Read El desierto de los tártaros Online

Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (25 page)

VEINTINUEVE

Como carroza era efectivamente una carroza muy digna, hasta exagerada para aquellos rústicos caminos. Podría parecer de un rico señor si no fuera por el escudo de un regimiento en las portezuelas. Al pescante iban dos soldados, el cochero y el asistente de Drogo.

Nadie, en medio del desbarajuste de la Fortaleza, donde ya llegaban las primeras secciones escalonadas de refuerzos, concedió mucha atención a un oficial flaco, de rostro chupado y amarillento, que bajaba lentamente por las escaleras, se encaminaba al vestíbulo de entrada y salía afuera, donde estaba parada la carroza.

Por la explanada, inundada de sol, se veía en ese momento avanzar una larga formación de soldados, de caballos y de mulas, procedentes del valle. Aunque cansados por la marcha forzada, los militares aceleraban el paso cuanto más se acercaban a la Fortaleza, y se vio a los músicos, a la cabeza, quitar las fundas de tela gris de los instrumentos, como si se dispusieran a tocar.

Mientras tanto algunos saludaban a Drogo, pero pocos y ya no como antes. Todos sabían, al parecer, que se estaba marchando y que ya no contaba para nada en la jerarquía de la Fortaleza. El teniente Moro y algún otro vinieron a desearle buen viaje; pero fue una despedida brevísima, con ese cariño genérico propio de los jóvenes respecto a las viejas generaciones. Alguien le dijo a Drogo que el comandante en jefe Simeoni le rogaba que esperase, en ese momento estaba ocupadísimo, que el comandante Drogo tuviera la bondad de esperar unos minutos, el teniente coronel vendría sin falta.

Una vez que subió a la carroza, Drogo dio, en cambio, la orden de partir de inmediato. Había mandado bajar la capota para respirar mejor, se había envuelto las piernas en dos o tres mantas oscuras sobre las que destacaba el brillo del sable.

Bamboleándose sobre las piedras, la carroza se puso en marcha por la pedregosa explanada; el camino de Drogo llegaba así a su último término. De lado en el asiento, con la cabeza oscilando a cada choque de las ruedas, Drogo miraba fijamente las murallas amarillas de la Fortaleza, que se volvían cada vez más bajas.

Allá arriba había transcurrido su existencia segregada del mundo, por esperar al enemigo se había atormentado más de treinta años, y ahora que los extranjeros llegaban, ahora lo expulsaban. Y sus compañeros, los otros que allá en la ciudad habían llevado una vida fácil y alegre, ahora llegaban al desfiladero, con superiores sonrisas de desprecio, para acumular un botín de gloria.

Los ojos de Drogo miraban como jamás las amarillentas paredes de la Fortaleza, los perfiles geométricos de casamatas y polvorines. Lágrimas lentas y amarguísimas caían por la piel arrugada, todo acababa miserablemente y no quedaba nada que decir.

Nada, nada de nada quedaba disponible en favor de Drogo, estaba solo en el mundo, enfermo, y lo habían expulsado como a un leproso. Malditos, malditos, decía. Pero después prefería dejarlo, no pensar en nada, si no un insoportable vómito de ira llenaba su pecho.

El sol estaba ya en su camino descendente, aunque le quedaba bastante trayecto por hacer; los dos soldados del pescante charlaban tranquilos, indiferentes a quedarse o partir. Habían tomado la vida como se presentaba, sin angustiarse con absurdas ideas. La carroza, de excelente construcción, una verdadera carroza de enfermo, oscilaba en cada bache del terreno como una delicada balanza. Y la Fortaleza, en el conjunto del panorama, se volvía cada vez más pequeña y chata, aunque sus murallas brillaran extrañamente en aquella tarde de primavera.

