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Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (20 page)

—Hacen una carretera —replicó Simeoni, mirando a Drogo con indulgencia—. Tardarán meses, desde luego, pero esta vez es la buena.

—Y aunque así fuera —dijo Drogo—, aunque fuera como dices, ¿crees realmente que si hicieran una carretera para traer artillería desde el norte, iban a dejar desguarnecida la Fortaleza? Lo sabrían inmediatamente en el Estado Mayor, lo habrían sabido ya desde hace años.

—El Estado Mayor nunca se toma en serio la Fortaleza Bastiani; hasta que la bombardeen nadie creerá en estas historias… Se convencerán demasiado tarde.

—Di lo que quieras —repitió Drogo—. Si esa carretera la hicieran en serio, el Estado Mayor estaría informadísimo, puedes estar seguro.

—El Estado Mayor tiene mil informaciones, pero de mil sólo una es buena, y por lo tanto no creen ninguna. Por lo demás, es inútil discutir, ya verás como sucede lo que digo.

Estaban solos, en el borde del camino de ronda. Los centinelas, mucho más distanciados que antes, caminaban de un lado a otro por el trecho fijado para cada uno. Drogo miró de nuevo hacia septentrión; las rocas, el desierto, las nieblas al fondo, todo parecía carente de sentido.

Después, hablando con Ortiz, Drogo se enteró de que el famoso secreto del teniente Simeoni era conocido prácticamente por todos. Pero nadie le había dado importancia. Muchos se asombraron incluso de que un joven serio, como Simeoni, pusiera en circulación aquellas nuevas historias.

Por aquellos días había otras cosas en las que pensar. La disminución de la plantilla obligaba a disminuir las fuerzas disponibles a lo largo del borde de las murallas, y se seguían haciendo distintas pruebas para obtener, con medios menores, un servicio de seguridad casi tan eficaz como antes. Hubo que abandonar algunos cuerpos de guardia, dotar otros con más material, fue preciso recomponer las compañías y dividirlas de nuevo por dormitorios.

Por primera vez desde que se construyó la Fortaleza se cerraron y atrancaron algunos locales. El sastre Prosdocimo tuvo que desprenderse de tres ayudantes, porque no le había quedado suficiente trabajo. De vez en cuando se entraba en dormitorios comunes o en despachos completamente vacíos, con las manchas blancas de los muebles o de los cuadros retirados en los muros.

El puntito negro que se movía en los últimos límites de la llanura siguió siendo considerado como una broma. Muy pocos le pidieron prestado el anteojo a Simeoni para mirar también ellos, y esos pocos dijeron que no habían distinguido nada. El propio Simeoni, como nadie lo tomaba en serio, evitaba hablar de su descubrimiento y por prudencia se reía del asunto también él, sin picarse.

Después, una noche, Simeoni fue a llamar a Drogo a su habitación. Ya había caído la noche y se había realizado el relevo. El menguado pelotón del Reducto Nuevo había regresado y la Fortaleza se preparaba para la vigilia, otra noche inútilmente desperdiciada.

—Ven a verlo, tú que no te lo crees, ven a verlo —decía Simeoni—. O tengo alucinaciones, o veo una luz…

Fueron a ver. Subieron al borde de las murallas, a la altura del cuarto reducto. En la oscuridad su compañero le dio a Drogo el anteojo, para que observase.

—Pero ¡si está oscuro! —dijo Giovanni—. ¿Qué quieres ver con esta oscuridad?

—Mira, te he dicho —insistió Simeoni—. Te lo he dicho, no quisiera que fuese una alucinación. Mira donde te enseñé la otra noche, dime si ves algo.

Drogo se llevó el instrumento al ojo derecho, lo apuntó hacia el extremo norte, vio en las tinieblas una pequeña luz, una punta infinitesimal de luz que brillaba más o menos en el límite de las nieblas.

