El corazón helado (104 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

Iban bajando por la cuesta del Chapiz, se acercaban ya al paseo de los Tristes, ella se paró, se le quedó mirando.

—¿Por qué me tenías tanta manía, Ignacio? ¿Y por qué te acercabas tanto, si no te gustaba verme bailar?

Él no lo sabía, no conocía la respuesta a aquellas preguntas, pero sí sabía lo que tenía que hacer, lo que ella estaba esperando que hiciera.

Aquel beso no duró tanto como el que Raquel había compartido con su novio al despedirse de él en París, pero fue dulce y crujiente como una fruta que se prueba por primera vez. Unos pocos minutos antes de que sucediera, no habrían sido capaces de creer que fuera a suceder, pero su intensidad les conmovió más que el asombro. El hotel estaba cerca, y ninguno de los dos habló, no encontró nada que decir por el camino. Ignacio se iba preguntando qué había pasado, qué iba a pasar, qué podría pasar después. Raquel, un paso por delante, sólo se preguntaba cuándo, cómo, dónde pasaría. No fue en Granada, pero tampoco en circunstancias parecidas a ninguna que ella hubiera podido imaginar.

—No estoy llorando de pena —Ignacio la miró en aquel semáforo perdido al fondo de Madrid, y del mundo—. No es de pena.

Y en ese instante, Raquel Perea Millán, que tenía un novio alto, y corpulento, y jugador de baloncesto, que la estaba esperando en Francia mientras se atracaba de foie, comprendió que su vida iba a cambiar de rumbo sin remedio.

—¿Adónde vamos? —le había preguntado a Ignacio aquella tarde, cuando se despidieron de los demás, que iban a aprovechar el tiempo libre para hacer compras.

—Pues... La verdad es que no lo sé —él la miró, sonrió, estremecido todavía por la magnitud de su suerte—. Mi tía le dijo a mi padre que ahora vive al final de Moratalaz, pero él ni siquiera sabe dónde está eso, así que... Lo mejor va a ser coger un taxi.

—Sí —ella levantó la mano para parar uno—. Además, son tan baratos...

Yo esta tarde tengo que ir de visita, había anunciado Ignacio en el desayuno, el primer día que se despertaron en Madrid, y en aquel momento, Raquel no dijo nada. ¿A quién vas a ir a ver?, le preguntó después, mientras caminaban por el paseo del Prado, a la mujer del hermano mayor de mi padre, respondió él, y le contó por encima la historia de aquella desconocida a la que ningún miembro de la familia Fernández había vuelto a ver desde el 19 de febrero de 1939, pero a la que le habían enseñado a llamar tía Casilda. Pues igual me voy contigo, dijo ella entonces, como si se le acabara de ocurrir, porque la verdad es que llevamos aquí una semana, pero todavía no hemos visto cómo vive la gente... Bueno, voy contigo si no te importa, añadió enseguida, porque aquel beso nocturno y raro no se había repetido, ni los había acercado lo suficiente como para eliminar las cortesías. No, no, aseguró Ignacio muy deprisa, al contrario, la verdad es que me encantaría, y añadió para sí mismo una de aquellas frases absurdas que había aprendido a fuerza de oírlas repetir toda su vida, sin tener ni idea de lo que significaban. Pero Fernando VII nunca vivió nada semejante a lo que le esperaba a él, aquella tarde.

—¿Adónde dice que vamos? —el taxista se volvió para mirarle y él repitió la dirección muy despacio, sin lograr rebajar en absoluto la estupefacción del rostro que contemplaba—. Pues no tengo ni idea de dónde está eso.

—Al final de Moratalaz —insistió Ignacio—. Eso me han dicho.

—Ya, ya... —pero arrancó por fin—. Bueno, de momento vamos a Moratalaz, y a ver qué nos encontramos.

