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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El cerrajero del rey (8 page)

Era difícil encontrarse a solas, pero Francisco y Josefa buscaron inconscientemente durante los siguientes días la ocasión de estar uno al lado del otro. Eran dos adolescentes agitados por la emoción que cualquier mutuo roce o mirada les producía. El aprendiz la vio en un apuro, en el patio, tirando con esfuerzo de la cuerda que subía el cubo del pozo, repleto de agua. Sin pensarlo dos veces, aprovechó para acercarse. Al ayudarla, juntaron sus manos en el afán de sacar el cubo. Nerviosos, desparramaron el agua sobre sus pies y rieron al unísono. Un destello de alegría iluminó a los dos la cara. Francisco no podía retirar su vista de ella.

—Josefa, me gusta como eres —dijo Francisco, sin reprimir su impulso.

Josefa, azorada por su infantil inexperiencia en amores, bajó su mirada al suelo y volvió a alzar los ojos para mirar directamente a Francisco.

—Tú también a mí —se atrevió a contestar, y pretendió, con modesta vergüenza, marcharse corriendo.

Francisco la retuvo por la cintura y le logró alcanzar sus labios con un suave beso, que dejó a la muchacha desconcertada y paralizada en el sitio.

—Pueden vernos, Francisco… —dijo, atusándose la falda y agarrando fuertemente el cubo de agua, para encaminarse hacia el interior de la casa, dedicando una encantadora sonrisa al aprendiz.

En efecto, y tal como sospechaba Josefa, Félix, obsesionado por seguir de cerca a la hija del maestro, los había contemplado en su cándido coqueteo, escondido tras una ventana que abría del taller al patio.

Con la determinación de siempre, Francisco prosiguió su aprendizaje. De la penumbra de la fragua, pasó a trabajar en el espacio de luz mediana, donde los rayos del sol iluminaban de forma tenue y sesgada los diferentes yunques y bigornias. Allí se instruyó en forjar, cortar, soldar y repujar el hierro. En manejar martillos, tajaderas, cortafríos, sierras y tijeras. Aprendió, sobre todo, a bregar al unísono con otros en la elaboración de obras de gran tamaño, de forma que, después de caldear el hierro, las piezas iban adoptando sus diferentes formas a golpes de mazo acompasados por maestro y aprendiz, o varios aprendices juntos. Reunidos alrededor del yunque, José de Flores sostenía el lingote candente con las tenazas en la mano izquierda, mientras que con la derecha, armada de un grueso martillo, marcaba con un golpe preciso la fuerza y el punto exactos donde los aprendices debían machacar por turnos, siguiendo sus indicaciones. Era necesario estar atento a los cambios de ritmo y fuerza que imponía el maestro en el forjado. Cualquier descuido podría echar por tierra horas de trabajo o lastimar a un compañero. Para Francisco, ésta era sin duda la tarea más bonita de la fragua, aunque difícil de sobrellevar junto a incómodos rivales como Félix.

Recientemente habían tenido otra ocasión de enfrentarse duramente, cuando Francisco sorprendió a Félix echándose al bolsillo una pequeña herramienta de fragua, de aquellas más refinadas que Flores conservaba de sus antepasados, traídas de Alemania. Estaba seguro de que lo había hecho otras veces, con el fin de revenderlas en la calle. Le afeó la conducta y le exigió que la devolviera a su sitio, si quería evitar que lo contara al maestro. Félix se le vino encima con el puño alto, pero Francisco lo esquivo a tiempo y se defendió, amenazándolo con unas tenazas. Los pasos del maestro, que se escucharon venir desde otra estancia, los hizo reaccionar y posponer el enfrentamiento para otro momento.

Unos días después, Francisco sufrió en sus propias carnes las consecuencias de un violento golpe de mazo atizado fuera de lugar. Esa mañana, Flores se había referido a la bella curvatura que el aprendiz había conseguido dar a la barra de hierro destinada a una reja. En boca del maestro, usualmente poco explícito, sonó como un elogio. La satisfacción se reflejó en el rostro de Francisco, al tiempo que una desagradable mueca desfiguraba el sudoroso semblante de Félix.

Poco después del comentario, el martillo de éste cayó con fuerza y a destiempo sobre la mano izquierda de Francisco, aplastando dos de sus dedos contra el yunque. Su grito de dolor traspasó las paredes del taller, empujando a Nicolasa a acudir de inmediato junto al aprendiz para comprobar el daño sufrido. Ella también estaba segura de que había sido intencionado. Lo notó en la actitud de Félix, que rápidamente trató de disculparse, alegando que era culpa de Francisco, que no acababa de aprender dónde situarse frente al yunque.

