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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El cerrajero del rey (7 page)

Recorrió un trecho de la calle, admirando las sobrias fachadas de los edificios. Se adentró por los soportales hasta la plaza Mayor, aquel espacio de proporciones mágicas y austera belleza, que servía a modo de gran bazar al aire libre. Comerciantes de todas clases vendían allí sus mercancías, cargadas en grandes cestos, pregonando a los cuatro vientos su calidad y buen precio. A Francisco le costaba creer que hubiera clientes para tanta oferta, pero lo cierto es que Madrid se quitaba de encima con júbilo la pesadumbre de la guerra.

La ciudad resurgía como capital de la nueva dinastía de los Borbones españoles y Felipe V había premiado su lealtad reactivando el comercio y promoviendo una arquitectura que la embelleciera.

Se asomó a alguna de las tabernas situadas bajo los arcos de la plaza, pero no se atrevió a entrar. Se acercó hasta la Puerta del Sol y subió por las escaleras hasta la grada exterior de la iglesia de San Felipe el Real, en una esquina de la plaza. Aunque era día de fiesta, se percató enseguida de que aquel sitio era lugar de reunión para ociosos. Hombres de diversa condición, ninguno con aspecto distinguido, charlaban, quitándose la palabra unos a otros, sobre las últimas noticias y rumores. Entendió por qué le llamaban el mentidero de la corte. Bajó de nuevo, abriéndose paso a codazos entre remolinos de gente, a contemplar los pequeños comercios de mercería, ropa y baratijas que funcionaban en los huecos bajo las arquerías de la grada. Se dirigió al puesto de un tratante de objetos viejos, donde se entretuvo en ojear libros, estampas de santos y ejemplares pasados de
La Gaceta de Madrid,
que de nuevo despertaron en su memoria lejanos recuerdos de la niñez junto a su padre.

Una voz femenina tras de sí lo sacó de sus pensamientos:

—Hola, Francisco. ¿Qué haces aquí solo? Creí que andabas en compañía de Félix.

Era Josefa, que desde lejos había seguido sus pasos entre la multitud, curiosa por ver dónde terminaría el aprendiz su periplo.

La joven se había arreglado más de lo habitual para salir a la calle y lucía un hermoso corpiño de flores que la hacía parecer mayor y realzaba su natural atractivo.

—Hola… —contestó azorado y sorprendido por el aspecto de la hija del maestro—. No es prudente que una doncella como tú ande sin compañía por estas plazas.

—Descuida, conozco bien mi barrio y sé defenderme sola.

Más bien creo que puedes ser tú el que necesite ayuda para manejarse de nuevas en esta ciudad, donde muchas cosas no son lo que parecen…

—¿A qué te refieres exactamente?

—Te he estado observando pasear entre la muchedumbre demasiado embobado y estos lugares están llenos de rateros y maleantes. Dice mi padre que la corte actúa como un imán, y que el nuevo rey ha atraído a Madrid infinidad de artesanos y comerciantes foráneos, y tras ellos han llegado también individuos de la peor ralea.

—A mí poco pueden birlarme —dijo Francisco.

Se echó la mano al bolsillo para mostrar ufano los dos reales bien ganados con su esfuerzo, pero comprobó para su sorpresa que la moneda había desaparecido.

—Hijos de perra… —maldijo sin tapujos con el rostro demudado de rabia e impotencia—. ¡Me han robado!

Josefa no pudo reprimir esbozar una sonrisa ante la desagradable lección que la capital acababa de dar a su vecino novato.

—Lo siento, Francisco. No es mi intención complacerme con tu desgracia. Seguro que a partir de ahora sabrás guardar bien tus caudales cuando transites por la calle.

—No lo consideraré mala suerte, sino exceso de confianza por mi parte. En fin, que le aproveche al ladrón el dinero que con tanto sudor me merecí. Ya ves, podría haberlo empleado en comprarte un regalo.

