El tiempo pasado en su ausencia, por otro lado, había dejado huella en la madurez de sus rasgos. ¿Podía ser que se hubiera cansado de esperarle y ya tuviera marido y un hijo?, pensó fugazmente. Estaba predispuesto a comprender sus razones.
La amplia sonrisa que se dibujó en los labios de Josefa al verle, sin embargo, le convenció al menos de que se alegraba del reencuentro. Hacía rato que lo esperaba, confesó, porque el aviso ya había circulado entre los criados de palacio. Aún sosteniendo al niño en un costado, se las arregló para lanzarse a él con cariñoso contento.
—Es el hijo de Manuela —aclaró mientras se apartaba del abrazo, mostrándole la carita del chiquillo—. De Manuela… y Félix.
Queda a mi cuidado muchas veces, cuando sus padres se ausentan de casa.
La novedad de ese matrimonio entre el indeseable oficial y la hija menor del maestro dejó paralizado y asqueado a Francisco durante un instante.
—¡Pasa dentro, Francisco! ¡Aún se puede decir que estás en tu casa! —le animó Josefa.
El hogar de los Flores estaba tal cual lo dejó hace tres años, salvo que ahora había un mueble nuevo: la cuna de la criatura. Josefa dejó al pequeño durmiendo y subió al piso de arriba a avisar a su padre y ayudarle a bajar las escaleras. La visión del maestro le causó a Francisco enorme lástima. Su precoz envejecimiento era notorio.
José de Flores caminaba con torpeza y sus ojos parecían tristes, como cubiertos por una extraña neblina. Se abrazó a él con emoción y le indicó que se sentara a la mesa para hablar. Estaba ávido de saber qué tal le había ido a su discípulo en Sevilla. La conversación derivó con rapidez del buen hacer profesional de Francisco y la generosa compensación de dinero recibida, al contrastado desastre que se había producido en el ámbito de este hogar y su fragua. Josefa, sentada también a su lado, había demudado el gesto de su alegre bienvenida por otro de preocupación. Tomó ella la palabra para relatar con detalle todos los sinsabores sufridos, evitando al maestro la vergüenza de hacerlo.
Era lógico que, después de un tiempo de relación íntima, Félix Monsiono dejara a Manuela preñada, sólo que lo había hecho sin aparente intención de casarse. Durante los meses de embarazo, desapareció durante largas temporadas y ni siquiera estuvo presente en el parto. De no ser porque el trabajo de fragua quedaba desatendido, todos, incluida la propia Manuela, hubieran preferido no volver a verle, pero por desgracia regresó cuando el niño ya había nacido, y lo hizo sucio, con el rostro desencajado y medio borracho. De esta guisa fue reconocido merodeando dos días antes por los Carabancheles, donde una niña de apenas trece años, hija de un pastor de ovejas, había sido violada. El siempre desagradable rictus de la cara de Félix parecía espantar hasta a su hijo, que desde que él apareciera por la casa no había parado de llorar durante semanas. Manuela, desquiciada, había optado por ceder el mayor tiempo posible a su hermana Josefa el cuidado del recién nacido. Pero un rayo de malévola inteligencia había iluminado al oficial, que decidió casarse con la joven tullida, a la cual en el fondo despreciaba. Aprovechando la ausencia de Francisco, pensó que ser el oficial más antiguo y el primer yerno de José de Flores le daría mayor derecho a sucederle como cerrajero del rey y quedarse con la fragua. A pesar de la oposición familiar, Manuela y Félix contrajeron matrimonio en la parroquia cercana.
Desde entonces, Monsiono sólo tenía un deseo: ver la pronta muerte de su suegro, ser su sucesor y heredar su patrimonio. Ni el maestro Flores ni Josefa quisieron ser testigos del dislate, que se veían obligados a aceptar como una fatalidad del destino.
Flores, además, siguió relatando Josefa a Francisco, se había dejado llevar por el desánimo. Nada en su vida parecía ya importarle lo más mínimo. Ni siquiera el dinero. Y una decisión equivocada en este ámbito le había llevado a la amenaza de embargo de su taller y herramientas. En recuerdo a la vieja amistad que tuvo con el arquitecto José Benito de Churriguera, había accedido a avalar a su sobrino, el escultor José de Larra Churriguera, en el contrato que éste firmó ante notario para elaborar la escultura de un santo, en plata, destinada al convento de los trinitarios calzados. El escultor, por razones desconocidas, se portó como un mangante, huyendo a Lisboa con el cargamento adquirido de plata, dejando a Flores como principal responsable del desfalco. Y ahora, tras un juicio perdido, se le reclamaba el pago de treinta y cinco mil reales. Si no daba una pronta satisfacción a la justicia, lo iba a perder todo, hacienda, dinero y algo imposible de recuperar: el prestigio, sin el cual José de Flores se dejaría llevar a pasos agigantados hacia la tumba. Josefa se mostraba desolada.
Impactado por lo que oía, Francisco se levantó nervioso de la mesa. Necesitaba asimilar el cúmulo de desgracias que de sopetón se encontraba, sin haber tenido tiempo siquiera para descansar del viaje.
