Parecían sopesar cada cual el mejor modo de buscar venganza, uno contra otro; si no iba a ser a golpes, ya buscarían la fórmula. El aire cargado de enemistad se hacía ya irrespirable en esa casa. Atosigada por la tensión, Josefa gritó «¡Basta!» con tal fuerza, que dejó a todos paralizados y obligó a José de Flores a salir, reclamado por la sensación de que algo grave pasaba, arrastrando los pies, de su cama al rellano de la escalera. Con la misma intensidad con que había detenido la pelea, la muchacha fue capaz de dar las siguientes órdenes.
Sentía que el enfrentamiento de los dos oficiales estaba destruyendo su familia. Siempre había sido así. Y puesto que además ahora estaban obligados a compartir maestro, suegro y parentesco por muchos años, les pedía que cada cual buscara su espacio en esa casa. Que se limitaran a trabajar por el bien común y el propio, y procuraran evitarse en todo momento, hasta que Dios quisiera traer la paz a este entorno.
El restablecimiento de la corte en Madrid y los reales sitios en rededor vino a favorecer los proyectos inmediatos de Francisco. La euforia por la mejoría en la salud de Felipe V revitalizó el deseo de los reyes de concluir la gran obra de su vida: su amado palacio de La Granja de San Ildefonso, la residencia creada a su antojo, el sueño cumplido de dejar para la posteridad una hermosa creación arquitectónica, en la que todas las artes confluyeran a mayor belleza del conjunto y deleite de sus moradores. Francisco fue nuevamente reclamado para avanzar en la elaboración de exquisitos balcones y rejas al gusto del resto del palacio. Asumió con alivio la oportunidad que le brindaba la estancia en aquel lugar, para retirarse por un tiempo del enfrentamiento con Félix y concentrarse en su obra de maestría. Josefa lo entendió bien y le alentó en su idea. Llegaba el verano y aquel lugar, entre jardines al pie de frondosos bosques, era un oasis de frescor en medio de la naturaleza. A pesar de eso, Francisco ocupaba el día trabajando duro en la fragua, arrebolado por el calor del fuego, dando forma a los hierros que, según los diseños que le entregaban, convertía en espléndidas obras de arte, adornos fundamentales de las fachadas. De noche, como cuando era sólo un aprendiz, se sentaba junto al banco de trabajo, y arrimado a la luz de una lámpara de aceite, limaba, cincelaba y torneaba, a buen ritmo y con infinita paciencia, la llave que preparaba para sorprender a los maestros del gremio. La empuñadura iba a llevar cinceladas volutas y rocallas, tal cual las había visto en un grabado francés, dejando en su centro el espacio de un simulado corazón compuesto de follaje; la tija la dispondría en forma de triángulo, remarcando sus aristas con inverosímiles estrías; y el paletón lo imaginaba formado por complejas guardas, que ocultaban entre sus ranuras dos letras, F y B, sus iniciales, grabadas con extraordinario esmero a pesar de que iban a ser difícilmente visibles para quien no supiera de su existencia. El conjunto resultaría sorprendente.
Tenía confianza en ello. En la soledad de la noche, acompañado del sonido metálico de sus herramientas, se le consumían las horas trabajando, hasta que lo hacía también la llama de la lámpara que iluminaba sus anhelos.
Tuvo la pieza lista para el mes de septiembre, justo cuando se preveía el regreso a Madrid de los artesanos que habían trabajado en La Granja durante el verano. Por suerte, fue en la última noche, recién acabada la hermosa llave, cuando un descuido provocado por el cansancio le hizo lastimarse seriamente con el torno el dedo índice de la mano izquierda. Lo vendó con un trapo y pensó que ya se encargaría de curarse en la villa y corte. Y así decidió presentarse, dos días después, con la herida aún abierta, ante los examinadores del gremio de cerrajeros madrileño. José de Flores, que tenía el privilegio real de serlo a perpetuidad, había convocado de inmediato al resto, que ese año eran tres: Alonso Cid, Antonio Pascua y Ruperto de Pontes, según estricta rotación entre los maestros agremiados. Éstos aparecieron en la fragua, como era preceptivo, junto a un escribano.
Flores, a quien correspondía presidir de forma honoraria el jurado, no quiso perderse el acontecimiento e hizo enormes esfuerzos por estar presente en su taller, con la figura orgullosamente erguida, disimulando sus males. Él tampoco sabía con qué pieza pensaba sorprenderles el oficial. Francisco desplegó ante ellos la llave que con tanta dedicación había trabajado en La Granja de San Ildefonso. Mientras el jurado la estudiaba con detalle, pasándola de mano en mano, explicó con aplomo las diferentes operaciones que había desarrollado para perfeccionar su mecanismo y lograr los refinados adornos. El rostro de los cerrajeros denotó su deslumbramiento.
