El cerrajero del rey (45 page)

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

Entiendo que es una situación inusual e impactante.

—Pero dime una cosa… —prosiguió Sebastián—. ¿Qué opina tu esposa de esto? Jamás nos hemos tratado personalmente, es decir, de una manera familiar. La conozco de vista nada más y sé que parece una muchacha dulce y bonita. De niña la vi en la calle, de la mano de Nicolasa, que siempre evitó nuestro encuentro para no reabrir heridas, ni provocar sufrimientos. ¿Cómo podía imaginar entonces que esa niña era mía? Es probable que, por la enemistad que siempre ha existido entre José y yo, le hayan enseñado a odiarme. Quizás el descubrir la verdad haya sido un trauma para ella, ¿no es así?

—Josefa es una mujer excepcional, maestro. Madura, cariñosa e inteligente. Para ella, su padre es y será siempre José de Flores. Si he de serle sincero…, no tiene mucho interés en tratar con intimidad a su verdadero progenitor. Para ella también supone abrir las heridas de su madre y quizás alguna propia. No quiere hacer daño a José de Flores.

—Está bien así. Lo entiendo perfectamente.

—Únicamente nos preocupa el hecho de que también lo sabe el oficial Félix Monsiono. Debió de escucharlo cuando Nicolasa se confesaba en su lecho de muerte. No sólo puede humillar a Josefa como hija ilegítima, sino que igualmente puede utilizarlo contra mí, si malmete en los oficios de palacio…

—No te preocupes. Por mi parte, todo está bien como está. Negaré cualquier historia que pretenda estropearle la vida a esa encantadora mujercita, y por ende a ti. Con saber que existe en el mundo un fruto del amor eterno que profeso a Nicolasa me basta. Su felicidad es la mía, y veo que estará bien a tu lado. ¡Cuídala, Francisco!

—Lo haré, maestro, juro que lo haré.

Esa tarde, de regreso a casa, Francisco traía en su cabeza mayor obsesión por el manuscrito que por la historia de Josefa, a quien creía ya a salvo de cualquier imprevisto que pudiera afectar a su vida.

Al día siguiente, la joven vio la ocasión de una agradable y soleada mañana para sacar a su padre de paseo hasta la plazuela contigua a la fragua, con la intención de hablarle, fuera de las cuatro paredes de su cuarto, acerca de la confesión de Nicolasa sobre la verdadera paternidad de su hija mayor. Para sorpresa de Josefa, nada de lo que le relató le era desconocido. Por desgracia, le confesó José, se había enterado de la historia a través de la mala intención de Félix, al que rogó juramento de silencio. Jamás pensó que el tema volviera a tener repercusión. Para mayor tranquilidad de todos, el asunto quedaría por fin zanjado para siempre. Padre e hija se abrazaron con el cariño habitual de su estrecha relación.

En la habitación de José de Flores, mientras tanto, Francisco aprovechaba para volver a hurgar una vez más el viejo baúl de artilugios. Se asombró a sí mismo de la extrema facilidad con que era capaz ya de abrir cualquier cerradura sin llave. Ningún mecanismo se resistía a su hábil manejo de la ganzúa. Rebuscó y apartó herrajes.

Según se acercaba al fondo, incrédulo, comenzó a proferir improperios y blasfemias. Para su asombro, el manuscrito había desaparecido. No afectaba a sus aspiraciones, puesto que ya había aprendido lo suficiente de él y había sido previsor al copiar en papel sus extraños dibujos. Sin embargo, la inquietud sobre el nuevo destino del libro se apoderó de él. Podría ser que el propio José de Flores hubiera decidido cambiar la ubicación de su escondite. No quería ni pensar que Félix hubiera sido capaz finalmente de descerrajar el baúl y robarlo.

La posibilidad de que alguien ajeno al maestro pudiera acceder a esos secretos y fórmulas dejó a Francisco con una incómoda desazón.

Capítulo 21

Hacía rato que Francisco y Josefa se habían acostado cuando escucharon un insistente repique de campanas. Adormilados, pensaron que se trataba del toque a maitines de algún convento o la llamada a misa del gallo de cualquier parroquia cercana. La violencia y ritmo nervioso del sonido, sin embargo, lograron finalmente desvelarlos.