Afortunadamente, sólo el dedo meñique parecía haberse hecho añicos. Le introdujeron la mano en el cubo de agua helada que servía para el enfriamiento del metal y sintió una punzada tan intensa en los huesos, que a punto estuvo de perder el sentido.

El maestro insistió en acompañarle andando hasta la antigua botica de la calle Mayor, surtidora de drogas y remedios para la familia real desde hacía más de dos siglos. Francisco caminaba por la calle demudado, mordiéndose la lengua para evitar la tentación de aliviarse acusando a Félix a sus espaldas. Después de todo, él tenía conciencia, y no olvidaba que su rival también tenía una mano tullida desde su desgraciada infancia. Ya pensaría más tarde la forma de resarcirse algún día de sus ofensas.

Encontraron al boticario, el sabio Bartolomé Fernández, en plena fabricación de linimentos. No sin protestar, se prestó a revisar la herida y a constatar el dedo roto. Le untó una pomada de árnica para aliviar el dolor y envolvió la mano fuertemente con una larga tira de lino. Aunque sintiera la fractura, podría seguir trabajando con tiento hasta que el dedo soldara derecho.

—Ya me pagarás el servicio, Flores, cuando necesite algún arreglo de tu oficio. Anda con Dios y cuida de tus muchachos. Éste ha tenido suerte, después de todo. Podía haberse desgraciado la mano para siempre —les despidió el boticario.

Las mujeres de la casa se desvivieron en los días siguientes por cuidar a Francisco. Josefa le reservaba escondido el pan tierno y Nicolasa llenaba su plato con las porciones más sabrosas de sus guisos.

El sentirse atendido tranquilizó su espíritu. Le hizo madurar y tener la mente despierta para lo que más importaba en ese momento: seguir los pasos de José de Flores y alcanzar un día la maestría.

Durante meses siguió robando a sus noches muchas horas de sueño, empleadas en el afán de desvelar los secretos de aquel raro manuscrito y aquellos artilugios de hierro que descansaban en el baúl del maestro. Esperaba ansioso a escuchar los molestos ronquidos de su compañero de catre, asegurándose de que dormía, para escurrirse de la cama en silencio una vez más y regresar al taller. Últimamente había logrado que Josefa le facilitara un lapicero y un pliego de papel de los que su padre utilizaba para la administración de cuentas, con la excusa de querer anotar algunos nombres de familiares que le habían venido a la memoria, y no dejarlos caer en el olvido. Le dolió engañarla, pero era consciente de que no debía confiar sus tejemanejes a la candidez de la joven. La quería y no deseaba ponerla en un aprieto.

A la luz de aquella vacilante llama que siempre le acompañaba en ese trance volvió a abrir el baúl. Su plan fue vaciar primero, con premura y tiento, el contenido del mueble, para poder acceder cuanto antes al libro que reposaba en el fondo. Por ello, extrajo otra vez pacientemente todas las cerraduras y las extendió por el suelo, haciendo distinción entre las que ya conocía y las que aún tenía pendientes de estudio. Cuando alcanzó el manuscrito, parecía como si éste quemara entre sus manos. No había olvidado en todo este tiempo el valioso secreto sobre cerrajería palaciega que ya logró entresacar de sus páginas. Intuyó, sin embargo, que aquellas hojas atiborradas de textos y dibujos en aparente desorden podrían esconder otros enunciados igualmente provechosos. Rebuscó apresurado entre las frases, leyendo por encima lo que su dedo índice instintivamente le señalaba. Había párrafos dedicados a variadas cuestiones metalúrgicas, mezclados con apuntes sobre leyes gremiales y lo que parecían datos sobre antepasados del misterioso autor de estas notas.

De repente, reparó en una página con un extraordinario dibujo, parecido a un jeroglífico. Era obra de un buen dibujante. Pero su significado parecía incomprensible a ojos de un neófito curioso.

Francisco siguió su instinto y se tomó la molestia de esbozar sus figuras en el papel que Josefa le había facilitado. El boceto estaba delimitado por una gruesa línea en forma de gran cubeta, atravesada a su vez por un enorme triángulo. En el interior de éste aparecía la figura detallada de un dios de la Antigüedad vestido de guerrero y acompañado por un lobo. En su mano izquierda sostenía una daga de afilada hoja, mientras que la derecha la apoyaba sobre el quinto travesaño de una escalera de mano de siete peldaños. A su lado, aparecían otras figuras: un árbol con un dragón enroscado, una calavera reposando sobre huesos humanos y un león con un collar en forma de eses unidas. Bajo ellos, dos bellas copas de vidrio: una traslúcida, la otra opaca. Un reloj de arena esbozado en una esquina, flanqueado por el sol y la luna, le hizo sospechar que se trataba de una alusión al tiempo. «Parece una fórmula secreta referente a una ciencia que desconozco. Se diría que son signos alquímicos», pensó. «Qué extraño, ¿tendrá relación con alguna enseñanza del maestro Flores? ¿Estará él al tanto de todo esto? Jamás le he visto inclinación por estos saberes ocultos. De otra parte…, el trazo y la caligrafía parecen más antiguos…», siguió meditando, al tiempo que se afanaba en dibujar deprisa la serie de símbolos. «Alguna vez tendré que investigar el significado de todo esto…», concluyó para sí mismo, cerrando el libro con un sonoro e involuntario carpetazo.

