El cerrajero del rey (55 page)

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

Se hallaba Francisco de buena mañana en su fragua, cuando llamaron a la puerta. Por su vestimenta, intuyó que se trataba del ayudante de algún caballero de buena posición y no se equivocaba. Su cara le era familiar, pero no era capaz de recordar dónde le había visto antes. Se presentaba cargado con un pesado objeto entre las manos, cubierto por una tela. Al momento de entrar, se identificó. Trabajaba para Miguel de Goyeneche en la imprenta de
La Gaceta de Madrid,
y éste le había ordenado traer al taller de Barranco un viejo baulillo de hierro que ahora mostraba destapado. La pieza tenía en su frente un curioso candado, con un mecanismo de cinco ruedas con letras, de forma que sólo se abriría al formar una palabra clave. Estaba, sin embargo, oxidado, inservible y atascado. Francisco lo examinó con interés. A pesar de su mal estado de conservación, era un pequeño ingenio que bien merecía ser valorado.

—Don Miguel me manda traerte el baúl para que hagas en él los arreglos necesarios —dijo el hombre.

—Bonita pieza… —susurró Francisco, examinándolo ya entre sus manos.

—Yo mismo lo encontré en un almacén de la imprenta, entre otros trastos desahuciados —aclaró el ayudante de Goyeneche, dándose importancia—. Don Miguel pasó aquel día por el despacho de
La Gaceta
y se encandiló con esta antigualla. Uno no acaba nunca de entender a esos caballeros…

—Créeme, amigo, los objetos de hierro no perecen jamás y con el tiempo algunos se convierten en únicos. Este baulillo tiene ese aspecto.

—El caso, cerrajero, es que mi amo pide que trabajes en él con urgencia y lo dejes como nuevo. Debes acudir a entregarlo mañana en casa del marqués de Villarías.

—¿Mañana? Pero eso es muy precipitado para este arreglo…

Seguro que será preciso desmontar el candado y forjar, limar, tornear y ajustar algunas piezas de su mecanismo. Y ¿dices que en casa del marqués de Villarías? —preguntó el cerrajero extrañado.

—Sí. Así me ha dicho. Que te presentes allí mañana, a la caída de la tarde, con el baúl arreglado.

Francisco no encontraba explicación al extraño encargo, pero no le pareció conveniente pedir más detalles. Viniendo de Goyeneche, intuyó que se trataría de algo interesante.

—Está bien. Dile a don Miguel que allí estaré. Se hará tal cual ordena.

Durante las siguientes horas, faenando a destajo, pero con tiento y delicadeza en aquel curioso conjunto de baulillo y candado, Francisco no pudo quitarse esa próxima cita de la cabeza. Don Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarías, era desde hacía tres años el secretario de Estado, máximo poder del gobierno, puesto al que había accedido tras la muerte del eficaz José Patiño. Isabel de Farnesio lo tenía en alta estima; se podía asegurar que era un hombre de la reina. A pesar de la proximidad de sus cargos en el entorno de la soberana, Villarías y Goyeneche nunca habían intimado para asuntos que no tuvieran estrictamente que ver con la casa de la reina. Se presentaba ahora una curiosa ocasión en la que ambos tenían insospechados intereses comunes. Nacido en la localidad vizcaína de Musques, lugar principal de aquel histórico valle de Somorrostro, de donde se extraía el mineral de hierro de mayor calidad del mundo, Villarías era propietario de la gran ferrería de El Pobal, cuya rentable producción de metal había hecho a su familia una de las más poderosas del concejo.

A él, más que a nadie, podría interesarle igualmente controlar el suministro de esas ingentes cantidades de hierro necesarias ahora para palacio. Para ello era preciso limitar las atribuciones del poderoso Sacchetti y situar a personas de confianza en los cargos de decisión y responsabilidad que tuvieran que ver con la aportación de hierro.

Era fundamental que Francisco Barranco fuera uno de ellos. Esta colaboración podría traer a todos grandes beneficios.

La casa de Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarías, se hallaba en la plazuela de Matute, contigua a la transitada calle de Atocha.

Detrás de una portada de moldurones y perfiles barrocos, se extendía un amplio edificio cuadrado, de amplias y sobrias estancias dispuestas alrededor de un ordenado jardinillo central. La abundancia de tapices, cuadros y buenos muebles, algunos de procedencia vasca, eran el signo inequívoco de la opulencia financiera de su dueño.

Francisco se sentía intimidado por esta visita que iba a realizar. La entrega del baulillo de hierro le parecía una mera excusa para algo más importante. Desconocía realmente a qué motivo concreto respondía y a qué personas iba a encontrar allí.

Tras llamar a la puerta, un criado le hizo esperar en la calle.