La última vez, muy probablemente, pensó Drogo cuando la carroza llegó al borde de la explanada, allá donde el camino empezaba a hundirse en el valle. «Adiós, Fortaleza», se dijo. Pero Drogo estaba un poco atontado y ni siquiera se atrevió a mandar parar los caballos, para echar un último vistazo a la vieja bicoca, que sólo ahora, después de tantos siglos, estaba a punto de comenzar su justa vida.

Por un instante aún perduró en los ojos de Drogo la imagen de los muros amarillentos, de los bastiones sesgados, de los misteriosos reductos, de las rocas laterales negras a causa del deshielo. Le pareció a Giovanni —aunque fue un tiempo infinitesimal— que las murallas se alargaban repentinamente hacia el cielo, relampagueando de luz; después las rocas herbosas entre las que se hundía el camino le impidieron brutalmente toda visión.

Llegó hacia las cinco a una pequeña posada, allá donde el camino corría a un lado de la garganta. En lo alto, como un espejismo, se alzaban caóticas crestas de hierba y de tierra roja, montes desolados donde quizá nunca había estado el hombre. Por el fondo corría el torrente.

La carroza se detuvo en la breve explanada que había ante la posada en el mismo momento en que pasaba un batallón de mosqueteros. Drogo vio pasar a su alrededor rostros juveniles, rojos de sudor y de cansancio, ojos que lo miraban con asombro. Sólo los oficiales lo saludaron. Oyó una voz, entre los que se habían alejado: «Va cómodo, el vejete». Pero no la siguió ninguna carcajada. Mientras ellos iban a la batalla, él bajaba a la vil llanura. Qué oficial más ridículo, pensaban probablemente aquellos soldados, a menos que hubieran leído en su cara que también él iba a morir.

No conseguía librarse de aquel vago atontamiento, semejante a una niebla; quizá había sido el balanceo de la carroza, quizá la enfermedad, quizá simplemente el dolor de ver acabar miserablemente su vida. Ya no le importaba nada, absolutamente nada. La idea de volver a su ciudad, de vagar con pasos arrastrados por la vieja casa desierta, o de yacer en una cama durante largos meses de aburrimiento y soledad, le daba miedo. No tenía ninguna prisa por llegar. Decidió pasar la noche en la posada.

Esperó a que el batallón hubiera pasado totalmente, que el polvo levantado por los soldados hubiera caído tras sus pasos, que el estruendo de los bagajes quedara cubierto por la voz del torrente. Después bajó despacio de la carroza, apoyándose en los hombros de Luca.

En el umbral estaba sentada una mujer, atenta a su labor de punto, y a sus pies dormía, en una rústica cuna, un niño. Drogo miró asombrado aquel sueño maravilloso, tan distinto del de los hombres mayores, tan delicado y profundo. Aún no habían nacido en aquel ser turbios ensueños, la pequeña alma navegaba despreocupada sin deseos o remordimientos por un aire puro y quietísimo. Drogo se quedó parado remirando al niño dormido, una aguda tristeza entraba en su corazón. Trató de imaginarse a sí mismo inmerso en el sueño, singular Drogo que nunca había podido conocer. Se representó el aspecto de su cuerpo, bestialmente amodorrado, sacudido por oscuros afanes, el aliento pesado, la boca entreabierta y caída. Y, sin embargo, también él un día había dormido como aquel niño, también él había sido gracioso e inocente y quizá un viejo oficial enfermo se había parado a mirarlo, con amargo estupor. «Pobre viejo», se dijo, y comprendía lo débil que era eso, pero después de todo estaba solo en el mundo y, salvo él mismo, nadie más lo amaba.

TREINTA

Se encontró sentado en un amplio sillón, en un dormitorio; y era una tarde espléndida que dejaba entrar por la ventana un aire profundo. Drogo miraba átono el cielo que se ponía cada vez más azul, las sombras violetas del valle, las crestas aún inmersas en sol. La Fortaleza estaba lejos, ni siquiera se divisaban sus montañas.

