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Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (21 page)

Mientras Drogo y Simeoni estaban discutiendo así, un día empezó a nevar. «Aún no ha terminado el verano —fue el primer pensamiento de Drogo— y ya ha llegado el mal tiempo». Le parecía, en efecto, que acababa de regresar de la ciudad, que aún no había tenido tiempo de organizarse como antes. Y, sin embargo, en el calendario estaba escrito 25 de noviembre; se habían consumido meses enteros.

Espesísima la nieve bajaba del cielo, depositándose en las terrazas y poniéndolas blancas. Al mirarla, Drogo sintió con más agudeza el ansia de costumbre, intentaba expulsarla en vano pensando en su joven edad, en los muchísimos años que le quedaban. El tiempo, inexplicablemente, había echado a correr cada vez más veloz, se tragaba los días uno tras otro. Bastaba con mirar alrededor y ya caía la noche, el sol giraba por abajo y reaparecía por el otro lado para iluminar el mundo lleno de nieve.

Los otros, sus compañeros, parecían no advertirlo. Hacían el servicio habitual sin entusiasmo, incluso se alegraban cuando en las órdenes del día aparecía el nombre de un mes nuevo, como si hubieran ganado algo. Menos tiempo que pasar en la Fortaleza Bastiani, calculaban. Tenían, pues, una meta, mediocre o gloriosa, con la que sabían contentarse.

El propio comandante Ortiz, que andaba ya por los cincuenta años, asistía apático a la fuga de las semanas y de los meses. Ahora había renunciado a sus grandes esperanzas y decía:

—Una decena de años más, y me llega el retiro.

Regresaría a su casa, en una vieja ciudad de provincias —explicaba—, donde vivían algunos parientes suyos. Drogo lo miraba con simpatía, sin lograr entenderlo. ¿Qué haría Ortiz allá abajo, entre los civiles, sin ninguna finalidad, solo?

—He sabido contentarme —decía el comandante, dándose cuenta de los pensamientos de Giovanni—. Año tras año he aprendido a desear cada vez menos. Si las cosas me salen bien, volveré a casa con el grado de coronel.

—¿Y después? —preguntaba Drogo.

—Después, nada más —dijo Ortiz con sonrisa resignada. Después esperaré aún… satisfecho con el deber cumplido —concluyó burlonamente.

—Pero aquí, en la Fortaleza, en esos diez años, no cree que…

—¿Una guerra? ¿Piensa usted aún en una guerra? ¿No hemos tenido bastante?

En la llanura septentrional, en los límites de las nieblas perennes, ya no se veía nada sospechoso; incluso la luz nocturna se había apagado. Y Simeoni estaba satisfechísimo. Eso demostraba que él tenía razón: no se trataba de una aldea ni de un campamento de gitanos, sino sólo de obras, que la nieve había interrumpido.

VEINTITRÉS

Hacía ya bastantes días que el invierno había caído sobre la Fortaleza cuando en la orden del día, fijada en su marquito sobre un muro del patio, se leyó una extraña comunicación.

«
Deplorables alarmas y falsos rumores
—estaba escrito. Basándome en concretas disposiciones del Mando superior, invito a suboficiales, clases y soldados a no dar crédito, repetir o en cualquier caso difundir voces de alarma, desprovistas de todo fundamento, sobre presuntas amenazas de agresión contra nuestros confines. Estos rumores, amén de inoportunos por obvios motivos disciplinarios, pueden perturbar las normales relaciones buena vecindad con el Estado limítrofe y difundir entre la tropa inútiles nerviosismos, nocivos para la marcha del servicio. Deseo que la vigilancia por parte de los centinelas se desarrolle con los medios normales, y sobre todo que no se recurra a los instrumentos ópticos no previstos en los reglamentos y que, a menudo usados sin discernimiento, dan fácilmente ocasión a errores y falsas interpretaciones. Quienquiera que posea tales instrumentos deberá notificarlo al respectivo Mando de sección, el cual procederá a retirar los propios instrumentos y a tenerlos bajo su custodia».