Francisco aprovechó para atusarse las arrugas de la camisa y la chaquetilla y comprobar que iba limpio de tiznes. Instantes después, un ayudante del marqués le acompañó hasta el gabinete principal. Al acceder a la habitación, con el baúl entre las manos, se encontró a dos caballeros de espaldas, con vistosas casacas de seda y largas pelucas de rizos blancos. Parecían entretenidos en comentar las particularidades de un retrato femenino allí colgado. Se trataba del marqués de Villarías y Miguel de Goyeneche, que se dieron la vuelta al entrar el cerrajero. La presencia de su protector le hizo sentirse satisfecho y aliviado. Era señal de que había llevado a sus máximas consecuencias la promesa de recomendarle en palacio. Y lo había hecho nada menos que a Villarías, quien después del rey, era el caballero más poderoso.

—Aquí tienes al famoso Francisco Barranco, de quien te he hablado, Sebastián —dijo Goyeneche, presentándole formalmente, aunque con franca familiaridad, como era su costumbre—. Él se ha encargado de arreglarte este pequeño ingenio de cerrajería, que pido le aceptes como un modesto, pero singular presente, que seguro sabrás apreciar.

—Por fin nos vemos, amigo Barranco —contestó Villarías con cálido ademán—. Después de todo, tanta gente se refiere a ti en elogiosos términos que uno no puede menos que sentir curiosidad por conocerte… Te agradezco el regalo. Recuerdo que en mi casa de Musques había uno parecido.

—Señor, el honor es mío —intervino Francisco, abrumado por el recibimiento.

Goyeneche tomó el bulto de manos de Francisco y lo depositó encima de una mesa, donde pudieron examinarlo con admiración y curiosidad. Francisco explicó brevemente la forma en que había tenido que despiezar el candado para recuperar su ingenioso uso, y fijar en él una nueva palabra clave de cinco letras, con la cual su próximo dueño lograra abrirlo y cerrarlo.

—¿Cuál es la palabra clave, Francisco? —preguntó impaciente Goyeneche—. El marqués necesita saberla para darle uso.

—En vista de que no había tiempo para consultar, hube de decirla yo solo. Con cinco letras… Quizás al señor marqués le hubiera gustado otra…

—Vamos, dinos, ¿cuál es? —insistió Goyeneche.

—Marte.

—¿Marte? —volvió a preguntar intrigado Goyeneche.

—Sí. Marte, el dios de la Antigüedad clásica que representa al hierro —contestó Francisco con suficiencia, aparentando tener amplios conocimientos sobre este asunto, del que había aprendido gracias a la condesa de Valdeparaíso.

—Me gusta. No podía ser más acertada para mi persona —concluyó con satisfacción Villarías, manejando ya las ruedecillas de letras de ese curioso candado.

El anfitrión los invitó a tomar asiento en tres bellos butacones dispuestos en torno a un velador, cerca de la chimenea, que permanecía cargada de leña, lista para ser utilizada en cualquier momento.

Mientras los dos caballeros ocupaban con sus amplias casacas la totalidad del asiento, Francisco se sentó al borde del butacón, como si su cuerpo no quisiera relajarse, sino mantenerse tenso y a la expectativa de los acontecimientos.

—El intendente de la obra de palacio, Manuel de Miranda, anda preocupado por la dirección de las nuevas fraguas —comenzó a explicar sin más preámbulos el marqués de Villarías—. Quiere evitar que caiga en manos de un extranjero, como propone Sacchetti.

Tanto Miranda como Goyeneche me recomiendan encarecidamente que te ofrezca el puesto a ti, Barranco.

—Y no te equivocarías, Sebastián, ya te lo he dicho… —interrumpió Miguel de Goyeneche.

—Daría mi vida por ese cargo, señor. Tanto el maestro Flores como yo, por los años de servicio y lealtad a la Corona, haríamos el honor a su confianza. Nadie llevaría a cabo esa labor con mayor celo que nosotros —intervino Francisco.

—Tengo entendido que tu suegro, mi viejo conocido José de Flores, está ya tan enfermo que no podría hacerse cargo, aunque realmente sea él quien está en posesión del título de cerrajero de cámara —sondeó Villarías.

—Así es, señor. Pero yo asumiría el trabajo, aunque el prestigio y el salario fueran para el maestro. Lo importante es que esas fraguas estén en manos de quien realmente pueda gobernarlas con honestidad y buen oficio.

—No puedo negar que este asunto del hierro me atañe de pleno —confesó Villarías—. No pretendía hacer llegar mi influencia hasta la designación de cargos en la obra. Como secretario de Estado me debo a otras responsabilidades y no quiero entrar en conflicto con ese tozudo y sombrío Sacchetti. Él sabrá lo que hace, y los reyes le acabarán pidiendo cuentas. Pero visto que Goyeneche…, mi rival en algunos asuntos, por qué negarlo, me pide y me ofrece entendimiento y colaboración, creo que es interesante que acceda a ello. El puesto será tuyo…

—Gracias, señor —interrumpió Francisco anticipadamente.

—…a cambio de que, desde las competencias que te correspondan, procures que en el suministro de hierros figure con regularidad mi ferrería de El Pobal, y que los informes que hagas sobre la calidad de mis metales sean adecuadamente favorables. Aunque no me cabe duda que allí sólo fabricamos hierro de la mejor calidad.

Deberías conocerla; es un lugar hermoso.