El dictamen fue unánime. La pieza presentada excedía con creces la calidad de ejecución que normalmente se esperaba de un aspirante a maestro. Había demostrado la excelencia de sus manos como artesano, amén de un especial talento artístico. Le hicieron igualmente unas preguntas de rigor, para que demostrara ciertos saberes sobre el uso del hierro, el conocimiento de las ordenanzas gremiales y su compromiso con la ética de la cerrajería. En este punto, se le vinieron a la mente las fechorías que había realizado en Sevilla que, por supuesto, pasó por alto. El escribano dio fe de la aprobación del examen, sellado con la rúbrica de todos los presentes. Francisco Barranco ya era maestro cerrajero.
Era difícil que José de Flores pudiera ocultar la emoción. Se abrazó fuertemente a su brillante alumno y con los ojos iluminados por la satisfacción, sólo fue capaz de musitar: «Gracias, Dios mío, gracias». El pasado hizo entonces acto de presencia en la mente de Francisco, trayéndole vagos recuerdos de su madre, siempre su madre. Aunque después pensó en las mujeres que componían su presente, Josefa, a quien debía el reconocimiento de haberle impulsado a alcanzar lo que siempre había soñado; pero también, de forma inevitable, la condesa de Valdeparaíso. Hubiera deseado hacerle llegar a Almagro, de alguna forma, la noticia de su éxito.
Se acordó también de Sebastián de Flores. Estaba seguro de que se alegraría de su progresión. Aunque era factible que se enterara a través de las novedades que circulaban entre maestros del gremio, pensó que debía visitarle. Agradecería que se lo contara cuanto antes y le relatara sus vivencias durante la estancia andaluza. Le debía asimismo la gratitud por haber respondido a su carta desde Sevilla, con aquella información sobre el conde de Salvagnac que le valió los halagos de la reina.
Tenía la herida del dedo aún sin curar y le dolía intensamente.
Debía prestarle atención para evitar que siguiera sangrando. Decidió echarse a la calle y terminar el día con el periplo de visitas que tenía pendientes.
Se presentó primero ante las puertas de la fragua de Sebastián de Flores, en la calle de Segovia. Para su decepción, no estaba. Un viejo casero, que se ocupaba del cuidado del edificio cuando su amo faltaba, le abrió la puerta y le contó que el maestro había emprendido viaje, hacía tres semanas, rumbo a Vizcaya. Al parecer, iba a reconocer cierto hierro en una ferrería, de cuya excelente calidad le habían hablado. Si no sufría ningún percance, no tardaría en estar de vuelta. Francisco se identificó, le pidió entrar y poder tomar papel y pluma para escribir al maestro una nota. No se arredró ante el gesto antipático que el hombre le dedicó, e insistió:
—Se lo ruego. Creo que al maestro le gustará encontrarse mi nota cuando regrese.
El casero le dejó pasar, no sin reticencias, y sentarse en la mesa de trabajo de Sebastián de Flores:
«Maestro, por fin puedo anunciar que, por la gracia de Dios y mis propias manos, soy maestro cerrajero. Estuve aquí para contárselo. A su disposición, siempre. Francisco Barranco»,
anotó en un papel que dejó a la vista, sobre unos libros de cuentas, para que fuera visible. Confió en que la leyera. La sangre de su dedo manchó por descuido una esquina del papel y se acordó entonces de la siguiente parada de su periplo.
Al marcharse de allí, se encaminó pues a la cercana botica de la calle Mayor. No era la primera vez que don Bartolomé Fernández le suministraba remedios para heridas y rasguños producidos por el oficio. Lo encontró trajinando en la trastienda del establecimiento. El boticario se alegró mucho de volverlo a encontrar por Madrid. Mientras le destapaba el tosco vendaje del dedo y decidía el emplasto que le iba a aplicar, le hizo partícipe de cierta preocupación.
—Tú sabes, Francisco, que aprecio mucho al viejo Flores, ¿verdad? Juntos hemos recorrido estas mismas calles desde niños.
—Lo sé, don Bartolomé, lo sé. Pero, ¿por qué lo dice? —preguntó Francisco, preocupado por el tono misterioso que el boticario había imprimido a la conversación.
—Verás, no es su enfermedad lo que me preocupa; eso son achaques de la edad y del esfuerzo realizado en su trabajo durante tantos años. Es ese otro oficial, Félix Monsiono lo que me reconcome últimamente…
—A usted y a todos, don Bartolomé, eso no es ninguna novedad…
—También lo sé. Pero es algo más grave lo que voy a decirte —apuntó el boticario, asegurándose de que estaban solos—. Ese Félix estuvo hace unas semanas aquí y me encargó una libra de polvo de azufre.