Seguían las normales disposiciones para el turno cotidiano de guardia y la firma del comandante en jefe, teniente coronel Nicolosi.

Era evidente que la orden del día, formalmente dirigida a la tropa, se dirigía en realidad a los oficiales. Nicolosi había conseguido así la doble finalidad de no mortificar a nadie y de poner al corriente a toda la Fortaleza. Desde luego, ninguno de los oficiales se habría atrevido ya a dejarse ver por los centinelas explorando el desierto con anteojos extrarreglamentarios. Los instrumentos asignados a los diversos reductos eran viejos, prácticamente inutilizables, e incluso alguno se había perdido.

¿Quién había hecho de espía? ¿Quién había avisado al Mando superior, allá en la ciudad? Todos pensaron instintivamente en Matti, sólo podía haber sido él, siempre reglamento en mano para sofocar cualquier cosa agradable, toda tentativa de aliento personal.

En su mayoría, los oficiales se rieron de la cosa. El mando superior —decían— no desmentía su costumbre, llegando con dos años de retraso. ¿Quién pensaba en realidad en invasiones del norte? Ah, sí, Drogo y Simeoni (hasta se les había olvidado). Pero parecía increíble que la orden del día hubiera sido hecha aposta para aquellos dos. Un buen chico como Drogo —pensaban— no podía amenazar a nadie, desde luego, aunque hubiera estado todo el santo día con un anteojo en la mano. También a Simeoni se le consideraba inocuo.

Giovanni tuvo la instintiva certeza de que la orden del teniente coronel le concernía personalmente. Una vez más las cosas de la vida se combinaban exactamente contra él. ¿Qué mal había en que se quedara unas horas observando el desierto? ¿Por qué privarlo de ese consuelo? Al pensarlo crecía en él una profunda rabia. Se había preparado ya para esperar la primavera: en cuanto se deshiciera la nieve —pensaba— reaparecería en el extremo norte la misteriosa luz, los puntitos negros volverían a moverse de un lado a otro, la fe renacería.

Toda su vida sentimental se concentraba en esa esperanza, en realidad, y esta vez con él sólo estaba Simeoni, los otros no pensaban en ello, ni siquiera Ortiz, ni siquiera el sastre-jefe Prosdocimo. Era hermoso ahora alimentar celosamente un secreto tan solos, como en los días remotos, antes de morir Angustina, cuando todos se miraban como conjurados, con una especie de ávida competencia.

Pero ahora les habían prohibido el anteojo. Simeoni, escrupuloso como era, ya no se atrevería a utilizarlo. Aunque la luz se encienda en el límite de las nieblas perennes, aunque se reanude el vaivén de las minúsculas manchas, ellos no podrán saberlo, nadie se daría cuenta a simple vista, ni los mejores centinelas, cazadores famosos que ven un cuervo a más de un kilómetro.

Drogo estaba ansioso, ese día, por oír la opinión de Simeoni, pero esperó hasta la noche, para no llamar la atención; alguien hubiera ido a informar inmediatamente, desde luego. El propio Simeoni no había acudido al comedor a mediodía, y Giovanni no lo había visto en ninguna otra parte.

Simeoni apareció a la hora de la cena, pero más tarde de lo normal, cuando ya Drogo había empezado. Comió rapidísimamente, se levantó antes que Giovanni, corrió en seguida a una mesa de juego. ¿Quizá tenía miedo de encontrarse solo con Drogo?

Ninguno de los dos estaba aquella noche de servicio. Giovanni se sentó en un sillón, al lado de la puerta de las salas, para abordar a su compañero a la salida. Y noto que Simeoni, mientras jugaba, le echaba furtivas ojeadas, tratando de que no lo viesen.