—¡Una luz! —exclamó Drogo—. Veo una pequeña claridad… Espera… —y seguía ajustándose el anteojo a la órbita. No se distingue si son varias o una sola, en ciertos momentos parece que son dos.

—¿Has visto? —dijo Simeoni, triunfante—. ¿Soy yo el idiota?

—¡Qué tiene que ver! —replicó Drogo, aunque no muy convencido—. ¿Qué significa que haya esa luz? Podría ser un campamento de gitanos o de pastores.

—Es la luz del almacén —dijo Simeoni—. El almacén de la nueva carretera, ya verás cómo tengo razón.

A simple vista, por extraño que parezca, la luz no se podía distinguir. Ni siquiera los centinelas (y eso que los había estupendos, famosos cazadores) lograban ver nada.

Drogo apuntó de nuevo el anteojo, buscó la lejanísima luz, estuvo mirándola unos instantes, después alzó el instrumento y se puso a observar por curiosidad las estrellas. En número infinito llenaban todas las partes del cielo, hermosísimas. Pero a oriente eran bastante más escasas, porque estaba a punto de salir la luna, precedida de una vaga claridad.

—¡Simeoni! —llamó Drogo, al no ver a su compañero a su lado.

Pero el otro no le contestó; debía de haber bajado por una escalerilla para inspeccionar el borde de las murallas.

Drogo miró a su alrededor. En la oscuridad se conseguía distinguir sólo el camino de ronda vacío, el perfil de las fortificaciones, la sombra negra de las montañas. Llegó algún toque del reloj. El último centinela de la derecha habría tenido que lanzar ahora el grito nocturno, de soldado en soldado la voz correría a lo largo de todas las murallas. «¡Alerta! ¡Alerta!». Después la llamada recorrería el camino inverso, se perdería en la base de las grandes rocas. Ahora que los puestos de centinela se habían reducido a la mitad —pensó Drogo— la voz, por obra de menos repeticiones, haría el viaje de conjunto mucho más rápidamente. Pero perduró el silencio.

Pasaron entonces repentinamente por la mente de Drogo pensamientos de un mundo deseable y remoto, un palacio, por ejemplo, a orillas del mar, en una suave noche de verano, graciosas criaturas sentadas cerca, escuchar músicas, imágenes de felicidad que la juventud permitía meditar impunemente, y mientras tanto el extremo último del mar, por levante, se volvía nítido y negro, al empezar a palidecer el cielo con el alba repentina. Y poder tirar así las noches, no refugiarse en el sueño, sin miedo a llegar tarde, dejar surgir el sol, paladear ante sí un tiempo infinito, sin tener que angustiarse. Entre las muchas cosas bellas del mundo, Giovanni se obstinaba en desear este improbable palacio marino, las músicas, la disposición de las horas, la espera del alba. Aunque tonto, le parecía expresar del modo más intenso la paz que él había perdido. En efecto, desde hacía algún tiempo lo perseguía sin tregua un ansia que no sabía entender: la impresión de no llegar a tiempo, de que algo importante sucedería y lo cogería por sorpresa.

La conversación con el general, allá en la ciudad, le había dejado pocas esperanzas de traslado y de brillante carrera, pero Giovanni comprendía también que no podía permanecer toda su vida entre las murallas de la Fortaleza. Antes o después era preciso decidir algo. Después los hábitos se apoderaban de él con el ritmo de costumbre y Drogo ya no pensaba en los otros, en los compañeros que habían escapado a tiempo, en los viejos amigos que se hacían ricos y famosos, se consolaba con la vista de los oficiales que vivían como él en el mismo exilio, sin pensar que éstos podían ser los débiles o los vencidos, el último ejemplo que había que seguir.

Día tras día Drogo retrasaba la decisión; por lo demás se sentía aún joven, apenas veinticinco años. Sin embargo, aquella ansia sutil lo perseguía sin tregua, ahora además estaba la historia de la luz en la llanura del norte, quizá también Simeoni tenía razón.