—Por la cuestión económica, maestro, no debe preocuparse —dijo Francisco—. Yo aportaré todo lo que he ganado en Sevilla para rebajar esa deuda que amenaza con el embargo. El resto que quede pendiente, puede resolverse a base de trabajo.
Según terminó de hablar, Francisco se levantó y anunció su deseo de ir a la fragua. No quería ver al maestro deshacerse en palabras de agradecimiento por su generosidad. Pensaba que era su obligación moral hacerlo y no buscaba con ello lisonjas. En medio de aquellas tribulaciones, le apeteció mucho el reencuentro con su lugar de aprendizaje. Josefa se levantó de la silla y se decidió a seguirle. Y allí, junto al banco de trabajo, testigo de tantos sacrificios e ilusiones en la juventud del oficial, Josefa arrancó de nuevo a hablar.
Primero le alabó, emocionada, su noble gesto con el dinero. Después, sin embargo, no pudo evitar recriminarle en la intimidad otros asuntos personales.
—Me alegro de que hayas vuelto, pero no puedo negar que me siento decepcionada contigo —comenzó a decir—. ¿Por qué no te has puesto nunca en contacto con nosotros? ¿Tan poco te importamos?
—Josefa, sé que no tengo perdón —contestó Francisco, avergonzado—. Supe por Pedro Castro que estabas bien y el tiempo en Sevilla, la verdad, se me ha pasado muy rápido…
—Aquí, por el contrario, estos tres años han transcurrido lentos y problemáticos —dijo Josefa, mientras endurecía la voz y el gris de sus ojos se tornaba color de acero—. Yo podría haber solventado ciertos asuntos, simplemente con haber contraído matrimonio con algún comerciante o artesano bien posicionado. Pareces no darte cuenta, pero quiero que sepas que durante todo este tiempo he estado aguardando una noticia tuya, una señal, que nunca ha llegado.
Josefa calló un momento y suspiró, como tomando aire y fuerza para soportar sus emociones. Con emoción en la mirada, siguió hablando.
—Estoy cansada de esperar, Francisco. Y creo que sabes a qué me refiero. Yo te quiero, ¿entiendes? Me gustaría, de una vez por todas, que aclares tus pensamientos y digas si yo formo parte o no de tus planes.
Francisco permaneció inmóvil, de pie junto al banco de trabajo, conmovido por la declaración de Josefa. Era bonito escuchar a una mujer decir que le amaba. De hecho, hasta entonces, sólo se lo había escuchado sinceramente a ella. De todas formas, se sentía extrañamente confuso respecto a Josefa. Algo en lo más profundo de su ser le impedía corresponderla con la misma intensidad. Era como si tuviera el corazón ya entregado a otra mujer y no pudiera dividirlo en dos partes iguales.
Con el arrebato de dignidad que a veces la caracterizaba, Josefa se acercó hasta un cajón de madera donde se apilaban piezas de cerrajería inservibles. Se agachó y rebuscó entre los hierros, hasta llegar al fondo. Extrajo de allí un pequeño hatillo de tela. Se levantó y lo dispuso sobre el banco de trabajo, a la vista de Francisco.
—¡Ábrelo, por favor! —rogó al cerrajero.
Francisco obedeció. Desató y desenvolvió la tela con curiosidad, hasta destapar el objeto que venía dentro: la tosca llave que durante sus días de aprendizaje pretendió iniciar como obra de maestría.
Aquella con la que soñó asombrar a un jurado de examinadores y lograr su ansiado título de maestro cerrajero. Ni siquiera se acordaba de ella. Pensó que se había perdido en el desorden de hierros viejos.
Se sintió henchido de satisfacción y nostalgia al tenerla otra vez entre sus manos. Permanecía callado, emocionado; como un adulto que hubiera reencontrado el juguete favorito de su infancia.
—Sí. Es tu llave de maestría. La guardé cuando empezaste a arrumbarla entre objetos inservibles y a dejarte llevar en exceso por tus sueños de grandeza. Ahora vuelve a ti y cobra todo su sentido.
Francisco, tienes que terminar lo que empezaste y obtener el título que consagre tu talento. Tú lo mereces y esta casa, es decir, nosotros, lo necesitamos, te necesitamos…
Los ojos de Josefa se anegaron otra vez de las lágrimas, como cada vez que se sentía impotente para demostrar a Francisco la profundidad del amor que sentía por él desde hacía tantos años. La flaqueza de la joven y su ruego desolado, entre tantas desgracias, enternecieron al oficial. Parecía pedirle a gritos un gesto de cariño. Le apeteció más que nunca estrecharla entre sus brazos. Josefa le había devuelto a la realidad de su vida a pie de fragua. Llevaba razón. Tenía pendiente un compromiso con su maestro y consigo mismo.
Quizás también con ella. Debía terminar su obra de maestría cuanto antes y ascender al máximo escalafón de su oficio. Saldaría de inmediato las deudas de José de Flores y devolvería a la fragua su centenario prestigio. Con Josefa ya apretada contra su pecho, sintió asimismo la necesidad de besar su boca, con más cariño acumulado que pasión, y pedirle matrimonio. No pudo evitar, sin embargo, que su mente le traicionara fugazmente, trayendo a su recuerdo a María Sancho Barona.