Simeoni jugó hasta tarde, mucho más tarde de lo normal, cosa que nunca había hecho. Continuaba lanzando ojeadas hacia la puerta, con la esperanza de que Drogo se cansara de esperar. Al final, cuando todos se marcharon, tuvo que levantarse también él y dirigirse a la salida, Drogo se puso a su lado.

—Hola, Drogo —dijo Simeoni con una sonrisa embarazada. No te había visto, ¿dónde estabas?

Habían echado a andar por uno de los muchos corredores sórdidos que atravesaban longitudinalmente la Fortaleza.

—Me senté a leer —dijo Drogo— Tampoco yo me di cuenta de que se había hecho tan tarde.

Caminaron un rato en silencio, entre los reflejos de los escasos faroles pegados simétricamente a los dos muros. El grupo de los otros oficiales se había alejado ya, se oían voces confusas procedentes de la lejana penumbra. Era a altas horas de la noche y hacía frío.

—¿Has leído la orden del día? —dijo Drogo de repente—. ¿Has visto esa historia de las falsas alarmas? Quien sabe por qué. ¿Quién habrá estado haciendo de espía?

—¿Y cómo voy a saberlo yo? —respondió casi grosero Simeoni, parándose al final de una escalera que llevaba arriba—. ¿Tú subes por aquí?

—¿Y el anteojo? —insistió Drogo— Ya no se podrá utilizar tu anteojo, al menos…

—Lo he entregado ya al Mando —interrumpió Simeoni, reservado—. Me parecía mejor. Total, nos vigilan…

—Podías esperar, me parece. A lo mejor dentro de tres meses, cuando la nieve haya desaparecido, nadie se acordará, podíamos volver a mirar. La carretera que dices, ¿cómo verla sin tu anteojo?

—Ah, la carretera —y en la voz de Simeoni había una especie de indulgencia—. ¡He acabado por convencerme de que tenías razón!

—¿Que yo tenía razón? ¿En qué?

—En que no hacen ninguna carretera, debe ser alguna aldea o un campamento de gitanos, como tú dices.

¿Tenía, pues, tanto miedo Simeoni que renegaba de todo? ¿Por temor a una reprimenda no se atrevía ni a hablar con él, Drogo? Giovanni miró a la cara a su compañero. El corredor se había quedado totalmente desierto, ya no se oía ninguna voz, las sombras de los dos oficiales se proyectaban monstruosas a un lado y a otro, ondulando.

—¿Ya no lo crees, dices? —preguntó Drogo—. ¿Piensas en serio que te has equivocado? Y, entonces, todos los cálculos que hacías…

—Por matar el tiempo —dijo Simeoni, tratando de tomárselo todo a broma—. No te lo habrás tomado en serio, espero.

—Tienes miedo, di la verdad —le dijo Drogo con voz aviesa—. Ha sido la orden del día, di la verdad, y ahora no te fías.

—No sé qué tienes esta noche —respondió Simeoni—. No sé qué quieres decir. Contigo no se puede bromear, eso es lo que pasa, te lo tomas todo en serio, pareces un niño, eso es lo que pareces.

Drogo calló y se quedó mirándolo. Permanecieron mudos unos instantes en el lúgubre corredor, pero el silencio era demasiado grande.

—Bueno, me voy a dormir —concluyó Simeoni—, ¡buenas noches! —y echó a andar escaleras arriba, iluminadas también en cada rellano por un débil farol.

Simeoni subió el primer tramo, desapareció detrás de la esquina, se vio sólo su sombra sobre el muro, después ni ésta. «¡Qué gusano!», pensó Drogo.

VEINTICUATRO

Entre tanto el tiempo corría, su latido silencioso mide cada vez más precipitado la vida, no podemos parar ni un instante, ni siquiera para una ojeada hacia atrás. «¡Párate! ¡Párate!», quisiéramos gritar, pero comprendemos que es inútil. Todo huye, los hombres, las estaciones, las nubes; y de nada sirve agarrarse a las piedras, resistir en lo alto de un escollo; los dedos cansados se abren, los brazos se aflojan inertes, nos arrastra de nuevo el río, que parece lento pero jamás se para.

