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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El cerrajero del rey (5 page)

Aquellos relatos despertaron en Francisco una intensa curiosidad por el recién adquirido oficio y el entorno en el que habría de desarrollarlo en el futuro como criado del rey.

A los seis meses de la muerte de María Luisa Gabriela de Saboya, pudo leerse en las bulliciosas calles de Madrid el edicto que anunciaba el siguiente compromiso matrimonial de Felipe V. Una nueva soberana, también de procedencia italiana, venía ya de camino. Era Isabel de Farnesio, y José de Flores fue solicitado por el rey para que lo acompañara, formando parte de la comitiva de servidumbre, en su viaje a Guadalajara, ciudad en la que habría de recibirla oficialmente y donde se procedería a ratificar la boda. La misión del maestro cerrajero sería la de adelantarse al séquito real para instalar cerraduras de alta seguridad en los aposentos donde habría de dormir el soberano, en todos aquellos palacios y caserones que ocupara solo o con su esposa durante el trayecto de ida y vuelta.

—En esta ocasión, el cortejo de criados va a ser reducido a lo esencial —comentó Flores en el taller—. Con un único ayudante habrá de bastarme. Tú, Félix, prepara el hatillo para acompañarme.

Espero que no tenga que avergonzarme allí de tu comportamiento.

—A mí también me gustaría ir, maestro —se atrevió a sugerir Francisco.

—Imposible. Todavía no. El servicio al rey es algo serio y tú apenas sabes nada del oficio. Te tendría más por estorbo que por ayuda. Más te vale encerrarte durante mi ausencia en el taller, habituarte a las herramientas y memorizar lo que hasta aquí te he enseñado, como si te fuera la vida en ello.

—Pero maestro —protestó Francisco—, si quedo solo en el taller, jamás aprenderé.

—Te equivocas. Los oficios se aprenden practicando. Basta que el maestro enseñe algo para que el pupilo no aprenda. Estando solo te darás cuenta de tus carencias y lo mucho que debes trabajar aún para ser un buen oficial. Serás responsable de tu propio quehacer durante mi breve ausencia y eso ya es una buena enseñanza. Dejo la casa y la fragua al cuidado de Nicolasa, que lo hará con más autoridad que yo mismo. Ella sabrá cuidarte.

Francisco no pudo evitar sentir envidia por su compañero de aprendizaje, de quien evitó despedirse. Desde su primer encuentro, la relación entre ellos había ido empeorando inevitablemente por días.

Félix aprovechaba cualquier ocasión para demostrarle su indiferencia y hacerle desaires. Jamás le había ayudado a acoplarse al trabajo de la fragua ni a aprender sus principios. Más bien al contrario, a espaldas de Flores no dudaba en confundirle para que tomara la herramienta equivocada y estropeara la labor, para mayor enfado del maestro. Félix se sentía desplazado por la llegada del nuevo aprendiz y manifestaba sus celos hacia Francisco con rabia contenida en cada mirada, cada palabra que le dirigía. Si Francisco le estorbaba en el taller, lo empujaba sin miramientos para que se apartara de su camino. La conversación entre ellos, porque así lo imponía Félix, era parca y desabrida, aun en las noches, cuando compartían el aire de su estrecho dormitorio. Nunca se había interesado por los sentimientos personales de Francisco, que a su vez se había acostumbrado a responder con el mismo tono áspero, aunque no fuera acorde con su carácter noble y conciliador.

Desde el anuncio del viaje, Félix había procurado con sus irónicos comentarios hacerle notar la diferencia que entre los dos mediaba por sus conocimientos en la fragua.

—Quedas entre féminas, Francisco. Quizás puedan enseñarte algo sobre el difícil arte de los metales… —comentó Félix con sorna.

—¿Acaso no regentó tu madre una herrería al quedarse viuda? Tal vez fuera a ella a quien se le olvidó inculcarte el amor por el trabajo —contestó enfadado Francisco, sin calibrar bien la reacción que sus palabras iban a provocar en Félix, que se revolvió loco de furia contra él, agarrándole fuertemente de la pechera de la camisa.

Por la expresión violenta de sus ojos, enrojecidos de ira, Francisco entendió el daño que los recuerdos del pasado aún provocaban en su contrincante. Se arrepintió de sus palabras, pero no le dio tiempo a disculparse. Félix lo soltó con desprecio.

—¡Algún día te ajustaré las cuentas…! —sentenció Félix, mientras salía precipitadamente del cuarto que ambos compartían, propinando un sonoro portazo.