Salió a la Gran Vía, desembocó en una calle aún más ancha, la Cibeles al fondo, pasó de largo por la Puerta de Alcalá, circuló durante un rato junto a la verja del Retiro, y aquello era Madrid, Ignacio lo sabía, lo conocía, lo había visto muchas veces en fotos, en películas, lo había escuchado contar muchas más. Quizás por eso se encontraba mejor allí, porque en los edificios, en los nombres de las calles, en los árboles, en los palacios, en los paseos, en las estatuas, confluían por fin sus dos Españas, la que estaba viendo y la que había aprendido, la de los menús turísticos y la de las tiendas nómadas.

Al llegar a Madrid, no esperaba encontrar ni más ni menos que lo que encontró, Madrid, una ciudad demasiado grande, demasiado llena de casas, y de cosas, y de coches, y de gente, y de tiendas, y de afanes, como para dejarse impactar por la novedad del turismo, y eso le había gustado. Le gustaba Madrid y a Raquel también le gustaba, aunque lo suyo no tenía mérito, porque a ella le había gustado hasta el monótono paisaje de La Mancha que habían visto por el camino. Sin embargo, más allá del Retiro y de la calle O'Donnell, Madrid empezó a desdibujarse para parecerse cada vez menos a sí misma. Ignacio tuvo la impresión de que la ciudad de su padre ya se había acabado, y sin embargo, aquello seguía siendo una ciudad, un barrio nuevo de casas vulgares, baratas, torres y más torres todas iguales, y era Madrid aunque podría ser cualquier otra, pero era Madrid. El taxista aún iba deprisa, todavía conocía el terreno por el que avanzaba, y sin embargo, no tardó mucho en disminuir la velocidad para bajar la ventanilla y empezar a preguntar a los vecinos. Si lo que habían atravesado era Moratalaz, desde luego habían llegado al final, porque ante ellos estaba el campo, un campo seco, yermo, de solares pedregosos y desmontes, con una vía de ferrocarril al fondo. Parece que nos hemos pasado, comentó el taxista, y dio la vuelta, avanzó un trecho, escogió una bocacalle, volvió a preguntar, anunció que había vuelto a equivocarse, y aquella secuencia todavía se repitió dos veces más antes de que encontrara el portal de la casa que buscaban.

—Bueno, pues ya hemos llegado al fin del mundo.

Era una casa fea, de tres plantas, tan larga como la manzana que ocupaba, subdividida en varios portales muy estrechos y aún más feos, con puertas de aluminio y cristal esmerilado. Los muros eran de un ladrillo blancuzco, o tal vez blanco y sucio, y en las terrazas había ropa tendida, trastos, escaleras, de vez en cuando una maceta pobre, mustia, nada que ver con los geranios, con los claveles andaluces. No era un buen sitio para vivir, pensó Ignacio al empujar la puerta, que estaba abierta y les desembocó en un pasillo de paredes desnudas iluminado por dos bombillas, una encerrada en un plafón de cristal blanco, la otra al aire, aunque a su alrededor, en el techo, se seguía viendo el cerco de plástico al que alguna vez debió estar sujeto un plafón desaparecido, idéntico al que todavía aguantaba. El suelo era de terrazo gris con manchas blancas y a la derecha había una hilera de buzones metálicos con un par de puertas descerrajadas, otras ausentes. Una de estas últimas había pertenecido al buzón de su tía, pero Ignacio llevaba apuntada la dirección completa, escalera C, segundo izquierda.

—¿Estás nervioso? —le preguntó Raquel antes de que tocara el timbre.

—Sí.

Ella le cogió una mano, se la apretó, y enseguida escucharon el sonido de un cerrojo que se abría.

—Hola. ¿Tú debes de ser Ignacio, no?

Al otro lado de la puerta había un hombre joven, bastante alto, con la nariz de pájaro de los Fernández que él había tenido la suerte de no heredar, y los acuáticos ojos de los Fernández que él por desgracia no había heredado.

—Sí, soy Ignacio —y mientras se daba cuenta de que le temblaba la voz, y la mano que Raquel no sujetaba, sospechó que su primo estaba mucho menos nervioso que él—. Y tú eres Mateo, claro.

—Claro —sonrió y retrocedió un paso para dejarles pasar—. ¿Y la chica? ¿Es tu novia?