Día tras día Drogo sentía aumentar esta misteriosa ruina, y en vano trataba de contenerla. En la vida uniforme de la Fortaleza le faltaban puntos de referencia y las horas se le escapaban de entre los dedos antes de que consiguiera contarlas.

Estaba además la secreta esperanza por la que Drogo dilapidaba la mejor parte de su vida. Para alimentarla sacrificaba a la ligera meses y meses, y nunca bastaba. El invierno, el larguísimo invierno de la Fortaleza, no fue sino una especie de pago a cuenta. Terminado el invierno, Drogo seguía esperando.

Cuando llegara el buen tiempo —pensaba— los extranjeros reanudarían las obras de la carretera. Pero ya no disponía del anteojo de Simeoni que permitía verlos. Sin embargo, al avanzar las obras —aunque quién sabe cuánto tiempo se necesitaría aún—, los extranjeros se acercarían y un buen día estarían al alcance de los viejos anteojos con que estaban dotados algunos cuerpos de guardia.

Por ello Drogo había fijado el plazo de su espera no ya en la primavera, sino unos meses después, siempre en la hipótesis de que de verdad hicieran una carretera. Y debía incubar estos pensamientos en secreto porque Simeoni, temiendo molestias, no quería ya saber nada de ellos; los otros compañeros le habrían tomado el pelo y los superiores desaprobaban las fantasías de este estilo.

A comienzos de mayo, por mucho que escrutaba la llanura con el mejor de los anteojos de ordenanza, Giovanni no conseguía descubrir aún ningún signo de actividad humana; ni siquiera la luz nocturna, y eso que los fuegos se ven fácilmente incluso a distancias desmesuradas.

Poco a poco la confianza se debilitaba. Es difícil creer en algo cuando uno está solo y no puede hablar de ello con nadie. Precisamente en esa época Drogo se dio cuenta de que los hombres, por mucho que se quisieran, siempre permanecen alejados; si uno sufre, el dolor es completamente suyo, ningún otro puede tomar para sí ni una mínima parte; si uno sufre, no por eso los otros sienten daño, aunque el amor sea grande, y eso provoca la soledad en la vida.

La confianza empezaba a debilitarse y la impaciencia crecía, al notar Drogo que el tictac del reloj se volvía cada vez más apresurado. Ya le ocurría el dejar pasar días enteros sin una ojeada al norte (aunque a veces le gustaba engañarse a sí mismo y persuadirse de que se trataba de un olvido, cuando la verdad es que lo hacía a propósito, para tener una sombra más de probabilidades la próxima vez).

Por fin una noche —pero ¿cuánto tiempo se necesitó? —una lucecita temblorosa apareció en la lente del anteojo, débil luz que parecía palpitar moribunda y que, en cambio, debía de ser, calculando la distancia, una respetable iluminación.

Era la noche del 7 de julio. Drogo recordó durante años la alegría asombrosa que inundó su ánimo y las ganas de correr y gritar, para que todos lo supieran, y el orgulloso trabajo de no decir nada a nadie, a causa del supersticioso temor de que la luz muriese.

Cada noche, en el borde de la muralla, Drogo se ponía a esperar, cada noche la misteriosa lucecita parecía acercarse un poco y hacerse mayor. Muchas veces debía de ser sólo una ilusión, nacida del deseo, pero otras era un efectivo progreso, hasta el punto de que finalmente un centinela la avistó a simple vista.

Después se comenzó a divisar incluso de día, sobre el blanquecino fondo del desierto, un movimiento de pequeños puntos negros, igual que el año anterior, sólo que ahora el anteojo era menos potente y por tanto los extranjeros debían de haberse acercado mucho más.

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