo edificio: sería en los altos de San Bernardino, alejado del núcleo de población, en un terreno regular y amplio, que permitía el desarrollo en horizontal de un gigantesco proyecto. La idea fascinó a los reyes.
Imitar al mítico Versalles seguía siendo su objetivo. Por eso, Juvara ideó un conjunto palaciego que era más que un conglomerado de salones y aposentos; era, en definitiva, toda una ciudad cortesana, en la cual tendrían cabida espacios para todas las instituciones de gobierno. Una mole de piedra, con mil setecientos pies de fachada, veintitrés patios, treinta y cuatro entradas y un sinfín de cuartos y dependencias.
El coste exagerado, unido al largo tiempo necesario para levantar ese proyecto, provocó de inmediato dudas e indecisión entre los reyes. Tenían prisa por habitar el nuevo palacio. Juvara se ocupó de la construcción en su estudio de una bellísima maqueta a escala, con el fin de convencer a los reyes sobre la idoneidad de su idea.
La negativa, cada vez más clara a llevarla a cabo, hizo que Juvara comenzara a sentirse presionado e incómodo. Cualquier reticencia a sus propuestas le malhumoraba. Aunque seguía siendo muy apreciado en la corte, últimamente se quejaba de la forma cicatera y mezquina con que trataban de rebajarle el sueldo prometido, y de la tardanza en proporcionarle una carroza propia, lo cual le obligaba a realizar largas y cansadas caminatas de un lado para otro.
Para mayor enfado de Isabel de Farnesio, que consideraba al arquitecto de su propiedad, el viejo abate Juvara encontraba frecuente reposo en los aposentos aislados de los Príncipes de Asturias. La circunstancia de haber trabajado en las mismas ciudades, Roma y Lisboa, en igual época y para idénticos mecenas, había forjado una estrecha amistad entre Juvara y el compositor Domenico Scarlatti; brillantes artistas italianos que, llamados por su prestigio, coincidían de nuevo en la capital de España. Bárbara de Braganza había hecho lo posible por incorporar al abate a sus tertulias y tardes musicales, no en vano su padre, el rey Juan V de Portugal, había sido anteriormente promotor en su país de los proyectos de Juvara. El arquitecto no ocultaba su curiosidad por saber qué había sido en Madrid de esta joven princesa, a la que conoció de niña en Lisboa, y cuyo talento e inteligencia eran ponderados en toda Europa.
—Y ya ves, Juvara, lo que ha sido de mí en esta corte… —le confesó Bárbara en un alarde de aplomada serenidad, sentada entre la condesa de Valdeparaíso y la duquesa de Montellano, mientras Scarlatti tocaba sus sonatas al clavicordio—. Me cortaron las alas, como a ti te cortarán las de tu proyecto… La reina manda y querrá que el palacio esté presto para habitarlo ella, como hizo con La Granja de San Ildefonso. No consentirá que se alargue tanto la construcción como para que yo, como futura reina, sea la primera en disfrutarlo…
La princesa no andaba descaminada en su juicio. Agobiado por las contrariedades que hacían imposible la realización de su obra, Filippo Juvara cayó enfermo en el siguiente invierno, tan sólo ocho meses después de haber llegado a España. Había vuelto a su casa bañado en sudor por el esfuerzo de un largo paseo en reconocimiento de solares y trazas, y pasó directamente a dormir a su fría habitación, carente de chimenea, de la que ya nunca saldría. Un fuerte resfriado le mantuvo postrado en la cama durante seis días. La reina estuvo pendiente de esa enfermedad, que el arquitecto no pudo superar debido a las altas fiebres. Su aclamada carrera profesional terminaba repentinamente en Madrid con su muerte, a finales de ese frío mes de enero.
—Con la entrega de su alma a Dios, Juvara nos ha dejado muchos problemas —se quejaba Isabel de Farnesio a Miguel de Goyeneche, en el curso de una de sus habituales audiencias—. Es necesario dar soluciones inmediatas para que la construcción del palacio no sufra interminables retrasos.
—Sé bien que vuestra majestad sabrá actuar con inmediatez y diligencia en la búsqueda de otro arquitecto que se haga cargo del edificio —contestó el tesorero.
—Sin duda. En este momento, encontrar a ese hombre es prioritario.
Para decepción de Goyeneche, la tajante contestación de la soberana venía a confirmar sus sospechas; aquello que ya había adelantado a Francisco cuando regresaban juntos en la carroza. La culminación de la nueva residencia regia podía ser la causa del retraso de sus proyectos industriales.
Aparentemente absorta en la lectura de algunos balances de tesorería que tenía sobre la mesita donde despachaba asuntos, Isabel de Farnesio pareció intuir los pensamientos del caballero.