—Bueno... No, es una amiga, se llama Raquel. Es también hija de españoles, sus padres son muy amigos de los míos y la he invitado a venir. Espero que no os importe.

—No, qué va, pero pasad, no os quedéis ahí...

Raquel relajó la presión de sus dedos, pero él apretó su mano y la miró para suplicarle sin palabras que no le soltara, que no le dejara solo en aquel viaje. Ella asintió con la cabeza, como si pudiera leerle el pensamiento, y entraron de la mano en un simulacro de vestíbulo donde no cabían con holgura los tres a la vez.

A la derecha, una puerta con marco de madera y un cristal de color ámbar conducía a un salón alargado donde apenas había espacio para circular entre los muebles, un tresillo a la izquierda, una mesa camilla con cuatro sillas al fondo, junto a la puerta de la terraza, y un aparador a la derecha, enfrente del sofá. Sobre este último, en la pared, había una alfombra. Ignacio tuvo que mirarla dos veces antes de creérselo, una alfombra de lana, con un dibujo de ciervos en tonos oscuros y sus flecos blancos colgando a los lados, una alfombra en la pared, y horrorosa, encima. No le dio tiempo a ver mucho más. Todavía estaba absorto en tamaña brutalidad decorativa cuando escuchó un grito, y al darse la vuelta vio a una mujer que no podía ser mucho mayor que su madre y sin embargo lo parecía. Era baja y gorda, tenía el pelo castaño, rizado, y entró en el salón limpiándose las manos en un paño de cocina que dejó caer sobre una butaca para abrazarle con tanta fuerza como si pretendiera salvarse con él de una catástrofe.

—¡Ignacio! Ay, Dios mío, Ignacio, ay... —sin aflojar la presión de sus brazos, separó la cabeza para mirarle, y él vio la emoción en sus ojos—. A ver, déjame que te mire, hijo mío, a ver... Si es que me parece que estoy viendo a tu padre. ¿Cuántos años tienes?

—Veintiuno.

—Pues ésos tendría él la última vez que lo vi, que todavía me acuerdo, todos los días me acuerdo, ay... —sus párpados ya no pudieron soportar la presión de las lágrimas, pero ella no quiso deshacer el abrazo para limpiarse la cara—. Es que eres igual, igual que él. Menos por el pelo, que él era rubio, y por la nariz, claro, pero lo demás, los ojos, la frente, las orejas, el cuello... Es que me parece que lo estoy viendo. ¡Qué barbaridad! —dijo esto último meneando la cabeza, como si tuviera algo que reprocharse a sí misma, y entonces, por fin, se separó de Ignacio, miró a su alrededor, vio a Raquel—. ¿Y esta chica? ¿No será tu hermana?

—No, no —Ignacio intervino a tiempo—. Es la hija de unos amigos de mis padres, también españoles, se llama Raquel...

—¡Ah! Pues nada, hija, estás en tu casa —Casilda le plantó dos besos, volvió a coger el paño, señaló el sofá—. Pero no os quedéis ahí, de pie, a ver, ¿qué queréis tomar? He hecho un bizcocho, pero si preferís una cervecita...

En aquel momento, un hombre de unos cincuenta años, delgado, avejentado, con pelo entrecano, escaso, y un bigote triste de puntas caídas, cruzó el salón sin despegar los labios ni hacer ruido alguno. Sus zapatillas de lana de cuadros y suela de goma se deslizaban sobre las baldosas como si no pesaran. Así, sigiloso, opaco, mudo, llegó hasta la camilla, se sentó en una silla y les miró.

—Éste es Andrés —Casilda le devolvió una mirada neutra—, mi marido. Mira, Andrés, este chico...

—Ya, ya sé —miró primero a su mujer y luego a los recién llegados—. Hola.

—Buenas tardes —respondió Ignacio, y todos se quedaron callados a la vez.

—Bueno, yo voy a la cocina, a buscar las cosas...

Casilda desapareció y el silencio permaneció intacto hasta que su hijo se levantó de la silla en la que se había sentado y la colocó frente al sofá.