—¿A mí? —preguntó con escepticismo Josefa.

—Sí, a ti. ¿Por qué no?

—No tienes por qué hacerme ningún regalo.

—¿Acaso no me aceptas un halago?

—Depende, Francisco. Hay halagos que comprometen y prefiero que seas cauto. A cualquier mujer le gusta que la cortejen, pero me niego a que pienses que el hecho de ser alumno de mi padre te da derecho a intentar engatusarme, ni soñar que soy presa fácil. Si acaso has imaginado algo así, ahórrate la palabrería vana. No soy de ésas —dijo Josefa, remarcando altivamente sus palabras.

—No te confundas, Josefa. Apenas me conoces. Si has pensado eso de mí, no tenemos más que hablar —contestó tajante Francisco, alejándose del lado de la joven para proseguir solo su deambular por las calles.

Josefa se quedó inmóvil y pensativa durante unos segundos, viendo cómo el aprendiz se marchaba sin volver la vista atrás. Hizo caso a un repentino arrebato y corrió a su lado, sujetándole por el brazo.

—Bueno, quizás he sido algo brusca y zafia contigo. Lo lamento. Simplemente aborrezco que se me importune de la forma grosera en que lo hace ese desagradable Félix. ¿Me entiendes? —preguntó Josefa, convirtiendo su voz en un susurro de arrepentimiento.

—Es evidente que entre Félix y yo media un abismo, ¿no crees? No soy quién para dictaminar qué debes hacer con tus sentimientos. Únicamente te diré, y quizás hable demasiado, que desde que mi vida es parte de tu familia y transcurre entre carbón y hierro, tu presencia ha sido para mí luz en algunos días de tiniebla… —comenzó a decir Francisco, sin frenar el impulso de acercarse a Josefa hasta el punto de sentir su cálido aliento en el rostro.

La joven bajó la mirada y vaciló por un momento, pero retrocedió acto seguido dos pasos.

—¡Vámonos, aprendiz Barranco! Mis padres deben estar esperándonos. Si no me ocupo de ti, acabarás perdiéndote y quién sabe lo que podría sucederte. ¡Sígueme! —ordenó Josefa, con el rostro arrebolado y un brillo de emoción y alegría en sus ojos.

A buen paso, regresaron juntos a la cerrajería, atravesando esta vez estrechas callejuelas en dirección al regio alcázar. Al escuchar un cercano: «¡Agua va!», Josefa pegó un brinco y empujó a Francisco hacia delante, evitando que le cayera encima el contenido de un bacín de inmundicias, que alguien arrojaba desde un balcón.

Era la más fea costumbre de esta villa y corte. La de aliviar las casas de desperdicios humanos, tirándolos a cualquier hora por las ventanas. No se tomaban medidas drásticas para erradicar este mal hábito, porque sólo el pueblo llano sufría sus consecuencias. Los nobles circulaban por la ciudad en carrozas y sillas de manos, y jamás ensuciaban sus lujosos zapatos con el barro de las vías a medio empedrar.

El hedor de algunas calles, sin embargo, se hacía para todos igual de insoportable, especialmente para los extranjeros, que no llegaban a entender cómo una ciudad de tan bellas iglesias y conventos, hermosa en apariencia, no ponía remedio a este asunto. Para algunos, este tufo que enrarecía el aire era la causa de que los objetos de plata se tiñeran en Madrid de negro antes de tiempo.

Cerca ya del hogar de los Flores, se toparon con un perrillo blanco vagabundo; uno de tantos, que entre gatos y otros animales, campaban a sus anchas, sueltos, por las calles. Resultó ser una hembra, con una mancha negra a media cara que le daba un aspecto simpático. Parecía haber tenido antes dueño, puesto que presentaba el rabo cortado e insistía en seguir de cerca las zancadas de Francisco.

El aprendiz decidió dejar que les acompañara.