—¿Azufre? —preguntó Francisco extrañado.
—Sí. Azufre. Le mostré mis reticencias para vendérselo. Aunque tengo sustancias de todo tipo para fabricar mis remedios, no las despacho a cualquiera. Insistió mucho en la necesidad de comprarlo…
—¿Y no le preguntó para qué quería esos polvos?
—Sí, claro que lo hice. Primero le inquirí si es que tenía alguna dolencia, sin contarle qué utilidad medicinal posee el azufre.
Entonces no supo realmente qué contestarme. Noté su desconcierto.
Y luego me explicó que había leído en un tratado de secretos de artes y oficios que el azufre sirve para endurecer el hierro y para eso lo necesitaba. ¿Es eso correcto?
—¿Félix leyendo? ¡Imposible! Jamás ha tocado un libro. Es mentira.
—Lo mismo pensé yo, pero me refería al azufre y el hierro…
—Bueno, en eso hay algo de cierto. El azufre mezclado con grasas se emplea para dar pátina al metal y al parecer está presente en el hierro cuando se funde con el carbón. Su exceso es la causa de que el acero sea quebradizo y malo. Así lo cuenta un libro que estudio…
—Bien, bien. No necesito saber más… —interrumpió el boticario—. Sólo quiero advertirte de que el azufre es un potente veneno, capaz de matar a una persona si se hace de él mal uso. Y arde con facilidad, no en balde se emplea para fabricar pólvora. De otro oficial me fiaría, pero con ese tipo cualquier precaución es poca… Busca en la fragua un pequeño bote que contiene un polvo amarillento y blando. Desprende un desagradable olor a huevo podrido. Asegúrate de comprobar para qué lo utiliza Monsiono.
—Descuide, don Bartolomé, así lo haré. Desde luego, el maestro Flores puede preciarse de tener buenos y leales amigos. Y gracias una vez más por curarme. Estoy siempre en deuda con usted —se despidió Francisco, realmente agradecido.
Al salir de la botica la celebración de su maestría pasó tristemente a un segundo plano, para dejar lugar en su mente a una nueva preocupación añadida.
Jamás se había visto en la tesitura de tener que descubrir un veneno. Francisco se sentía incómodo y preocupado. Y compartía la misma opinión del boticario. Félix no era hombre de fiar y era raro que en sus manos el azufre sirviera para investigar tratamientos para mejorar el acero. En cualquier caso, pensaba Francisco mientras regresaba a la fragua, era preferible que Monsiono estuviera ensayando asuntos metalúrgicos que el hecho de que buscara envenenar a alguien. Decidió indagar por su cuenta, sin involucrar a nadie. Y mucho menos a Josefa, que andaba ya plenamente en activo, atendiendo en los aposentos de los Príncipes de Asturias, en el palacio del Buen Retiro. Aprovechó que la casa parecía desierta. El maestro estaba reposando en cama, tras el esfuerzo de levantarse para el examen de maestría; mientras que Félix, Manuela y el niño habían salido.
Por suerte, no tardó mucho en hallar huellas de los polvos de azufre. Para mayor inquietud, no fue en la fragua, donde tras revolver entre hierros, herramientas y enseres, no pudo encontrar rastro. Decidió entonces ponerse en la piel del propio Félix y tuvo una intuición malvada. Los utensilios de cocina. Se encaminó hacia los estantes, en la sala principal de la casa, donde se apilaban los botes de cerámica conservando la harina y las legumbres que comían casi a diario. Se acordó de la existencia de un tarro, que desde el tiempo en que él llegó hasta esa casa, siempre estaba lleno de unos garbanzos duros, que Nicolasa tostaba especialmente para su esposo. Josefa y Manuela habían mantenido la costumbre. No le hizo falta rebuscar mucho. Allí, sobre las repisas, confundidas con el polvo, resaltaban partículas amarillentas de azufre. Con indignación, inspeccionó bote por bote, hasta dar con el que estaba buscando. Podía ser que los polvos no se encontraran en abundancia, pero un fuerte olor a podrido delataba su presencia, aunque fuera en mínima cantidad y mezclados con los susodichos garbanzos. Con enorme rabia, vació el contenido del tarro sobre los rescoldos de la chimenea, siempre dispuestos para el guiso de potajes y sopas. La ofuscación le había hecho olvidar el efecto inflamable de la sustancia, que ardió de repente con una impresionante llamarada de color azul, que a punto estuvo de prenderle la ropa. Corrió al patio, azorado, y tomó en sus manos un cubo de agua del pozo, que lanzó sobre el fuego que aún se consumía violentamente en el hogar. La mezcla embarrada de agua y ceniza inundó parte de la sala, ensuciando el suelo.