Debía de tratarse de una tarde de felicidad para los hombres, incluso los de media fortuna. Giovanni pensó en la ciudad en el crepúsculo, las dulces ansias de la nueva estación, jóvenes parejas en las avenidas junto al río, acordes de piano desde las ventanas ya iluminadas, el silbido de un tren en lontananza. Imaginó las hogueras del vivac enemigo en medio de la llanura del norte, las linternas de la Fortaleza que oscilaban al viento, la noche insomne y maravillosa antes de la batalla. Todos, de un modo u otro, tenían algún motivo, incluso pequeño, para esperar, todos salvo él.

Abajo, en la sala común, un hombre, y después dos juntos, se habían puesto a cantar, una especie de canción popular de amor. En lo más alto del cielo, allá donde el azul se volvía profundo, brillaron tres o cuatro estrellas. Drogo estaba solo en el cuarto, el asistente había bajado a tomar una copa, en los rincones y bajo los muebles se acumulaban sombras sospechosas. Giovanni, por un instante, pareció incapaz de resistir (a fin de cuentas nadie lo veía, nadie en el mundo lo habría sabido), el comandante Drogo por un instante sintió que la dura carga de su ánimo estaba a punto de romper en llanto.

Y justamente entonces brotó de hondos escondrijos un nuevo pensamiento, límpido y tremendo: la muerte.

Le pareció que la fuga del tiempo se había detenido, como un encanto roto. El torbellino se había hecho en los últimos tiempos cada vez más intenso, y después repentinamente nada, el mundo se estancaba en horizontal apatía y los relojes corrían inútilmente. El camino de Drogo había terminado; ahora estaba en la solitaria orilla de un mar gris y uniforme, y a su alrededor ni una casa, ni un árbol, ni un hombre, todo así desde tiempo inmemorial.

Sentía avanzar sobre él desde los extremos confines una sombra progresiva y concéntrica, quizá era cuestión de horas, quizá de semanas o de meses; pero hasta meses y semanas son bien pobre cosa cuando nos separan de la muerte. La vida, pues, se había reducido a una especie de broma, por obra de una orgullosa apuesta todo estaba perdido.

Fuera el cielo se había vuelto de un azul intenso, en occidente quedaba todavía una franja de luz, sobre los perfiles violetas de las montañas. Y en la habitación había entrado la oscuridad, se distinguían únicamente los contornos amenazadores de los muebles, la blancura de la cama, el brillante sable de Drogo. No se movería ya de allí, comprendía.

Así envuelto por las tinieblas, mientras abajo continuaban las dulces canciones entre rasgueos de guitarra, Giovanni Drogo sintió nacer en sí la última esperanza. El, solo en el mundo y enfermo, rechazado por la Fortaleza como un peso importuno, él, que se había quedado detrás de todo, él, tímido y débil, osaba imaginar que no todo estaba terminado; porque quizá había llegado realmente su gran oportunidad, la definitiva batalla que podía compensar toda una vida.

En efecto, avanzaba contra Giovanni Drogo el último enemigo. No hombres semejantes a él, atormentados como él por deseos y dolores, de carne que podía herirse, con caras que se podían mirar, sino un ser omnipotente y maligno; no había que combatir en lo alto de las murallas, entre estruendo y gritos exaltantes, bajo un cielo azul de primavera, con amigos al lado cuya vista reanima el corazón, con el acre olor a pólvora y descargas, con promesas de gloria. Todo ocurrirá en la estancia de una desconocida posada, a la luz de una vela, en la más desnuda soledad. No se combate para regresar coronados de flores, en una mañana de sol, entre sonrisas de mujeres jóvenes. No hay nadie que mire, nadie que le llame valiente.