—La llamaré
Ganga,
como el material que se desecha del mineral de hierro. A ella también parece que la ha desechado alguien.

Si me deja tu padre, la amaestraré para que nos haga compañía en la fragua —comentó, dirigiéndose a Josefa, cuando llegaban ya a la plazuela de la cerrajería.

Francisco interrumpió el paso de repente y retuvo del brazo a Josefa, haciéndola girar frente a él. La hija del maestro imaginó que era el momento de la declaración amorosa que tanto ansiaba.

—Por favor, no cuentes que me han robado el dinero —suplicó muy serio—. Preferiría evitar la humillación, sobre todo ante Félix.

—Tranquilo. Lo que ha sucedido hoy queda entre nosotros —contestó resignada Josefa, dándole un fugaz beso en la mejilla—.

Espera en la plaza un rato y entra en casa después de que yo lo haga.

Caminando a una prudente distancia detrás de él, Félix Monsiono había contemplado la escena, muerto de celos. Llevaba un buen rato espiándolos. Finalmente se hizo el encontradizo y se unió a Francisco en la puerta. Interesaba a ambos aparentar que volvían juntos de la festiva excursión. El deambular de Félix por la villa había sido menos casto que el de Francisco. Su moneda de dos reales pasó a engrosar esa tarde las arcas de una mancebía situada a espaldas de la calle Carretas.

La resaca de las conmemoraciones terminó súbitamente. Los cambios empezaron a notarse desde el primer día que Isabel de Farnesio hizo su entrada en palacio. José de Flores ya había sido testigo en su viaje a Guadalajara de algunos de ellos, cuando entre los criados reales se extendió una noche la alarmante noticia de que la soberana recién llegada acababa de cesar a la princesa de los Ursinos, camarera mayor de su antecesora y gobernanta autoritaria de la corte. Había ordenado introducirla por la fuerza en una carroza y transportarla directamente con lo puesto hasta la frontera francesa. Fue un golpe de mando bien visto por la servidumbre española, que odiaba a la prepotente camarera y rechinaba los dientes ante los privilegios que muchos extranjeros obtenían junto al rey. Aunque se precipitaron en imaginar que la medida traería consigo el dominio de los españoles en la corte.

Isabel de Farnesio era una mujer de armas tomar. Venía bien aleccionada para controlar desde el primer día hasta la voluntad del rey, que se dejó arrollar por la enérgica ambición de su esposa, a la que puso en bandeja una gran porción de poder en la dirección del Estado. Felipe V se sentía a ratos deprimido, a pesar de las satisfacciones personales que Isabel le proporcionaba. Pronto saltaría a la vista que las contradicciones del monarca eran un síntoma claro de la enfermedad mental que acabaría por invalidarle durante largas temporadas para gobernar. Mientras tanto, aquella corte de franceses que había dominado durante los primeros años del reinado, dejó paso a un nuevo clan de italianos, compatriotas de la reina. El abate Alberoni, en cuyas manos se puso el gobierno de España, fue la cabeza visible de todos ellos.

Flores siguió atendiendo solícito a las necesidades de seguridad y vigilancia de los aposentos reales. Pero no acababa de acostumbrarse a las continuas órdenes y recados que, abusando de su poder bajo cuerda, le llegaban de parte de Laura Piscatori, la nodriza parmesana de Isabel de Farnesio, que arrogándose el hecho de ser la única conocedora de los secretos de la soberana desde su infancia, pretendía controlar con mano firme la intimidad de su señora en el alcázar.

—Esa mujer me produce dolor de cabeza —comentó el maestro una noche durante la cena—. ¡Pretende que le entregue un juego de llaves maestras de palacio! Me parece que no está cuerda. Acabará metiéndonos a todos en un lío si alguien no pone límite a sus intrigas.

—¿No hay nadie capaz de hacerle comprender que debe respetar la autoridad y el escalafón de los altos cargos de palacio? —inquirió Nicolasa, sirviendo en cuencos una sabrosa sopa de carne y verdura.