No quería desperdiciar tampoco la oportunidad de escudriñar además las cerraduras que había escogido. Se concentró ahora en diseñar sobre el papel, con la rapidez que exigían las circunstancias, el esquema de aquellos mecanismos que se entendían a simple vista.

Apuntaba al margen aquellos otros que le parecían ocultos y que, tras muchas noches de estudio, empezaba a entender. Halló el truco de desenvainar las curiosas fundas metálicas de ciertas llaves, que tenían el fin de evitar que ningún infractor pudiera sacarles copia imprimiendo sus guardas en un bloque de cera. Encontró asimismo en una cerradura un ingenio delator de ladrones, capacitado para dejar huella de cualquier intento de forzar sus resortes.

Logró abrir la cubierta de otra, bellísima y sofisticada. Descubrió que dentro incluía un carillón como el de las cajas de música, que se accionaba al paso de la llave, anunciando a bombo y platillo que alguien estaba manipulando su mecanismo. En el silencio de la noche, él mismo se alarmó al escuchar el repentino repicar de las campanillas que formaban parte de este artilugio. Trató de ahogar el sonido estrechando la cerradura contra su propio cuerpo.

Cuando la música cesó, permaneció un buen rato inmóvil y en silencio. Le pareció oír un ruido al otro lado de la puerta. Sopló la llama de la vela y quedó a oscuras, a la espera, tratando de acomodar su vista a la luz de la luna que se filtraba por las contraventanas. Sintió de repente en su tobillo los lametones de un animal.

—¡
Ganga,
eres tú! Menudo susto me has dado —susurró entre dientes.

Aquella perrita callejera que había adoptado se había convertido con el tiempo en la fiel guardiana de la casa, atenta a cualquier hora a los movimientos de sus inquilinos. Francisco se sintió intranquilo, acarició a
Ganga,
guardó el manuscrito y la pila de cerraduras en su sitio y decidió regresar a la cama, casi a tientas. Comprobó que Félix seguía roncando, logró esconder entre la paja del colchón sus hojas de papel anotadas, como si de un valioso tesoro se tratara, y aprovechó como pudo el poco rato para descansar que le quedaba hasta el alba. Muchas veces, la consciencia de lo que aprendía atropelladamente en esos ratos furtivos le mantenía en vilo, nervioso, dando vueltas sobre el catre durante el resto de la noche.

—Buenos días. ¿Has dormido bien? —le preguntó Josefa al coincidir en la hora del desayuno.

—¿Por qué me lo preguntas? —contestó extrañado Francisco.

—Por nada especial. Es sólo que tienes cara de haber descansado poco…

—¿Puede ser que nuestro brillante aprendiz pase menos tiempo en su jergón del que cabría pensarse? ¿O será quizás que retoce en buena compañía en otra cálida cama? —dejó caer irónicamente Félix, escrutando la cara de Josefa y de Francisco por turnos.

Josefa se sintió aludida por la impertinencia. Ofendida, se avergonzó de que sus padres pudieran haberlo escuchado, e imaginado de ella un comportamiento deshonroso con alguno de los muchachos que habitaban la fragua. Se dio media vuelta y subió rauda a su cuarto.

—Si acaso has pretendido insinuar algo que ofenda la honra de Josefa, ten cuidado, Félix. Déjala en paz o tú y yo vamos a liquidar cuentas antes de tiempo —amenazó Francisco, apuntándole con el dedo.

El maestro bajaba recién levantado de su cuarto en el piso superior y escuchó la discusión en la que nuevamente se enzarzaban sus dos aprendices.

—¡Ya está bien! El único que tiene potestad en esta casa para ofender, amenazar o ajustar cuentas, incluso para expulsar a alguien, soy yo —intervino furioso y cansado de sus riñas—. Hay mucho trabajo por hacer y no soporto más insolencias. Si tanto os odiáis, volcad vuestra enemistad en el trabajo y demostrad en él quién es realmente superior al otro.

Francisco dio por zanjado su desayuno. Se levantó de la mesa, inclinó la cabeza con respeto al maestro y se encaminó sin pronunciar palabra hacia el taller para iniciar su jornada. «Juro que así lo haré», iba pensando mientras se retiraba.

Capítulo 5

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