Después de festejar aquella Nochebuena de 1734, se habían metido en la cama, tristes y abatidos, sin ganas para entretenerse en deberes conyugales. Hacía ya cinco años que había fallecido Nicolasa, pero aún se la echaba mucho en falta en el hogar. El maestro Flores no lograba reponerse de su pérdida, que notaba de manera más acusada por estas fechas. Josefa había preparado una sabrosa cena al gusto de su padre: la típica olla podrida de los domingos, bien condimentada con garbanzos, verduras, vaca, carnero, gallina, liebre, pichones y tocino. Todo había estado a punto para la celebración, al compás del resto de las familias del barrio de palacio. Pero la tardanza de Félix en llegar a la reunión terminó por arruinar las ilusiones del momento. Vino tarde, cuando ya iban a empezar sin él, y se presentó de nuevo borracho. Traía las manos inexplicablemente sucias de tierra. Los improperios contra Manuela y el niño, extendidos de inmediato al resto de los presentes, se hicieron inaguantables.

La exasperación de unos y otros hizo que la cena terminara antes de lo previsto. La cama y el «mañana será otro día» parecía a todos lo más inteligente para sacudirse de encima el conflicto. Deseaban dormirse cuanto antes y pasar página a esa aciaga noche.

Fue entonces cuando, junto al repique de campanas, se escucharon unos fuertes golpes aporreando la puerta de la casa. Alarmado, Francisco se incorporó en su lecho. Observó entonces que la habitación parecía iluminada por un fulgor rojizo que venía de fuera.

—¡Cerrajeros, cerrajeros! —oyó gritar desde el exterior.

—¡Barranco! ¡Flores! ¡Abrid, abrid! —volvió a escuchar, mientras trataba de colocarse la camisa y el calzón con celeridad.

Cuando Francisco logró descorrer el pasador y abrir el portón, asustado por la urgencia de la llamada y pensando en el acaecimiento de cualquier desgracia, una llamarada de luz le obligó a cerrar los párpados. El horror reflejado en su rostro fue el fiel espejo de lo que contemplaron sus ojos.

—Barranco, ¡corre! ¡Hay fuego en el alcázar! ¡Está ardiendo muy deprisa y me mandan avisaros porque en la confusión no aparecen las llaves! ¡Están todas las puertas cerradas! ¡No se puede acceder para apagarlo! —gritaba el emisario, un centinela vestido de uniforme, con la cara sudorosa y tiznada por efecto de algún rescoldo.

El espectáculo era dantesco. Francisco se quedó paralizado durante unos segundos ante la visión del monumental edificio envuelto en llamas que subían hacia el cielo por los balcones de varios pisos en la fachada principal y de poniente, mirando al río Manzanares. La densa humareda, el crepitar del fuego y el crujido lejano de maderas secas consumiéndose le dejó pasmado.

—¡Barranco, rápido, que se quema el palacio! —volvió a gritar el centinela, logrando que el cerrajero reaccionara.

Corrió hacia la fragua y como pudo recopiló en un capazo de mimbre algunas ganzúas y una llave maestra, la única que fue capaz de localizar con prisa entre los escondites de los cajones. Cuando se disponían a encaminarse hacia la plaza de palacio, se topó en la sala principal de la casa con el resto de la familia que, sobresaltada por las campanas y las voces, también se habían levantado. Josefa y Manuela miraban a través de las ventanas el pavoroso incendio. Temblaban de miedo; estaban demudadas. Parecía imposible ver aquella majestuosa construcción, símbolo de la monarquía española y testigo de tantos siglos de poderosa historia, indefensa ante el avance del fuego. Espantaba imaginar que las llamas pudieran extenderse a esa velocidad a los edificios contiguos, porque el taller de los Flores se hallaba a escasa distancia del arco que cerraba la plaza principal del palacio.

José de Flores también estaba ya en pie, vestido y dispuesto a seguir a su yerno en el cumplimiento de sus funciones como cerrajero.

—¡Maestro, usted no debe venir! —le ordenó tajante Francisco—. Es una locura. Josefa, ocúpate de que tu padre permanezca aquí sentado o vuelva a la cama.

Flores, que con el funesto acontecimiento parecía haber resucitado, más erguido que nunca, se encaró con decisión a su discípulo y con las pupilas encendidas de indignación le dijo:

—El servicio al rey y el real alcázar son mi vida. Es mi obligación tratar de salvar ese edificio, y si al hacerlo perezco en el intento, daré por enaltecido mi honor y bien cumplido mi juramento de servicio. Y nadie va a impedirme que colabore en la extinción del incendio, ¿me oyes? ¡Nadie! Marchémonos ya y no perdamos el tiempo.

Era inútil entablar una discusión estéril en ese momento, así que Francisco dejó que José de Flores le acompañara. Ante las emocionadas palabras del maestro, cuyos ojos se aguaron al pronunciarlas, todos se percataron de la magnitud de la desgracia que suponía la pérdida del edificio y de las extraordinarias riquezas que atesoraba dentro, pero, sobre todo, del impacto emocional que tendría para personas como Flores, para quienes el alcázar era la encarnación de toda una existencia. Félix Monsiono iría tras sus pasos un buen rato después. Avergonzada por la desidia de su esposo, Manuela hubo de sacarlo a empellones de la cama, haciendo oídos sordos a sus maldiciones por la forma en que martilleaba sus sienes la resaca del vino.