—Lamenté mucho la muerte de tu padre, ¿sabes? Fue muy generoso con el rey y a él se debió gran parte del mérito de haber alcanzado el trono. Sin sus préstamos para pagar y proveer a los ejércitos, no sé qué habría sido de la Corona. Quizás hoy estaría en manos de los Habsburgo —doña Isabel se quedó pensativa—. Pero dime… ¿qué hay de las industrias que os ha dejado?
—Se encuentran todas a pleno rendimiento, aunque no negaré que será difícil mantener su nivel de beneficios. Sabe bien vuestra majestad que sin las contratas y los monopolios oficiales, nada resulta rentable en este reino. Y desde hace un tiempo, los privilegios del Estado escasean en este sentido…
—Es cierto. No es época para derroches. Y… respecto a aquel proyecto que me hablaste sobre el acero… ¿Tienes ya algo tangible que poder enseñar? ¿Acaso una maqueta, como la de Juvara, para convencernos? ¿El diseño de una fábrica o la demostración en una fragua de que conoces los secretos metalúrgicos que traerán al reino riqueza y poderío militar?
—De momento no, majestad… Estamos avanzando en ello…
—Bien. Pues cuando tengas algo tangible, hablaremos. Mientras tanto, cuéntame, Goyeneche, ¿hay enredos interesantes en la corte que yo deba saber…?
—Majestad, os conozco bien… ¿os referís a algo en concreto?
—Por supuesto, Goyeneche. Sabes que no me ando con rodeos. Comienza por contarme los tuyos propios. Algo ha llegado a mis oídos de tu adiós a la condesa de Valdeparaíso.
—No dejáis nunca de sorprenderme, majestad.
—Me alegro de que así sea. Vamos, Goyeneche, ¿vas a contármelo tú, o prefieres que me llegue por la vía de criados bien informados…?
La expectación ante la llegada del nuevo arquitecto contratado por la Corona española fue aún más intensa que cuando apareció en Madrid el pobre Juvara. La elección había sido difícil y venía precedida de una lucha de intereses encontrados. Los maestros de mayor prestigio internacional que deseaban los reyes se negaron a hacerse cargo de un diseño ajeno. Uno adujo enfermedades; otro imposibilidad de abandonar sus obras en curso, y la mayoría hicieron caso omiso del interés que mostraban Felipe V e Isabel de Farnesio por ellos.
Las intrigas bajo cuerda en la corte comenzaron a ser notables. Algunos, renovando la sempiterna queja del exceso de extranjerismo, abogaban porque el proyecto recayera en manos de un español. Sin duda los había de gran prestigio. Otros, pensando en el ahorro de presupuesto, proponían que se tuviera en cuenta a los artistas foráneos que ya pululaban por el entorno creativo madrileño. El cardenal Acquaviva, embajador de España en Roma, hacía gestiones para traer a algún italiano de renombre. Lo mismo hacía, por su parte, el barón de Carpené, ministro de Cerdeña en Madrid, cuyo candidato, por sentido común, acabó imponiéndose.
Se trataba de Juan Bautista Sacchetti, un turinés al servicio de los Saboya, cuyo principal mérito era haber sido alumno de Juvara y conocer las minucias de su estilo. Sacchetti era un hombre formado a la sombra de un gran maestro. No tenía un brillante currículo ni grandes edificios que mostrar como propios, a pesar de haber cumplido ya los cuarenta y cinco años. De todos modos, su falta de brillo profesional venía a ser una ventaja para la Corona española.
Sacchetti fue el único que aceptó el modesto sueldo ofrecido —un quinto de lo que cobraba Juvara— y de comprometerse a respetar el proyecto original, al menos en aquellos detalles que fueran del gusto de los reyes.
El carácter tímido, taciturno y hasta huraño del nuevo arquitecto cayó mal en el ambiente artístico de la corte. Sacchetti apenas mostraba interés en ser amable con nadie. Era, eso sí, un incansable profesional, al que únicamente preocupaba la perfección de su trabajo. Sólo se molestó desde el principio en granjearse el afecto de sus mecenas, Felipe V e Isabel de Farnesio, que en poco tiempo le colmaron de cargos y honores, reconociendo su profundo conocimiento del arte de construir y sus dotes para el dibujo. No le iban a faltar, sin embargo, enemigos entre los compañeros de oficio, recelosos del fulgurante ascenso de este italiano, que compensaba sagazmente su escaso brillo social con una señalada ambición de progreso, oculta pero efectiva.
Francisco habría de sufrir en sus propias carnes las consecuencias de las enemistades generadas por el arisco Juan Bautista Sacchetti.
Pronto, para triunfar en la corte, sería imprescindible asociarse a uno de los clanes artísticos surgidos al albur de las nuevas obras reales. Ni siquiera el cerrajero real podría escapar a posicionarse en esta lucha, en la que entraba en juego algo más que los meros intereses creativos. Con Sacchetti o contra Sacchetti; ésa era la disyuntiva.