Pocos hablaban de eso en la Fortaleza, como algo sin importancia que no podía concernirles. Estaba demasiado próxima la desilusión de la guerra fallida, aunque nadie se hubiera atrevido a confesarlo. Y demasiado reciente la mortificación de ver partir a los compañeros, de quedar pocos y olvidados custodiando las inútiles murallas. La reducción de la guarnición había demostrado con toda claridad que el Estado Mayor ya no atribuía importancia a la Fortaleza Bastiani. Las ilusiones, tan fáciles y deseadas en tiempos, se rechazaban ahora con rabia. Simeoni, para evitar las mofas, prefería callar.

En las noches siguientes, por lo demás, no se volvió a ver la misteriosa luz, ni se logró distinguir de día ningún movimiento en el extremo de la llanura. El comandante Matti, subido por curiosidad al borde de los bastiones, le pidió el anteojo a Simeoni y exploró en vano el desierto.

—Tenga su anteojo, teniente —dijo después a Simeoni con tono indiferente—. Quizá convendría que en vez de desgastarse la vista para nada, se ocupara un poco de sus hombres. He visto un centinela sin bandolera. Vaya a ver, debe ser aquel del fondo.

Simeoni continuó discutiendo el misterio solamente con Drogo. Durante cuatro días no se habían visto realmente luces ni manchas en movimiento, pero al quinto habían aparecido de nuevo. Las nieblas septentrionales —creía poder explicar Simeoni— se ampliaban o se retiraban según las estaciones, el viento y la temperatura; esos cuatro días habían bajado en dirección al sur, envolviendo el presunto almacén.

No sólo reapareció la luz, sino que después de una semana, más o menos, Simeoni pretendió que se había desplazado, avanzando hacia la Fortaleza. Esta vez Drogo se opuso: ¿cómo era posible, en la oscuridad de la noche, sin el menor punto de referencia, comprobar tal movimiento, aunque realmente se hubiera producido?

—Eso es —decía Simeoni, obstinado—. Admites, pues, que si la luz se hubiera desplazado no se podría demostrar con seguridad. Por lo tanto, tengo yo tantas razones para decir que se ha movido como tú para decir que está inmóvil. Ya verás: pienso observar todos los días esos puntitos que se mueven; ya verás como poco a poco avanzan.

Al día siguiente se pusieron a mirar juntos, alternándose en el uso del anteojo. En realidad, no se veía sino tres o cuatro mínimas manchitas, que se desplazaban con gran lentitud. Y era difícil darse cuenta de esos movimientos. Había que tomar dos o tres puntos de referencia, la sombra de una peña, el borde de una colina, y fijar las distancias proporcionales. Tras varios minutos se veía que esa proporción se había alterado. Señal de que el puntito había cambiado de posición.

Resultaba extraordinario que Simeoni hubiera podido advertirlo la primera vez. Y no se podía excluir que el fenómeno estuviera repitiéndose desde hacía años o siglos; podía haber allá abajo una aldea, o un pozo junto al cual plantaban sus tiendas las caravanas, y hasta entonces nadie había utilizado en la Fortaleza un anteojo tan potente como el de Simeoni.

El desplazamiento de las manchitas se producía casi siempre sobre la misma línea, de un lado a otro. Simeoni pensaba que eran carros para el transporte de piedras o grava; los hombres —le decía— habrían resultado demasiado pequeños para poder ser vistos a esa distancia.

Normalmente se distinguían tres o cuatro puntitos en movimiento simultáneo. Admitiendo que fueran carros —razonaba Simeoni—, por cada tres que se movían debía de haber por lo menos otros seis parados, para la carga y la descarga, y estos seis no podían identificarse, confundiéndose con las mil manchas inmóviles del paisaje. En aquel solo trecho evolucionaba, pues, una decena de vehículos, probablemente de cuatro caballos cada uno, como solían ser los transportes pesados. Los hombres, en proporción, debían ser centenares.