Oh, es una batalla mucho más dura que la que esperaba antaño. Incluso viejos hombres de armas preferirían no probarla. Porque puede ser hermoso morir al aire libre, en el furor de la refriega, con el cuerpo aún joven y sano, entre triunfales ecos de trompeta; más triste es, sí, morir de una herida, tras largos sufrimientos, en una crujía de hospital; más melancólico aún terminar en la cama doméstica, en medio de afectuosos lamentos, luces débiles y frasquitos de medicinas. Pero nada más difícil que morir en tierra extraña y desconocida, en el ambiguo lecho de una posada, viejo y afeado, sin dejar a nadie en el mundo.

«Valor, Drogo, ésta es la última carta, marcha al encuentro de la muerte como un soldado, y que tu existencia equivocada acabe bien, al menos. Véngate finalmente de la suerte, nadie cantará tus alabanzas, nadie te llamará héroe o algo similar, pero precisamente por eso vale la pena. Cruza con pie firme el límite de la sombra, erguido como en un desfile, y sonríe incluso, si lo logras. Después de todo, la conciencia no está demasiado cargada y Dios sabrá perdonar».

Eso se decía Giovanni a sí mismo —una especie de plegaria—, notando estrecharse a su alrededor el círculo final de la vida. Y del amargo pozo de las cosas pasadas, de los deseos rotos, de las maldades padecidas, subía una fuerza que jamás se hubiera atrevido a esperar. Con inefable gozo Giovanni Drogo advirtió, de improviso, que podía estar absolutamente tranquilo, ansioso casi por volver a empezar la prueba. Ah, ¿no se podía pedir todo de la vida? ¿Conque sí, Simeoni? Ahora te enseñará Drogo.

Valor, Drogo. Y trató de armarse de fuerzas, de resistir a fondo, de bromear con el tremendo pensamiento. Puso en ello todo su ánimo, en un arranque desesperado, como si partiera él solo al asalto contra un ejército. Y súbitamente los viejos temores se desvanecieron, las pesadillas se debilitaron, la muerte perdió su rostro helador, mudándose en cosa sencilla y conforme a natura. El comandante Giovanni Drogo, consumido por la enfermedad y los años, pobre hombre, hizo fuerza contra el inmenso portón negro y advirtió que las hojas cedían, dando paso a la luz.

Pobre cosa le resultó entonces aquel afanarse en las escarpas de la Fortaleza, aquel explorar la desolada llanura del norte, sus penas por la carrera, aquellos largos años de espera. Ni siquiera había necesidad de envidiar a Angustina. Sí, Angustina había muerto en la cima de una montaña en el corazón de una tempestad, se había ido igual que él, con mucha elegancia, de verdad. Pero bastante más ambicioso era acabar como un valiente en las condiciones de Drogo, comido por el mal, exiliado entre gente desconocida.

Sólo le disgustaba tener que marcharse de allí con aquel mísero cuerpo suyo, de huesos sobresalientes, piel blanquecina y fláccida. Angustina había muerto intacto —pensaba Giovanni—, su imagen, pese a los años, se había conservado como la de un joven alto y delicado, de rostro noble y grato a las mujeres; ése era su privilegio. Pero quién sabe si, al pasar el negro umbral, también él, Drogo, podría volver a ser como antes, no guapo (porque guapo nunca lo había sido), pero sí con su fresca juventud. Qué alegría, se decía Drogo ante esa idea, como un niño, pues se sentía extrañamente libre y feliz.

Pero después algo pasó por su cabeza: ¿y si todo fuera un engaño? ¿Y si su valor no fuera sino una borrachera? ¿Si dependiera sólo de la maravillosa puesta de sol, del aire perfumado, de la pausa de los dolores físicos, de las canciones del piso de abajo? ¿Si dentro de unos minutos, de una hora, tuviera que volver a ser el Drogo de antes, débil y derrotado?

Other books

Samual by Greg Curtis
The Christmas Cookie Killer by Livia J. Washburn
Falling for Summer by Kailin Gow
This Is Your Life by John O'Farrell
Jilliane Hoffman by Pretty Little Things
The Party Girl's Invitation by Karen Elaine Campbell