A pesar del aparente dolor de cabeza, se entretuvo en rebuscar en la fragua sus propias herramientas, empeñado en llevarlas hasta el incendio guardadas en los bolsillos.

Por suerte, la familia real se encontraba ausente. Los reyes habían pasado el mes de noviembre disfrutando de las novedades de su adorado palacio de La Granja de San Ildefonso. Regresaron a Madrid, esquivando ya las nieves del invierno, a principios de diciembre, para instalarse con los infantes en el palacio del Buen Retiro. En esos días habían sido magnánimos con los siempre aislados príncipes herederos, Fernando y Bárbara, a quienes llamaron para visitar las obras de decoración que Felipe V había encargado en algunas salas del alcázar madrileño. El pintor Jean Ranc, retratista favorito de la corte, se afanaba durante las últimas semanas, junto a sus oficiales, en la pintura de algunos cuartos con vistas al río, que el rey deseaba ocupar lo más pronto posible. Soberanos, príncipes e infantes habían presenciado al maestro francés en plena faena pictórica y alabado la luminosa belleza que estaba imprimiendo a esas paredes de aspecto anteriormente lúgubre y envejecido.

Ahora, el primer rumor que corría, entre quienes se arremolinaban en el exterior del alcázar, era sobre el posible origen del fuego. Algunos centinelas señalaban ya directamente a los mozos que ayudaban a Jean Ranc en su trabajo. Era en esos aposentos donde se habían detectado las primeras llamas. Al parecer, los ayudantes de Ranc, posiblemente acompañados por otros criados de palacio, habían celebrado esa tarde la Navidad bebiendo allí vino en demasía.

Un guardia les había llamado la atención, pero hicieron caso omiso a la reprimenda. Descuidaron, al marcharse, apagar los rescoldos de la gran chimenea, necesaria para calentar ese espacio durante el frío invierno. Cualquier tronco al rojo vivo que rodara fuera del hogar habría prendido con facilidad en los pesados cortinajes de alguna ventana contigua. Muebles, maderas y telas propagaron con extrema rapidez el incendio. El hecho de que el alcázar estuviera en su mayor parte deshabitado en ese tiempo favoreció el que nadie corriera peligro de muerte, aunque hubo que desalojar a varias mujeres que habitaban en los cuartos de damas de los pisos superiores.

De haber estado poblado el edificio con la servidumbre al completo, el incidente hubiera causado incontables muertos. Aunque fue esta misma circunstancia la que provocó que las llamas avanzaran devorándolo todo a sus anchas, sin que nadie se percatara hasta que fueron visibles desde el exterior. Y ya era demasiado tarde. La fuerza del viento, la falta de agua, de escaleras de mano y de instrucciones precisas, es decir, la imprevisión para atajar un suceso tan grave, hizo el resto.

Los dos cerrajeros, maestro y discípulo, llegaron a la plaza principal de palacio. Los frailes del cercano convento de San Gil, de cuyo campanario salió el inicial repique de campanas a fuego, habían abandonado su clausura para acudir raudos a la extinción del incendio. Estos agustinos fueron los primeros en aventurarse a forzar un portón del alcázar, con el fin de entrar a despertar a los que dormían en su interior. Los monjes andaban agitados, revueltos en pequeños grupos junto a centinelas y algunos criados, tratando de ponerse de acuerdo en la estrategia a seguir. Vieron el cielo abierto con la aparición de Francisco Barranco y el maestro Flores, a los que instaron a abrir puertas de inmediato.

El espectáculo del fuego devorando ya el último piso de la llamada Torre Dorada, espléndida construcción de Felipe II, dejó a todos los presentes desolados. El humo y las llamas escapaban ya por las mansardas de su empinado chapitel de pizarra.

—¿No es ahí donde se ubica el archivo de papeles de la Corona? —preguntó angustiado Francisco a un secretario de despacho que se había sumado a los grupos de ayuda.

—Así es… —contestó con la congoja impresa en su cara—.

Ahí se guardan los papeles de gobierno en su tránsito hacia el archivo de Simancas. Derechos reales de las Indias, bulas pontificias, papeles de todas las materias del Estado… Todo se quema… ¡Qué espanto!

—¿Y la biblioteca? ¿También está afectando a la biblioteca?

—volvió a inquirir el cerrajero, temiendo la destrucción de la valiosa colección real de libros que hacía años le había propiciado el deseo de instruirse.

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