Los susurros de amor de Josefa le devolvieron a la realidad.
Con emoción contenida y un aparente arsenal de ilusiones compartidas, acordaron que celebrarían su boda en unos meses, cuando Francisco hubiera obtenido el título de maestro cerrajero. Pensó que debía tener con Josefa algún detalle que la hiciera sentirse como cualquier novia querida. Extrajo de su hatillo de viaje aquel collar de perlas que lucía la condesa de Valdeparaíso como signo de su amor por Miguel de Goyeneche y que ahora obraba en sus manos, y se lo colocó en el cuello a su prometida, asegurándole que siempre había estado en su mente ese momento y para ello había adquirido la costosa joya en Sevilla. Como por efecto de una extraña magia, si el collar desprendía luz como un signo de lujuria en el escote de la condesa, puesto en Josefa, esa luz parecía apagada como un símbolo de recato y modestia.
Si se dejaba llevar por la confusión de sus sentimientos, Francisco era incapaz de decidir a cuál de las dos opciones estaba traicionando: ¿a su amor platónico, soñado y pasional por María o a la realidad familiar, tierna y comprensiva, que Josefa le ofrecía? ¿Era posible amar con intensidad y querer con sencillez, al mismo tiempo, a dos mujeres opuestas?
La intimidad del momento no había impedido que el cerrajero se fijara con atención en todos los enseres que le rodeaban en la fragua. Necesitaba tomar contacto con el trabajo inacabado y ordenar sus pensamientos. Se percató entonces de que el mítico baúl de secretos de los Flores ya no estaba en su sitio.
—Josefa, ¿qué ha sido del baúl? —preguntó preocupado, rompiendo de sopetón el encanto de ese instante largamente deseado por la joven.
—¿El baúl? Ah, sí. Convencí a mi padre para que lo subiera a su habitación. Pensé en ti y en el valor de lo que, al parecer, contiene dentro. Me pareció que allí estaría resguardado.
—Has hecho bien —respiró Francisco aliviado—. Alabo tu decisión.
—¿Es eso lo que más te importa ahora? —preguntó Josefa, molesta por la falta de atención de su novio.
—No, claro que no. Ahora lo que más me importa eres tú…
—mintió Francisco, sellando con un beso los labios de su prometida.
Francisco empezó a darse cuenta entonces del cansancio acumulado por el viaje. Rogó a Josefa comprensión. Deseaba realmente descansar y dormir, aunque fuera en su viejo catre.
En la soledad de aquella habitación, según se desvestía, pensó aún en los avatares de ese baúl que le comía el seso desde que descubriera lo que atesoraba. Se acordó de repente de que antaño escondió un papel doblado entre la paja de su jergón, en el cual había dibujado los extraños símbolos de aquel jeroglífico que aparecía representado en el manuscrito de los Flores. Con las yemas de los dedos consiguió descoser el colchón y rebuscó entre la paja, partida ya en infinitos pedacitos por el paso de los años. El papel se encontraba todavía allí.
Lo extrajo. Estaba amarillento y el carboncillo del lápiz se había atenuado, pero seguía siendo legible. Provocó en él la misma intensa curiosidad por su significado. Volvió a mirar con atención los símbolos dibujados y se alegró de reconocer entre ellos las dos copas de vidrio que había encontrado idénticas en el anticuario de Sevilla.
Pensó en los conceptos allí aprendidos: silicio y manganeso, silicio y manganeso… Y con esas dos palabras en mente, acurrucado en la cama, se quedó profundamente dormido.
Una discusión subida de tono, junto al llanto desesperado de un niño, fue la molesta cantinela que despertó a Francisco a la mañana siguiente. Félix y Manuela habían regresado de Dios sabe dónde y Josefa les regañaba por haber abandonado a su hijo durante tanto tiempo. Sus obligaciones en palacio no admitían demora y luchaba por convencer a su hermana de que debía cuidar a su criatura. Pero Manuela, más corta de entendederas que nunca, sólo veía a través de los ojos de Félix, a pesar de la desconsideración con que él la trataba. El desagradable oficial, por su parte, hizo mofa del regreso de Francisco, al que ya se imaginó alojado en la casa y se negó a gritos a recibir órdenes de su cuñada, una simple criada con ínfulas de damisela, según sus palabras, injuriándola de una forma insoportable.
Al escuchar los insultos contra su prometida, Francisco se presentó en la sala, raudo y furioso. Lo único que tenía en mente era castigar a Félix por sus impertinencias. Deseaba liberarse, por fin, de la rabia acumulada contra ese hombre dañino. Ágil para prevenir la desgracia, Josefa logró sin embargo interponerse entre ambos. Detuvo a Francisco y desesperadamente le rogó que no cayera en la provocación de ese malnacido. Era mejor esquivarle. Enfrentarse a él en una burda pelea no traería más que desgracias. Los dos oficiales se observaron con inquina por encima de los hombros de Josefa.