Estas observaciones, hechas al principio como por apuesta y por juego, se convirtieron en el único elemento interesante de la vida de Drogo. Aunque Simeoni no le resultaba especialmente simpático, por su falta de alegría y su pedante conversación, Giovanni pasaba casi todas sus horas libres con él, e incluso por la noche, en la sala de oficiales, se quedaban levantados hasta muy tarde, discutiendo.

Simeoni había hecho ya sus previsiones. Admitiendo que los trabajos avanzaran despacio y que la distancia fuera mayor de la comúnmente admitida, bastarían seis meses, decía, para que la carretera se acercase a tiro de cañón de la Fortaleza. Con toda probabilidad –pensaba— los enemigos se detendrían al abrigo de un escalón que atravesaba longitudinalmente el desierto.

Este escalón se confundía normalmente con el resto de la llanura por la identidad de su color, pero a veces las sombras de la noche o los bancos de niebla revelaban su presencia. Bajaba hacia el norte, no se sabía si empinado o no, ni su profundidad. Era desconocido, pues, el trecho de desierto que ocultaba a la vista de quien miraba desde el Reducto Nuevo (desde las murallas del fuerte, por culpa de la montaña de delante, no se distinguía el escalón).

Desde el borde superior de esta hondonada hasta el pie de las montañas, allí donde se alzaba el cono rocoso del Reducto Nuevo, el desierto se extendía uniforme y llano, interrumpido solamente por alguna grieta, por montones de escombros, por breves zonas de cañaveral.

Tras llegar con la carretera hasta el escalón —preveía Simeoni— los enemigos podrían cubrir sin dificultad el trecho restante casi de un tirón, aprovechando una noche nublada. El terreno era lo bastante liso y compacto como para permitir que incluso la artillería avanzara fácilmente.

Los seis meses previstos en líneas generales —agregaba el teniente— podían convertirse en siete, ocho e incluso muchos más, según las circunstancias. Y aquí Simeoni enumeraba las posibles causas del retraso: un error en el cálculo de la distancia total que había que superar; la existencia de otros valles intermedios, invisibles desde el Reducto Nuevo, en los que las obras resultarían más largas y difíciles; una progresiva lentitud en la construcción a medida que los extranjeros se alejaban de la fuente de abastecimiento; complicaciones de carácter político que aconsejaran suspender la obra durante cierto período; la nieve, que incluso podría paralizar totalmente los trabajos dos o tres meses; las lluvias, que transformaran la llanura en pantano. Éstos eran los obstáculos principales. A Simeoni le interesaba formularlos meticulosamente uno a uno para no parecer un chiflado.

¿Y si la carretera no tenía la menor intención agresiva? ¿Si, por ejemplo, se construía con finalidades agrícolas, para el cultivo de la inmensa landa, hasta ahora estéril y deshabitada? O, simplemente, ¿si las obras se interrumpían después de dos o tres kilómetros?, preguntaba Drogo.

Simeoni sacudía la cabeza. El desierto era demasiado pedregoso para cultivarse, respondía. El reino del norte poseía, además, inmensas praderas abandonadas que sólo servían para pastos; el terreno allí habría sido más propicio para una empresa de ese género.

Pero ¿quién había dicho que los extranjeros construían verdaderamente una carretera? Simeoni garantizaba que en ciertos días límpidos, hacia el ocaso, cuando las sombras se alargaban enormemente, había conseguido distinguir la franja rectilínea del firme. Pero Drogo no la había visto, por mucho que se hubiera esforzado. ¿Quién podía jurar que aquella franja no era un simple pliegue del terreno? El movimiento de los misteriosos puntos negros y la luz encendida de noche no probaban nada; quizá habían estado siempre, y durante los años precedentes quizá no los había visto nadie porque los tapaban las nieblas (sin contar con la insuficiencia de los viejos anteojos usados para entonces en la Fortaleza).

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