Capítulo 3

La carta que jamás hubiera querido leer llegó a sus manos inesperadamente una mañana. Aunque el texto le competía sólo a Francisco, la misiva fue traída desde Nuevo Baztán, por un emisario de Goyeneche, a nombre de José de Flores. El maestro la abrió confiadamente a la hora del desayuno ante sus aprendices. Su rostro se tornó serio según iba leyendo. Nicolasa, que conocía bien a su esposo, intuyó el contenido y pidió a su vez leer el documento. Al llegar a la última línea, la compasión que destilaron sus ojos, vueltos ahora hacia Francisco, le anunciaron sin remedio la mala noticia. El aprendiz miraba con inquietud al maestro y su esposa, temeroso de que el mal augurio que presentía fuera cierto.

—Creo que debes decírselo de palabra… —susurró con delicadeza Nicolasa a Flores, doblando el papel en cuatro, mientras deseaba que su marido estuviera a la altura afectiva que las circunstancias requerían.

—Francisco… —dijo Flores, alargando el silencio.

—Sí, maestro. ¿Qué pasa? —preguntó el aprendiz, ya con nerviosismo.

—Chico… Tu madre ha muerto —espetó sin miramientos.

El muchacho se alzó de un brinco de la silla, pero quedó de pie, petrificado, como anclado al suelo. Sus labios se fruncieron. Tenía miedo a que Félix se mofara de él si daba rienda suelta a su pena, aun cuando se tratara de la pérdida de su madre. Decidió tragarse de sopetón el disgusto, que notó bajando áspero por la garganta y encogiéndole el estómago, hasta hacerle sentirse mal. Ni una lágrima, sin embargo, asomó en sus pupilas ante los demás. Nicolasa lo abrazó con ternura y le hizo sentarse de nuevo para relatarle, con palabras de consuelo, lo que la carta expresaba. Una cruel tuberculosis, padecida a lo largo de varios meses, había acabado con la vida de Teresa Salado. La encontraron muerta en el almacén de hilos. Ante la falta de familiares que reclamaran su cuerpo, ya la habían enterrado unas semanas atrás en aquel lugar. En apariencia, no dejaba más herencia que sus escasas pertenencias en Nuevo Baztán, que habían sido quemadas como se hacía habitualmente con los que morían por enfermedad. Francisco ignoraba que su madre había dejado en Morata de Tajuña, a recaudo de un contable, ciertos caudales que jamás llegarían a su posesión. Hacía tiempo que se había acostumbrado a no añorarla. De todas formas, durante muchos días lloró su pérdida en soledad y silencio, haciéndose a la idea de que nunca la volvería a ver.

A partir de entonces, solo en la vida, Francisco encontró en Nicolasa de Burgos, la mujer del maestro, una segunda madre. Aquella figura capaz de llenar las carencias afectivas que arrastraba como huérfano, de hacer que confiara en sí mismo y entreviera el futuro prometedor que tenía por delante si se aplicaba en el oficio. Se apegó a ella. La apreciaba por su gran corazón y temperamento de acero.

Durante su juventud, Nicolasa había brillado con luz propia entre las familias de artesanos de Madrid, por su rara belleza e inteligencia. Se había criado en el exquisito mundo de los arcabuceros.

Su padre era maestro del oficio y su madre, Margarita Asquembrens, descendiente de uno de aquellos reputados armeros traídos por Felipe II desde Flandes. De su ascendencia flamenca, Nicolasa había heredado el color rojizo del cabello y la tez blanca, que junto a sus ojos castaños, la habían dotado de un gran atractivo físico, no siempre valorado por los españoles, que consideraban el pelo rojo como signo de mal fario. Ahora, cumplidos los treinta y tres, era su fuerte personalidad la que sobresalía sobre su apariencia externa.

Se decía que aprendió a leer en viejos libros y manuscritos heredados de su familia materna, de ahí que fuera capaz de entender la escritura en varios idiomas, el flamenco, el francés y el alemán, hecho extraordinario, dada la precaria educación que recibían entonces las niñas. La mayoría de las mujeres de su entorno eran analfabetas. Nicolasa aún guardaba de aquellas precoces lecturas ciertos conocimientos e historias sobre metales, que la habían aupado como inusual referente entre las esposas de los artesanos madrileños.

Desde su matrimonio con el maestro Flores, Nicolasa inspiraba en el gremio de cerrajeros, aquel órgano tirano que velaba por el monopolio del oficio, algunas de las reglas que atañían a las mujeres de sus miembros. José, que por su condición de criado real tenía el privilegio de ser veedor perpetuo de la institución, respetaba en este aspecto las opiniones de su compañera. Él se encargaba después de proponerlas como si fueran suyas en las reuniones gremiales. En este sentido, se dictaron normas favorables a las esposas de los cerrajeros. Las viudas podrían conservar la licencia de los talleres de sus difuntos maridos y mantener abiertas las cerrajerías, gobernando ellas mismas a los oficiales. Estarían capacitadas de este modo para salir adelante sin estar obligadas a traspasar sus negocios, ni a casarse con otros maestros. Algunas, aunque pocas, se atrevían así a subsistir de forma independiente en un ámbito masculino.