—¿Y qué tal? —les preguntó—, ¿qué habéis hecho?, ¿os gusta España?

—Sí —Raquel sonrió—. Mucho.

—Es que, es lo que yo digo —Mateo sonrió, cruzó una pierna sobre la otra, y se desentendió de su primo para concentrarse en su amiga—, que, como aquí, no se vive en ninguna parte. No hay más que ver lo que están construyendo en Alicante y por ahí, para los turistas, porque no veáis lo que viene cada verano, ¡uf!, y esto es sólo el principio... Aquí estamos como Dios, la verdad, el sol, el clima, porque, a ver, ¿cómo vas a comparar lo que es levantarse por la mañana aquí, y en esos sitios donde sólo ven nubes, y más nubes, y llueve todo el rato...? ¿Y la comida? ¿Qué os ha parecido la comida, eh? Lo mismo que en Alemania, ya te digo, que tengo yo un amigo que se acaba de ir a Colonia y ya está harto de comer cerdo, salchichas y patatas, que no salen de lo mismo. Claro que allí se gana más, y él necesita juntar dinero porque quiere casarse enseguida, pero no creo que aguante ni los dos años para los que se ha ido, porque... Aquí todo es distinto, aquí hay de todo, y fíjate en la fruta, sin ir más lejos, que a mí no me gusta, pero al que le guste... Y bien barata que es, las mejores naranjas del mundo. Eso, sin contar el jamón, que yo no sé cómo la gente puede vivir en países sin jamón serrano. Y con tranquilidad, ésa es otra, que se puede ir andando por la calle a cualquier hora, sin que te roben, sin que te atraquen en cada esquina, como pasa por ahí...

Mientras Mateo hablaba para Raquel, que le escuchaba en silencio, con una sonrisa indescifrable, Ignacio comparó su discurso con el contenido de la estantería colgada sobre el aparador que tenía enfrente, seis vasitos de cristal, cada uno de un color distinto, un trofeo escolar de algún deporte, un oso pequeño, de peluche, dos jarritas de barro marrón con la panza amarilla, como todas las que había visto en los restaurantes donde habían pedido el vino de la casa, un jarrón en miniatura de cerámica blanca con flores en relieve, un frasco de colonia vacío con el tapón en forma de flor y una caja hecha con conchas pintadas. Nada más y ningún libro.

La pobreza de aquel ajuar le impresionó aún más que la alfombra colgada sobre su cabeza. Desde que habían dejado de considerarle un niño, seis o siete años atrás, sus padres ya no le obligaban a acompañarles cuando iban a comer, a cenar, a las casas de sus amigos españoles, pero todavía las recordaba muy bien, y conocía la casa de sus tíos de Toulouse, la de sus abuelos, su propia casa. Él había nacido, había crecido, en el hogar de unos exiliados que habían llegado a Francia con lo puesto, que habían tenido que aceptar trabajos que estaban muy por debajo de su formación, de su capacidad, que habían trabajado como animales, durante años, para llegar a vivir en un país extraño como habrían vivido en su propio país, o eso creía él. Eso había creído él siempre, hasta aquella tarde, cuando descubrió una realidad grotesca, insospechada, en el mismo sofá donde estaba sentado, aquel mueble malo, desvencijado y barato, rodeado de muebles malos, desvencijados y baratos, en una casa donde no había nada más que lo imprescindible y un simple frasco de colonia servía de adorno. Así vivían los que se habían quedado, los envidiados, los afortunados, los hombres que no habían tenido que dormir al raso en ninguna playa, las mujeres que no habían tenido que robarle las enaguas a ninguna moribunda. Y todavía quieren volver, se dijo, todavía levantan una copa en el aire, cada Nochevieja, brindando por su regreso a este país. Entonces, cuando aún no había terminado de sacar conclusiones, la dueña de la casa regresó, y le dio tiempo a escuchar los argumentos de su hijo mientras colocaba sobre la mesa unas tazas verdes de duralex y una fuente del mismo material con un bizcocho encima.

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