—Sí. Estoy seguro de que la nueva camarera mayor, la condesa de Altamira, lo ha intentado más de una vez. Por lo menos ella es una mujer experimentada en los menesteres de la corte desde niña y dicen que se ha ganado la confianza de la reina —contestó José, llevándose la cuchara a la boca.

Francisco, sentado frente a Félix, en el borde de la mesa, escuchaba atentamente, mientras daba también buena cuenta de la suculenta cena. Le hizo gracia contemplar cómo el maestro acostumbraba siempre en las comidas a tener un tarro a su lado, relleno de unos garbanzos tostados que Nicolasa hacía especialmente para él.

Los tomaba sin medida, uno a uno, hasta que su esposa decidía retirárselos para que no le causaran indigestión.

—Manejar la vida de palacio nunca fue tarea fácil… —comentó lacónicamente Nicolasa, reponiendo el bote de garbanzos en la repisa.

—Y eso que esta reina no se anda con miramientos —interrumpió el maestro—. Ella sola ha fulminado etiquetas ancestrales que regulaban de forma absurda la rutina de nuestros soberanos.

—Hace bien. Esos aposentos me han parecido siempre un nido de víboras. Recuerda cuánto sufrió doña Mariana de Neoburgo en tiempos de tu padre con tanta intriga cortesana.

—Pues yo he oído contar entre las mozas de cámara —comentó Josefa, haciendo ademán de desvelar un gran secreto— que estos reyes no son como los de antes, porque don Felipe y doña Isabel no se separan ni para dormir… Ella le satisface en todo. Pero aun así, dicen que el rey está últimamente muy raro. Parece triste. No habla con nadie, como si estuviera ido…

—Hija. Te he dicho muchas veces que no debes entrometerte en las cosas de palacio ni hacer caso a los chismorreos.

—Padre, yo sólo pretendo…

—¡Calla! El servicio de esta familia a nuestros soberanos exige discreción. Si escuchas y das pábulo a las habladurías, serás cómplice del mal que de ellas se deriven. No quiero que vuelvas a juntarte con mozas cotillas y desleales.

Se hizo un breve silencio, interrumpido solamente por el sonido de las cucharas de palo rebañando los tropezones de la sopa del fondo de los cuencos.

—Maestro, me ha parecido entender que la condesa de Altamira es la camarera mayor —apuntó Francisco, aliviando la tensión producida por la reprimenda a Josefa.

—Sí. Así lo he dicho. Doña Ángela Folch de Aragón, para más señas —contestó tajante Flores.

—Verá, es que no he olvidado que mi pueblo, Morata de Tajuña, forma parte del señorío de los Altamira. Si recuerdo bien, mi padre se ocupaba de asuntos de administración en la heredad de los condes. Quizás podría hacer llegar a la condesa una petición de merced para que su hija consiga ese empleo que tanto desea.

Al escuchar el ofrecimiento, Josefa dedicó a Francisco una furtiva mirada de encendida gratitud.

—Pues sólo me faltaba oír que un don nadie como tú, que si alguna vez pisaste sobre buenas alfombras ya lo habrás olvidado, pretenda buscar privilegios junto a la reina —intervino en tono mordaz Félix Monsiono.

—Chico, no dudo de tu buena voluntad —contestó el maestro, dirigiéndose a Francisco—, pero he de decirte que en estas lides pecas de ingenuo.

La conversación llegó a su fin bruscamente, según se terminaba la sopa. Era impensable imaginar que un sirviente novato fuera a lograr favores que el propio maestro se resistía a reclamar a sus conocidos en palacio. El único que estaba seguro de poder conseguirlo era Francisco. No sabía cómo ni cuándo. Simplemente creía en la firmeza de su propia palabra. Josefa, en el fondo de su corazón, también tenía el presentimiento de que él lo lograría.

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