—Estoy seguro de ello, señor. Contad con mi mejor disposición —aseguró el cerrajero con entusiasmo, aun a sabiendas de que le estaban haciendo una concesión cautiva, basada sólo en un intercambio de beneficios.

—Por otro lado, Goyeneche —prosiguió Sebastián de la Cuadra, esta vez dirigiéndose al caballero—, sabes que no estorbaré a tus pretensiones de lograr un futuro monopolio para la fabricación de acero, si es que das con la fórmula rentable para llevarlo a cabo.

En este momento, a todos nos interesa, por el bien del reino, que exista una fábrica capaz de dotar a la armada de los mejores cañones que se fabriquen en Europa. Los necesitaremos frente a Inglaterra, Francia y Holanda, si queremos defender la posesión, el comercio y la explotación exclusiva de nuestras colonias en América. Eso es lo único que hace respetable a este país en el concierto internacional de potencias ansiosas de poder, riqueza y expansión.

—Estoy de acuerdo, Villarías. No tiene sentido que rivalicemos. Formamos parte del mismo bando —contestó Miguel, dando a entender que su apoyo al secretario de Estado se refería tanto a los mutuos intereses económicos, como a las intrigas políticas que pronto se desatarían en la corte.

—Estoy convencido de que los reyes pronto te recompensarán con ese título nobiliario que probablemente ansías, y que por otro lado tu padre rechazó…

—¿Así lo crees? Bueno, tú mismo has recibido recientemente el marquesado que ostentas.

—Sí. Y orgulloso estoy de ello —afirmó satisfecho Sebastián de la Cuadra, que efectivamente, había recibido ese mismo año el marquesado de Villarías—. El rey está por la labor de ennoblecer a quien procura prosperidad y finanzas a su reino. Son los que realmente lo merecen. Acaba de conceder sendos títulos de marqués al propietario de la fábrica de hojalata de Ronda y al de la fundición de Liérganes.

Francisco observaba cómo la charla amenazaba con derivar hacia cuestiones meramente sociales, cuando de repente se abrió la puerta del gabinete. Una joven dama de atractivo aspecto, vestida con un elegante traje de ramos florales en tafetán morado, irrumpió en la habitación. Goyeneche se levantó de su butacón caballerosamente y el cerrajero imitó su gesto.

—Perdonad, caballeros —dijo con frescura—. Tío Sebastián, sólo quería saber si al final nos acompañarás al paseo por el prado de San Jerónimo esta tarde.

—Antes de interrumpir de esta manera, querida, debes presentarte a mis invitados —le reconvino el marqués de Villarías—.

Goyeneche, Barranco, esta mujercita intempestiva es Antonia, hija de un pariente lejano, que ha venido desde el norte a pasar una temporada en la corte.

La joven saludó alargando su delicada mano, con especial atención a Miguel de Goyeneche, que no quitaba la vista de la encantadora joven. Sebastián de la Cuadra ofreció excusas a su pariente y la instó a que paseara sola junto a su doncella de compañía. Antonia se despidió con la misma diligencia con que había entrado en la habitación, dirigiendo una alegre sonrisa hacia el caballero que tan fijamente la observaba.

—Goyeneche, ¿sigues sin compromiso matrimonial? —preguntó con evidente intención Villarías.

—Sí, Sebastián, así sigo, de momento.

—No es bueno que el hombre esté solo, ya sabes. Mírame a mí. Soltero a mis cincuenta y dos años. Acumulo riquezas y honores,

¿para quién? Para los descendientes de mis once hermanos y otros parientes lejanos. No tiene sentido. Cásate cuanto antes —Villarías se dirigió hacia Francisco—. Y tú, Barranco, ¿estás casado?

—Sí, señor, hace ya unos años, aunque todavía no tengo hijos.

—¿Lo ves, Goyeneche? Sigue su ejemplo. Corteja a mi sobrina, si es de tu gusto. Te doy permiso. Es encantadora y hermosa; no te quepa duda de que será un buen partido…

—No niego que me agradaría hacerlo —contestó Miguel, esbozando una sonrisa—. Hay damas por las que merece la pena entregar la soltería en prenda, y por lo que se ve tu sobrina es una de ellas. Hasta ahora no conozco más que el amor superficial y caprichoso. No me importaría sentar la cabeza en un futuro cercano…

El comentario de Goyeneche hirió profundamente la sensibilidad de Francisco. Le pareció que Miguel, con todas sus virtudes, se comportaba de una forma manipuladora y falsa en su relación con el sexo femenino. Se acordó de la condesa de Valdeparaíso y sintió rabia en su interior. Goyeneche no se merecía la entrega de una mujer tan bella de apariencia como de corazón. Nada desearía él más en el mundo que poder amarla para hacerla feliz, y ser correspondido. Sus pensamientos debieron traslucirse en su semblante, que se tornó repentinamente serio. No podía permitirse el lujo de resultar descortés, así que hizo esfuerzos por mantener el tipo hasta el final de la cita, de la cual Francisco se llevaba un alto concepto del marqués de Villarías.

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