Nicolasa de Burgos era su ejemplo, pues ella misma quedaba muchas veces al frente de la cerrajería real cuando José de Flores se ausentaba de la capital por necesidades del oficio. Así había ocurrido con ocasión del viaje a Guadalajara.

Francisco pasaba mucho tiempo solo en el taller durante esos días. El maestro le había encargado que no dejara apagar el fuego de la fragua, obligándole a interesarse concienzudamente en el manejo de los fuelles, la acción de las corrientes de aire insufladas sobre el carbón y las diferentes tonalidades de color que éste adquiría según la temperatura alcanzada. «El carbón es un diamante negro —le había explicado José de Flores—. Sin él no podría trabajarse el hierro, y el hierro es el metal más importante para el hombre, porque con él se fabrican las armas y las herramientas, imprescindibles para su supervivencia».

Francisco transportaba a diario, en una carretilla de madera, desde el almacén contiguo al taller, la suficiente carga de carbón para reponer en la fragua el que ya se había consumido. Se obligaba incluso a levantarse a medianoche para vigilar que las ascuas permanecieran candentes bajo la capa de cenizas. Se podría decir que andaba obsesionado por mantener el olor del carbón pegado a su nariz.

Había algo más, sin embargo, que en la soledad nocturna empezó a desvelarle. Aquel baúl esquinado, tapado y escondido, que guardaba los secretos del maestro, parecía reclamar su atención constantemente. Pensó que se trataba del recuerdo que despertaban en él aquellos otros arcones de libros que tanto le habían vinculado a su padre. A ratos echaba de menos aquellas lecturas en el viejo caserón de su infancia. No se atrevió a tocar el mueble durante varios días, pero la curiosidad pudo finalmente más que su compromiso de honestidad con José de Flores.

Una noche, a la luz de la vela, volvió al taller con el máximo sigilo, procurando no hacer ruido. Buscó punzones y ganzúas entre las herramientas ordenadas sobre el banco de trabajo, retiró el tapete que cubría el baúl y se afanó en intentar forzar con tiento sus dos cerraduras, una a cada lado del frente. «Puede que sea difícil la primera vez, pero lo acabaré logrando», musitó decidido. Iluminaba el hueco de la bocallave con la vela para atisbar el mecanismo interior, pero no conseguía más que quemarse las pestañas al acercar demasiado su rostro a la llama. Le costó varias noches lograr identificar el sonido correcto de la ganzúa levantando el resorte que abría la cerradura.

Las manos le temblaban; el corazón le palpitaba fuertemente. Se sintió satisfecho por haber sido capaz de descerrajar el misterioso cofre por sí mismo. Al abrir la pesada tapa, la sensación de estar robando la intimidad del maestro lo mortificó durante unos instantes, aunque la fascinación por aquellos objetos que aparecieron a su vista vino a compensar el cargo de conciencia que ya le atenazaba.

Era un privilegio tocar y estudiar aquellas cerraduras, algunas pesadas y de gran tamaño, muy variadas en sus formas. Las había repletas de grabados al aguafuerte; algunas incluso firmadas a buril «Flores
fecit
», junto a otras de evidente aspecto foráneo, con inscripciones, fechas centenarias, iniciales y nombres de artesanos extranjeros. Todas conservaban su correspondiente llave, unida por una cinta a cada artilugio para evitar extravíos. Éstas eran hermosas, muy decoradas y de complejas guardas. Francisco se entretuvo en introducir cada cual en su bocallave, comprobando cómo al girar y accionar los resortes de la cerradura, al encajar al milímetro sus engranajes, emitían un impactante y seco sonido metálico, como el de una pesada puerta de mazmorra que se cerrara de golpe.

Así pasó muchas horas robadas al sueño, noche tras noche, procurando colocar en cada ocasión el arca y su contenido en el mismo estado en que el maestro lo había dejado.

La pila de pesados herrajes, cuidadosamente amontonados, apenas le había permitido llegar al fondo del baúl durante todas esas ocasiones. Por ello la sorpresa fue extrema cuando una noche entrevió entre las últimas piezas que iba a admirar lo que parecía un libro manuscrito. Sus viejas tapas de pergamino arrugado y polvoriento, rodeadas por el cordón de cuero ya cuarteado, hacían evidente su antigüedad. Lo sacó con cuidado y comenzó a hojearlo a la luz de la vela. Las páginas estaban rígidas, hacían ruido al pasarlas y algunas desprendían polvos secantes para la tinta, lo cual dificultaba a Francisco su manejo. Pudo ver que se trataba de anotaciones a mano, textos escritos por diversas personas en diferentes tiempos.

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